Ilustración de Guido Eusebio.

Atado a la espalda y sin camino, te arrastras en círculos en un mundo que no entiende que ser diferente no significa ser un monstruo o un anormal. Tratas de descifrar lo que el corazón te grita, pero no puedes. Sin embargo, sabes que alguien más ya lo ha descifrado y que ese alguien ha partido para siempre y te ha dejado con la esperanza rota, con el deseo de construirlo entre acero, cables y circuitos eléctricos. Tus amigos ignoran la razón que buscas en la vida, pero a ti no te importa, mientras construyas lo impensable.

Solo, vagas por el mundo imaginario y asumes una verdad que no todos comprenden. Te llenas de esperanza, y sigues creando. Solo crees en ti, en tu indiferencia, en tu ingenio y en tu forma matemática de ver la vida, porque en eso se resume tu vida: en un número, en un código y en una suma de momentos que no puedes compartir con nadie. Rechazas lo que es inferior y te viertes en un mundo de extraños como gotas de alcohol. Nada es imposible para ti, excepto la comunicación, y por ello navegas en mares turbios y en brazos lozanos donde no esperabas nunca navegar.

Barreras retorcidas y cientos de  misiles  disculpan tu ingeniosidad. Te entretejes con el azar, te conviertes en su predilección y triunfas junto a este.

“Tienes que resolver el enigma”, te dices. Crees que, al encontrarlo, cambiará tu existencia. En busca de su código, te enfermas y, para eliminar esa enfermedad, te inventas una máquina que decodificará la maraña en la que vives. La máquina que sanará tu alma, la que desviará la línea del tiempo de una humanidad entera…

En la búsqueda, te desvías hacia el pasado; te multiplicas entre recuerdos que atormentan tu mente. Mueves la cabeza, regresas a tu presente enigmático y piensas: “A la gente le gusta la violencia porque se siente bien. Los humanos encuentran satisfacción en esta, aunque sea un acto vacío”. Dejas de pensar y sigues descifrando el enigma, hasta que lo logras. Con el éxito en tus manos, renuncias a este. Olvidas todo el camino recorrido, e inicias de nuevo.

Ilustración de Guido Eusebio.

Ya no piensas en cables ni en acero: ahora, lo que importa es tratar de ser normal. Te inyectas para crear el prototipo que exige la sociedad y, en ese proceso, tus nervios se destruyen, tu habilidad te abandona, el azar te ignora y la soledad se hace cómplice de tu desgracia.

Faltan dos horas para que el sol arrolle tu ventana. Faltan dos horas para que el doctor penetre tu sistema y ahogue tu imaginación. Faltan dos horas para llenarte de optimismo y arrancarte la existencia de raíz. Tomas un fusil, lo colocas en tu boca y dejas caer tu cuerpo como si fuese un muñeco. Ya nada te preocupa… ni el doctor, ni la inyección, ni el optimismo, ni el fusil. Tirado en un baño de sangre, te encuentran, y tú no respondes.

(*) Elena Ramos es escritora, ensayista y amante de los géneros literarios. Actualmente, está en término de la Maestría en Literatura.

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