Estar en casa es verte en muchas otras. Tu casa no es una moneda. No vive de sí misma. Es parte de un tejido adiposo. Puedes encaramarte en tu cama como un rey recién designado o ver tu mesa con los ojos de un faraón que puede pensar qué bien le quedó la pirámide. Pero también hay un mundo detrás de la puerta que te columpia. Pronto tendrás que decidirte si hasta la esquina o después, si caerás por allí o por allá, de si compras algún aguacate o mejor te llevas un mango del frutero en la calle Santiago.

Tu casa es un punto dentro de millones. Si no puedes llegar a otra casa, la tuya será una suma de cuadriláteros, un ejercicio de estudiante Bauhaus. Será cama y mesa, como diría el filósofo brasileño Roberto Carlos. Si junto a la tuya no hay otra mesa donde te conviden, un librero que te hale por el cuello, una pintura o una fotografía de esas que compiten con la sonrisa del mismo dueño que te convida, entonces vivirás en una vitrina.

Una casa comienza con “un sírvete”. Eso lo descubrió César Vallejo. Te reflejas, dialogas, siempre hay un tú, una apuesta por otras voces, por donde a veces se cuela alguna palabra tuya, un retrato que en un instante deberías enmarcar para que no se oxide en la maleta, con maleta y todo.

Lo que me vincula a Santo Domingo con mis gatos. Ellos son los últimos sobrevivientes de un naufragio que cesará, porque tampoco se puede exagerar con la subversión de las leyes naturales. Siempre lamenté no haberle puesto nombre, y ahora que lo hago, porque la Clínica Veterinaria de la UNPHU me lo exige, me siento tan culpable como el capitán del Titanic.

De tener visible lo último antes de que la isla se hunda, pondría a mis gatos, los de los mis amistades, y claro que también a los perros, cotorras y hasta lagartos, para no hablar de todas las plantas imaginables en el patio y en sus tarros, sin olvidar algunos álbumes de fotos, porque con ellos será más llevadero el Reino de los cielos. Amén