La literatura, que completa la vida y sirve para casi todas las cosas del alma, haciéndonos habitar otros mundos donde podemos ser lo que anhelamos, es también sumamente especial para homenajes. Un homenaje literario no tiene parangón. Es más efectivo que medallas, certificados y trofeos. Es más duradero que la piedra; y no hay estatua que le pueda, pues al estar construido sobre el Verbo, que es el material primigenio que creó al universo, es también su sostén.

Portada de Tiempo imperfecto.

Un homenaje literario: un libro, un cuento, un poema, una oración, tienen la facultad de grabarse en la mente y en el corazón de la gente y sobrevivir siglos sin cambiar de valencia, ni sustancia, y sin perder sentido. Hay monumentos así, con la increíble facultad de prescindir de la materia, sin necesidad de locación real, argamasa o concreto, milagros intangibles donde habitan los sueños, las entelequias, los dolores y la sabiduría de la especie. Sus fragmentos andan de mente en mente, y pueden ser recitados en cualquier esquina por un pordiosero, un millonario o un niño, pues se beben en la leche materna y fluyen por la sangre y la linfa.

La lista de tales monumentos apenas se puede contabilizar. Ellos narran el mundo, y son, también, el mundo. En pleno siglo XXI, cuando decimos, por ejemplo: “¡Ardió Troya!”, no queda nadie sin entender, aunque muy pocos sepan que la frase remite a una mitología de la cual nos separan treinta siglos. Este es el poder de la literatura. ¿Acaso Ilión habría existido, en la dimensión en que la conocemos, sin el poeta ciego que le cantó su gloria y su caída?

Osvaldo Fernández.

Todos los que sentimos el llamado del Verbo, queremos sumarnos a este singular coro, rozar lo eterno, hacer nuestro homenaje. A veces, basta un verso. Si decimos: Hay un país en el mundo colocado en el mismo trayecto del sol; la flecha emocional va directo al centro de la diana de unos seres humanos específicos; y funcionará así mientras duren los seres y la isla.

Todas estas cuestiones, por profundas y complejas que sean, las interpretó bien el autor de este libro que presentamos hoy, hijo de ese país colocado en el mismo trayecto del sol, y por eso el deseo y la necesidad del homenaje, que, hemos dicho, es más poderoso y eterno que la piedra. Este hijo está, por demás, transido de amor por su tierra. No importa que se haya exiliado hace ya muchas décadas, que la quiera de lejos, que arda en deseos de ayudarla, y que, para ello, siga escribiendo libros singulares.

Sobre este nuevo texto, él lo explicó mejor. Oigamos:

Diez relatos cortos. Diez aventuras buscando plasmar un país en el que hechos del pasado, acciones inconclusas y sentimientos extraviados, transforman de manera inexorable a sus habitantes.

El pasado, una mezcla de alegría, ternura y horror, que arrastramos con nuestra soledad prolongada, se replica, transformado hacia el presente. Los fragmentos que llamamos recuerdos deben renacer en las páginas, convocando a un encuentro con un país que reconocemos desde la distancia del tiempo.

Estos cuentos son, de cierta manera, una declaración de amor a mi país de origen, cristalizados, indefectiblemente, en un Tiempo Imperfecto.

Como vemos, es un texto que se proclama una declaración de amor, que en verdad consideramos lograda, pues es cierto que podemos sentir respirar a República Dominicana en muchas de sus páginas.

Cuentos como El platanal, El candidato o Suerte de empresario, resultan un fresco minucioso, no exento de la crueldad de la vida real, de un país que arrastra aún muchos de los flagelos del subdesarrollo: los engaños politiqueros y la frustración de los sueños de la gran mayoría; y donde la miseria, la ignorancia y la desesperanza asoman sus orejas peludas desde cualquier recodo como un atroz recordatorio de que nos falta mucho por andar todavía.

El personaje de Jacinto, en el magnífico cuento El platanal, es una representación del abnegado y sufrido campesino dominicano, doblado toda la vida sobre el surco, en tierra ajena, sembrando no plátanos ni ñames, sino entelequias y esperanzas, engañado y robado una y otra vez, por hombres y partidos, por ideologías y consignas. Al final, solo, seco, deshecho, muriendo como sus propias plantas por falta de lluvia para el alma, la muerte no es castigo, sino redención pura, cual un personaje rulfiano, y entra en ella con la misma sencilla naturalidad con que vivió.

Allí no habrá dolores ni penurias, acaso, se encontrará además con sus seres queridos: la esposa muerta de tanto sufrimiento, el hijo ofrendado en una causa inútil, muerte violenta, muerte absurda. Por eso, al avanzar hacia la nada, al dejar lo poco que deja atrás: su cachimbo, su machete, su gallinita, su escoba; crece su certidumbre de que allí adonde se dirija incluso las cosas grandes o pequeñas acabarían perdiendo su importancia hasta desvanecer­se, y que allí, finalmente alejado de las zozobras de su existencia, será libre de traiciones y tendrá paz para abonar las grietas de su tierra; “allí, ante todo, [tiene] la certeza de que ya no estaría solo. Nunca más estaría solo”. [1]

Sobre todo, eso, compañía, algo que hasta después de muertos habremos de anhelar, porque la soledad, la soledad terrible, es la última de todas las miserias. El plantanal es, sin dudas, uno de los cuentos antologables que ha escrito Osvaldo Fernández, y cada vez que logra uno he tenido el placer de decírselo, pues conozco toda su producción y he asistido, como un espectador privilegiado, a su continua evolución narrativa.

Como todo creador verdadero, Fernández está siempre asolado por dudas. Pero la búsqueda incesante del vocablo exacto, de la frase perfecta, del tono visceral que quiere dar a sus relatos, revela siempre al escritor de raza, un creador que, como miles, ha debido privilegiar su profesión y su vida antes que la pasión por la literatura. Bien sabemos que solo a unos pocos les está permitido renunciar a todo y dedicarse por entero a esta fe. Sin embargo, todos los intentos son válidos y maravillosamente satisfactorios cuando se encaran así, con esas ganas y esa integridad.

En Osvaldo Fernández, el escritor, debemos señalar también otro par de virtudes: ha alcanzado la sabiduría suficiente para encarar con humildad el proceso “imposible” de escribir, y escribir bien; y en sus cuentos, busca siempre asombrar, voltear la realidad, irse por donde nadie espera, asestar un mazazo a los sentidos que es también un reto y un guiño permanente a la inteligencia del lector, que debe participar activamente, entre aturdido y sonreído, al percatarse por dónde va la cosa.

En este homenaje, en esta disfrutable colección de cuentos, quisiera destacar además los cuentos Redención, Escarabajos y Al final de la aurora. En el primero, Fernández fuerza los límites de su propia literatura, casi siempre realista, y muestra eficazmente un texto de fortísimo tono filosófico, de corte fantástico, donde un hombre desciende hasta una bestia, en un proceso de purgación de errores que conecta con las antiguas religiones orientales que preconizan la transmigración de las almas. Sin dudas, una clara metáfora de las simas a las que somos capaces de llegar los seres humanos si perdemos nuestro norte vital.

En el segundo cuento mencionado, el escritor se acerca tal vez al más funesto personaje, después del propio tirano, nacido de la dictadura trujillista: el calié. Calculador, amoral, farfullero, el calié es un perro de presa, con menos escrúpulos que un escarabajo, al que poco le importa inventar crímenes para justificar su paga cada mes. De personas así está llena la historia, pero al leer un cuento como este somos capaces de sentir, incluso, asco físico.

El tercer cuento a destacar, El final de la aurora, y el que cierra el cuaderno, es a mi juicio donde Osvaldo Fernández alcanza su definición mejor, no tanto por la historia es sí misma, que es, de paso, magnífica, sino por el tono confesional e íntimo que logra, matizado de una nostalgia que hermosea lo que toca, al punto de que, a pesar de que es un cuento extenso, uno se queda con deseos que seguir respirando ese ámbito, esa especial atmósfera que logra y que solo hemos reconocido en otro cuento, que no pertenece a esta colección, llamado El color de las chichiguas. Huelga decir que hemos exhortado, y seguimos haciéndolo, a que Fernández explore ese registro y lo lleve hasta su punto máximo, que vendría siendo, seguramente, una novela, ese reino absoluto de libertad creadora donde podría explayarlo hasta que duela.

Un punto aparte, que no quiero dejar de mencionar, dado que siempre hemos considerado al libro como una obra de arte en su conjunto, es la cubierta de este Tiempo imperfecto. Decir simplemente que es buena no es hacerle justicia. Esta cubierta es un piñazo, un plus, una genialidad del fotógrafo sueco Tommy Ingberg, adaptada no menos genialmente por nuestro diseñador Carlos Bruzón, para este libro. Es, quizás, la mejor que hemos hecho hasta hoy en Río de Oro Editores.

El hombre que se abre la chaqueta y muestra el mecanismo de un reloj en el lugar de sus entrañas, somos todos nosotros, nosotros y cada uno de nuestros sueños y terrores, batallando de manera incesante, y acaso inútilmente, en un tiempo imperfecto.

Felicidades, pues, a Osvaldo Fernández, y que este homenaje literario a su tierra, esta declaración de amor, acune en la mente de su gente y se quede vibrando para siempre, más fuerte que la piedra, que el olvido, hecha, como dijera el poeta, “de esa sustancia conocida con que amasamos una estrella”.

[1] Osvaldo Fernández, El platanal, en En tiempo imperfecto, Río de Oro Editores, 2023, pp. 46-47.