Cuando el cabo de la Marina, telegrafista de primera clase, Camilo Pérez Cuevas, llegó a isla Beata, con orden de traslado desde la Base Naval de Las Calderas, de Baní, allí no vivían civiles.

A inicios de la década del cincuenta del siglo XX, en una hilera de diez casas de madera, techadas de zinc y pisos de cemento, cercanas a la playa, sólo habitaban guardias de puesto que luego llevaron a sus parejas y sus hijos.

Bebían agua de pozos o de lluvia, recolectada en aljibes. El servicio eléctrico, sólo por algunas horas. En barcos, navegaban hasta el pueblo a comprar los alimentos. No había escuela; los hijos debían mudarse al municipio para estudiar. Había un dispensario con un practicante. Y dos cuarteles, comandados por Eliseo Chisthofer, alias “El tremendo”, quien luego estuvo de puesto en Cabo Rojo.

Isla Beata.

La madama Beata, como le llamó un impresionado Colón, al visitarla en su segundo viaje al continente (1494), era un mundo preñado de vida. Pero también un sitio solitario escogido por el tirano Trujillo, a 32 millas de Pedernales, para matar presos políticos y a todo el que desobedeciera sus caprichos.

Los careyes eran comunes en toda la costa. Lugareños los seguían para identificar sus nidos y aprovechar sus huevos, y los cazaban para comer su carne. Decenas de  iguanas se peleaban por los espacios. Abundaban los chivos y los cerdos cimarrones. Y los cangrejos de mar.

Las culebras y los ciempiés se imponían en su hábitat. Los bubíes eran tantos que, cuando revoloteaban, ensombrecían el cielo. Los cantos de avecillas servían de fondo al día a día.

Este lugar caluroso y húmedo, unos 30 grados Celsius, de nueve kilómetros de largo y seis de ancho, estaba forrado de bosque seco. De magueyes. Y de manglares. Y de Sen, una planta que lugareños usaban como desparasitante.

EL OLOR DE LA MUERTE

Los matones de Trujillo habían llevado los  reclusos entre 1958 y 59, con absoluta discreción, sin condena ni orden de juez. Carne fresca para la tortura, la muerte y la desaparición, lejos de la civilización.

Andrés Camilo Pérez Cuevas

Camilo fue encargado de la custodia, pero estaba en desacuerdo con el cruel plan de los esbirros. Visitaba las víctimas y compartía con ellas su comida. Y le salió caro. El Tremendo, comandante en la isla, le embistió. Y se enemistaron.

Diana Pérez, hija mayor de Camilo, cita al joven Pagán, de quien le había hablado su padre. “Entre los presos, había muchos jóvenes, uno era de Luperón. Mi papá me habló de uno de apellido Pagán. Le fue a visitar, y eso le costó el traslado de la isla. Lo chivatearon y tuvo que salir en 1960”.

Papito Trujillo había merodeado la zona. “Pájaro de mar en tierra”. Mala señal.

Trasladado a Puerto Plata  -cuenta su sobrino Frady Pérez-, mientras patrullaba, él se encontró con uno de los presos que había salvado la vida en la Beata. “El sobreviviente lo llevó a su hogar y le hicieron un gran recibimiento… Camilo era del 14 de Junio”, recuerda.

Rosendo Pérez (Chechén) y Norberta Cuevas (Jembra), padres de Camilo.
Rosendo Pérez (Chechén) y Norberta Cuevas (Jembra), padres de Camilo.

Este hombre de unos 5.9 pies de estatura, hijo de Rosendo Pérez (Chechén) y Norberta Cuevas (Jembra), se había enganchado al Ejército desde Pedernales, junto a los hermanos Pérez Rocha y Blanco Heredia.

Años después, él pasó a la Marina (ahora Armada Dominicana). Llegó a la isla en 1952 junto a su esposa Denia y a su hija Diana, de 2 años. Luego llegaron Nafrago y Martha, Crucita y Marino, Aleyda y Alonso, Pascual y Migdalia, Juan y Josefa, El Tremendo y su pareja…

De izquierda a derecha, Andrés Camilo Pérez Cuevas, Jorge Alberto Pérez (Solo), José Alberto Pérez Cuevas (Perico) y José Remedio Pérez Cuevas (Titío).
De izquierda a derecha, Andrés Camilo Pérez Cuevas, Jorge Alberto Pérez (Solo), José Alberto Pérez Cuevas (Perico) y José Remedio Pérez Cuevas (Titío).

Camilo era un tipo osado. Con camisa roja y pantalón negro, pistola al cinto, estuvo en primera línea cuando el líder del movimiento revolucionario 14 de Junio, Manuel Aurelio Tavárez Justo, pronunció su último discurso público, el 14 de junio de 1963.

Días después de la Guerra de Abril de 1965, él comandaba una patrulla mixta. Cerca del Parque Independencia de la capital se toparon con una marcha de estudiantes de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y, de inmediato, sus subalternos rastrillaron las armas para iniciar la masacre. Los paró en seco, apuntándoles con su fusil mientras les advertía deponer su actitud. Y obedecieron.

El 4 de mayo de 1967, en el contexto de los 12 sombríos años de Balaguer (1966-1978), el legendario dirigente del Partido Revolucionario Dominicano, Pablo Rafael Casimiro Castro, sufrió un atentado con fósforo blanco que le desfiguró el rostro y otras partes del cuerpo. El jeep en el que viajaba era conducido por Manuel Matos Ferreras.

Camilo, lleno de impotencia, fue a visitarle. Eso bastó para que le pensionaran de las Fuerzas Armadas. Y el ortopeda-traumatólogo, experto en cirugía de mano, Eliseo Rondón, el único disponible con la capacidad para tratar las graves quemaduras, fue cancelado como asimilado y sacado con custodia de la Base Aérea de San Isidro, por atender al secretario general del partido blanco, que desfallecía.

NUEVO RUMBO  

Durante los 12 años de represión política, el  PRD de Pedernales se reunía en casa de Camilo, en la simbólica calle Juan López esquina Braulio Méndez. Hatuey De Camps, Vicente Sánchez Baret, Winston Arnaud, Casimiro Castro… Todos se juntaban allí sin miedo, pese a las intimidaciones.

“Cada vez que sonaba un tiro en la capital, allanaban mi casa en Pedernales”, refiere Diana.

Los allanamientos, sin aval de ningún juez, iban en cadena. De casa en casa. Dondequiera que viviera un “comunista”, que era la etiqueta de la época para validar torturas y muertes.

La muy ancha calle Juan López, donde nació Pedernales, no sólo era “la calle de los perros” que salían en tropel a ladrar a ciclistas y motociclistas hasta hacerlos “aterrizar”. No sólo era la calle de las cervezas frías en las neveras a gas de Lilian Leonor, que la juventud, en ronda, en la acera, degustaba mientras se contaba historias pueblerinas. También era la calle de los allanamientos cada vez que el Poder sentía sed de sangre.

“Eran días muy duros”, evoca Elsa Pérez, nativa.

Anselmo Medrano, sin titubeos, opina: “Él era un gran dirigente del antiguo PRD. Llegó a ser candidato a síndico, pero perdió del reformista Chichí Madera”.

Uno de los jóvenes activistas políticos en aquellos días aciagos, Leovigildo Méndez, considera que “era un hombre transparente y responsable”.

El 3 de febrero de 1973, cuando el bravo comandante del gobierno de Juan Bosch (1962-1963), Francisco Caamaño Deñó, desembarcó con un grupo de guerrilleros por Playa Caracoles, por la bahía de Ocoa, con la intención de tumbar el gobierno de Balaguer, agentes de la Policía y del Ejército de Pedernales violentaron la casa de Camilo. Lo buscaban como aguja. Abandonaron la vivienda con la convicción de que había escapado y estaba lejos. Él se había escondido en la casa de al lado, en la Braulio Méndez, frente al edificio de oficinas gubernamentales. Allí vivía la rebelde Ana María Acosta, hija de Estrella, un simpático militar cibaeño de la época. La misma Ana María que hoy es pediatra-perinatóloga y directora de la Dirección Provincial de Salud. Con su gesto, ella le salvó la vida.

Vincularlo a los objetivos de la guerrilla, le costó la retención de su pensión de 90 pesos como sargento mayor. Con esa travesura de políticos perversos, la crisis económica se ahondó en la familia. Luego se la repusieron con algunos pesos de compensación.

Camilo era un perredeísta auténtico. Un roble, como Clemente Pérez, Librado Santana y Marión Pérez Heredia. Pero el desencanto se adueñó de él cuando se sintió traicionado en un proceso de elección interna. Como secretario de organización, en Pedernales, lo denunció a la dirección nacional. Jamás recibió respuesta. Renunció sin vuelta atrás.

Camilo, disfrutando de una cerveza.
Camilo, disfrutando de una cerveza.

El oficialista Partido Reformista de Balaguer lo captó. Un golpe de bolsón para el PRD. Le prometieron el nombramiento como gobernador de la provincia. Y lo aceptó. Pero los dirigentes “coloraos” también le jugaron sucio. Le hicieron saber al Presidente que a él no le interesaba el cargo. El eterno guardián del mandatario, mayor general Luis María Pérez Bello, confirmaría luego el mensaje desvirtuado para bloquear el decreto de designación.

El padre de Diana, Andrés, Mary, Marcia, Rosmery, Maribel, Norma, Edy, Tito y Fidel, falleció el 27 de marzo de 1989, a los 71 años.

Camilo es uno de los grandes olvidados de Pedernales, a donde llegó pequeño desde de Trujín (Oviedo), provincia Independencia.

Su historia de lucha política y, como guardia, su celoso cuido de la Isla Beata, sin matar presos políticos ni involucrarse en mafias de piratas modernos, parece que fue sepultada junto a su cuerpo frío en el cementerio del pueblo.