En el intrincado universo literario de Franz Kafka, las elusivas figuras que pueblan sus obras actúan como arquetipos enigmáticos, portadores de significados ocultos. Tomemos, por ejemplo, el personaje de Klamm en "El Castillo", cuya aparente ambigüedad se asemeja a una clave encriptada que Kafka nos invita a descifrar. ¿Será este enigmático Klamm un símbolo de la inescrutable maquinaria del poder, revelando las complejidades y el control que las autoridades ejercen sobre aquellos que buscan respuestas?

En un paralelo fascinante, evocamos el cuento "Ante la Ley", donde la inalcanzable puerta, símbolo de la justicia y el derecho, se erige como un enigma insondable. ¿Podrían estos elementos cifrados en las narrativas de Kafka ser un reflejo de la perpetua inaccesibilidad a la justicia y al derecho?

La esencia de la incertidumbre se despliega como un laberinto inextricable en el universo kafkiano. Desde la singular perspectiva de Kafka, se esculpen las sombras de la angustia y el caos, una contienda perpetua y sin fin que se despliega en el tejido mismo de la existencia humana. En este cosmos laberíntico, a diferencia de la perspectiva de Camus, los personajes de Kafka no se encuentran predestinadas a la tragedia; más bien, se ven atrapadas en un curso prefigurado por entes superiores: el Estado, la Iglesia, su propio padre despótico, o tal vez el mismísimo Dios.

En este vasto rompecabezas kafkiano, cada paso parece guiado por hilos invisibles de una maraña burocrática o dictámenes divinos, arrojando a los personajes a un abismo de incertidumbre y absurdo. La existencia misma se convierte en una metamorfosis constante, donde las fronteras entre la realidad y la pesadilla se desdibujan, y las criaturas se enfrentan a la absurda tarea de descifrar un significado en un mundo que escapa a toda lógica.

Los entes superiores, ya sea el opresivo Estado, la inescrutable Iglesia, el despótico padre de familia o la sombra omnipresente de un Dios indiferente, tejen su influencia sobre el destino de las criaturas kafkianas. El curso predestinado de sus vidas se convierte en un oscuro peregrinaje, donde las reglas son arbitrarias y las respuestas son esquivas. En este paisaje surrealista, la certeza se disuelve, dejando tras de sí un rastro de inquietante ambigüedad y un eco de la incesante maquinaria que gobierna el universo kafkiano.

Dibujo a lapiz de Kafka.

Me sumergía en la pregunta recurrente de cómo pudo acontecer que surgieran simultáneamente dos literatos, nacidos en la misma fecha y geografía, cuyas obras alcanzaron una universalidad que, a pesar de sus aparentes disparidades, reflejan de manera inequívoca el mismo contexto político y social. Al concluir, ambos proyectan la esencia idéntica; es la perspectiva de la proyección lo que engendra la supuesta dicotomía.

Hasek, el anarquista checo veterano de guerra, y Kafka, el judío alemán de Praga, un escéptico abogado de oficina, ambos florecieron en el epicentro del imperio austrohúngaro. Ambos, marginados: uno por ser checo en un mundo germánico y el otro por ser judío en ese mismo entorno germánico. Sin embargo, la universalidad de sus obras radica en su capacidad para articular las tensiones inherentes a la condición humana, trascendiendo las barreras aparentes de nacionalidad y origen étnico. En el espejo de sus narrativas, el lector descubre paralelismos inesperados que subrayan la complejidad y la universalidad de las experiencias individuales, entrelazadas dentro de la intrincada red del imperio austrohúngaro.

La tipología del buen soldado Svejk de Hasek se desdobla como una proyección vívida del propio autor; un personaje pícnico que se manifiesta con jovialidad, sociabilidad, bohemia, bondad y vivacidad. En contraste, Josef K. de Kafka se revela como un ser leptosomático, tímido, sensible y angustiado, reflejo fiel de las propias angustias del autor.

En un juego literario sutil, el buen soldado Svejk de Jaroslav Hasek y Joseph K. de Franz Kafka muestran similitudes marcadas por el despotismo y la autoridad del poder que los envuelve. Ambos son víctimas, pero mientras Josef Svejk se burla grotescamente de su condición humana, Joseph K. la sufre.