No recuerdo bien cómo empezó la conversación o quien tuvo el tacto de presentarnos en ese instante. Estábamos felices de la vida entre bebidas y destellos de calma eufórica mientras la mitad de la ciudad soñaba. Nos topamos en el bar donde de pronto surgió una conversación entre desconocidos, memorable e inconcebible, aunque tratándose de Nueva York, todo es posible. Hablamos de arte tratando de evitar alguna mención de la guerra.

Le conté la historia del pintor gallego y militante revolucionario que llegó a Santo Domingo en plena dictadura trujillista con un grupo de refugiados de la Guerra Civil Española luego de una inesperada y brutal travesía desde el continente Europeo al Caribe colorido y tropical. En Santo Domingo, en compañía de su pareja quien también era artista, participó en la vida cultural comprometiéndose desde un principio con la cultura no oficialista a pesar de la vigilancia policial.

El artista en el exilio sembró semillas por doquier. Su colaboración con la revista La Poesía Sorprendida fue fundamental, plasmando su nombre en los círculos de vanguardia en Santo Domingo y en los países de la región. Escribió en La Nación acerca de la Segunda Guerra Mundial, el ejército soviético y el frente polaco. Al fin de cuentas, su registro dejó una gran impronta en la pequeña escena cultural. Y como lo demuestra parte de su obra pictórica, la influencia fue mutua.

Conoció a André Breton en su paso por la isla con quien entabló una fecunda correspondencia. Encuentros, vasos comunicantes. Nadie después de la guerra se hubiera imaginado al movimiento surrealista surgir con más vigor desde las islas del Caribe.

André Breton y Eugenio Granell en Santo Domingo, mayo de 1941. Foto Conrado. Colección del Archivo General de la Nación.

Alex escuchaba mi exposición atento sin decir una palabra. Yo, mientras tanto, notaba su semblante familiar. Le conté algunos detalles del exilio dominicano del artista y su  proceso de adaptación y reinvención cultural. También le mencioné lo que podría considerarse un exilio menor en los Estados Unidos donde su libertad de movimiento era más flexible, y me imagino, compartía los duros inviernos junto a Marcel Duchamp o en compañía de otras amistades o muchas veces en la caminaba las calles de Soho en la soledad de la noche cómo lo antes lo hacía durante su exilio en Santo Domingo. Pero la vida en Nueva York era todo lo opuesto a su exilio dominicano porque por lo menos podía escribir crónicas con cierta libertad para el España Libre, un periodico independiente, anti-fascista y antifranquista del exilio republicano en los EE UU; y en cuanto a su arte, nadaba contracorriente en un medio hostil al surrealismo mientras el expresionismo abstracto estaba más de moda, convirtiéndose durante los años de postguerra en la tendencia estética predominante dentro de la escena cultural norteamericana.

Con el transcurrir de los años, el artista plástico y escritor nacido en A Coruña siguió avanzando en sus pasos por el arte a través del intercambio y la colaboración con el Grupo Surrealista de Chicago (Chicago Surrealist Group) liderado por los Rosemonts (Penelope y Franklin) quienes desde la década de los años 1960s llevaron a cabo un arduo trabajo de difusión de las ideas surrealistas desde distintas plataformas de acción: intervenciones públicas, publicaciones, encuentros y exhibiciones de arte.

Y claro está, la corriente surrealista reivindicada por los Rosemonts y otros como el artista gallego no era el surrealismo de bolsillo, comercializado o decorativo à la Salvador Dalí a quien Breton había bautizado con el nombre de Ávida Dollars.

Politizado y radicalizado por la guerra de Vietnam y el movimiento de los derechos civiles, el movimiento surrealista en los EE UU apostaba por las transformaciones sociales desde la movilización, las declaraciones públicas y las exploraciones del arte y la vida misma. De esa forma, reivindicaba el “Manifiesto por un arte revolucionario independiente”  escrito en el año 1937 en México por Breton y el exiliado ruso Leon Trotski.

“Espera”, interrumpe Alex. “Todo lo que me has dicho tiene que ver con mi abuelo Granell”.

Sentí teriquito recorriendo toda mi piel.

Atónitos, y como por arte de magia, quedamos fundidos en un fraterno abrazo. Ha pasado más de una década y todavía no me explico como pudimos coincidir en ese encuentro surrealista en el que repasamos la vida y obra del ser querido Eugenio Fernández Granell, el pintor, músico, escritor, fabricante de juguetes y militante del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM); refugiado inicialmente en tierras dominicanas y luego en Guatemala, Puerto Rico y más tarde en Nueva York donde pondría fin a un largo exilio a raíz de la pesadilla que fue sin lugar a dudas la Guerra Civil Española.