Jane Austen (1775-1817) contemporánea de Walter Scott y de Ann Radcliffe (ésta última, clásica de la novela gótica), no responde en absoluto al modelo romántico. Su capacidad de penetración, agudeza e ironía, pero sobre todo su sentido del equilibrio, la distancian del melodrama o la tragedia. Publicada en 1815, Emma, la única entre sus novelas firmada con su propio nombre, nos instala en el universo provinciano de Bath, ciudad cercana a Londres. La protagonista es una joven inteligente, culta y talentosa que vive sola con el padre. Su institutriz, quien había ejercido de madre, se marcha para casarse. Sin este referente, Emma intenta reinventarse con un propósito que cumplir; este es el punto de partida del relato.

Lo que importa en la novela es la función del matrimonio como institución, el dinero, y el lugar de la mujer en la sociedad. No se trata de Emma, que basa su seguridad en la fortuna familiar, en los orígenes del apellido, en el prestigio y arraigo en la localidad que le permiten manifestar que no desea casarse. Así le dice a su amiga “…nunca seré una solterona pobre; y la pobreza es lo que hace la soltería impopular para la mayor parte de la gente”. Distinta es la situación de las huérfanas sin fortuna, o de las hijas, llamadas naturales, que se educan en instituciones benéficas y crecen con el estigma de un oscuro origen, lo que les impide aspirar al matrimonio. Tal es el caso de la hermosa y dulce Harriet a quien Emma adopta como pupila, empeñada en pulir su carácter y en prepararla para que se case con alguien superior capaz de apreciar sus cualidades morales.

Emma no acierta en ninguna de sus empresas, ya que al pretender atraer un candidato para su amiga provoca un lamentable caos. Esto no significa que no posea otras virtudes, al lado de sus defectos, que la institutriz no pudo corregir por haberla mimado en exceso. Porfiada y caprichosa, se empeña en someter a su pupila dentro de un deber ser de las cosas y una moral, por encima de las normas y las jerarquías sociales. Tales falencias nublan su inteligencia, haciéndola descender hasta el ridículo.

Pero Emma cuenta con la simpatía de amigos como Mr. Knigthley, su cuñado, un hombre inteligente, sensible y de buena posición, dieciséis años mayor que ella. Él le señala sus errores y le exige una altura moral que implica enmendarlos. Este espíritu superior, en quien confluyen las cualidades que ella admira, se convertirá en su esposo.

Lo que al final nos plantea Emma es cómo educar a la mujer. Si para la cultura española el referente fue La perfecta casada, de Fray Luis de León, para el mundo anglosajón de Jane Austen fueron las lecciones morales de la francesa Madame de Genlis, tutora de los hijos de Luis Felipe II de Orléans. Esta se anticipó a los más modernos métodos de enseñanza y llegó a ser muy admirada por los lectores británicos. Sus libros están repletos de enseñanzas morales y teorías, que expuso en obras como Adelaida y Teodoro, que Austen cita como modelo. Basada en principios de Rousseau al que, sin embargo, se cuestiona desde puntos de vista conservadores, esta autora nos permite entender los planteamientos de Emma, su defensa del sistema social y de los rígidos códigos que separan a los seres cultivados de las personas sin una educación refinada. El propósito de Austen era también que sus lectoras aprendiésemos a querer a las mujeres por su nobleza, más que por sus orígenes.