Los nombres, en otro tiempo respetados, reverenciados y hasta temidos, de Emilia Jimenes, Amelia Rodríguez y Ceferina Calderón han caído en el olvido, a pesar del liderazgo ejercido en su época por sus portadoras. Estas mujeres, que vivieron en la Línea Noroeste a caballo entre los siglos XIX y XX, capitalizaron el prestigio social y político de sus familias, y lejos de refugiarse en su torre de marfil doméstica, se fundieron con el conglomerado del que formaban parte e intervinieron de muy diversas maneras en la política, la economía, la sociedad, trascendiendo los roles asignados a su género.
El contexto
“No me queda duda de que tu criterio con respecto a Doña Emilia es el acertado. No hay que descuidarse con ella. Lo prudente es vivir con el arma al brazo, como si en el momento siguiente hubiese de ser asaltado”. Quien firma esta carta es Ulises Heureaux, y el objeto de sus suspicacias, Emilia Jimenes. La misiva, fechada el 3 de diciembre de 1898, se dirige al gobernador del distrito de Montecristi, Miguel Pichardo. Nos hallamos en las postrimerías del régimen de Heureaux (1887-1899). En el mes de junio se había producido la fracasada expedición del barco Fanita, comandada por el hermano de Emilia, Juan Isidro Jimenes, y concebida para derrocar al gobernante. Conociendo a la montecristeña, el tirano tenía sobradas razones para estar alarmado.
El 25 de junio de 1906 otra correspondencia advierte contra las actividades políticas de otra mujer. Esta vez se trata de Amelia Rodríguez, de Dajabón, y el gobernante de turno es Ramón Cáceres, que la califica como “una de las principales sostenedoras de los rebeldes” y ordena a Ricardo Limardo, delegado del Gobierno en Montecristi, alejarla de la Línea Noroeste. Esta comunicación menciona también a Emilia Jimenes. En determinado momento ambas fueron confinadas por Cáceres en San Francisco de Macorís.
Los confinamientos y destierros de opositores eran prácticas recurrentes en momentos de turbulencia para alejar a estos de su medio natural. Hubo otras medidas mucho más censurables, como las ejecutadas durante la llamada “pacificación” del noroeste, emprendida por Cáceres para sofocar las insurrecciones que se sucedían en esa parte del país. A fin de evitar que los linieros y las linieras abastecieran a las guerrillas, se dispuso la concentración de personas y animales en determinadas poblaciones, la eliminación del ganado libre y la destrucción de los sembrados, lo que agravó la consuetudinaria pobreza de la zona.
Y es que Emilia Jimenes, Amelia Rodríguez y Ceferina Calderón vivieron en una época muy convulsa. Entre 1880 y 1916 los caudillos locales protagonizaron constantes revueltas en la Línea Noroeste, aprovechándose de la debilidad del poder estatal en ese territorio tan alejado de la capital y tan próximo a la frontera haitiana. Al enquistamiento del caudillismo contribuía la pobreza imperante en un ámbito rural árido, poco propicio para la agropecuaria y con unos jornales muy deprimidos. El historiador Rafael Darío Herrera, autor de magníficos libros sobre el caudillismo y la Línea Noroeste, recoge un dato revelador de la depauperación del campesinado liniero: el jornal diario era de 25 centavos mientras que en las zonas cañeras del país pasaba de 70. El propio presidente Cáceres, en un mensaje al Congreso en 1906, menciona el factor de la desigualdad: “Si la riqueza estuviera más repartida, sería mayor el número de los interesados directamente en que el orden no se interrumpiese”.
Los jimenistas o partidarios de Juan Isidro Jimenes, llamados popularmente bolos, y los partidarios de Horacio Vásquez o coludos se pasaron los primeros años del siglo XX peleando. Y estas mujeres debieron perderse pocos de esos pleitos. El historiador y biógrafo Rufino Martínez se refiere en su Diccionario biográfico-histórico dominicano, 1821-1930 al grado de implicación de las mujeres que respaldaban a los bolos (conocidas como bolitas): “La jimenista se daba en cuerpo y alma a la consecución del triunfo, y no dormía si la labor de conspiración la reclamaba; sacrificaba sus bienes económicos; se le daba un pito ser confinada o expatriada, y hasta se iba a los cantones con una carabina a pelear en habiendo ocasión para ello”.
Dado que las mujeres de la Línea Noroeste, baluarte del jimenismo, participaban activamente en las revueltas y conspiraciones, no fueron exceptuadas de las medidas gubernamentales para combatirlas. Una resolución del mencionado Limardo, del 20 de septiembre de 1906, ordenaba apresar a “toda mujer, sin distinción de clase, sorprendida traficando con cápsulas [balas]”. La expresión “sin distinción de clase” suponía una advertencia a las damas de la oligarquía noroestana, aunque parece que se quedó en amenaza pues no consta su encarcelamiento. En la misma línea, un decreto gubernamental de esa época prohibía exceptuar a las mujeres de las penas de destierro y fusilamiento.
Emilia Jimenes
Emilia Jimenes (?[1]-1945), hija y hermana de presidentes, amplificó con su carisma la ascendencia social que favorecían tales parentescos. De su “poderosa personalidad” dan cuenta Rufino Martínez y la tradición oral. Su padre, Manuel Jimenes, fue el segundo presidente del país; su hermano, Juan Isidro, además de ostentar un gran liderazgo político, fundó la pujante Casa Jimenes, una empresa trasnacional cuyo principal renglón fue la exportación de campeche y otras maderas, que constituía la base de un negocio diversificado donde tenía participación Emilia, que era además propietaria de tiendas, fincas, ganado… y del acueducto de Montecristi. Cuando en 1890 falleció su esposo, Emilia quedó a cargo de los negocios de este.
Languidece en esa ciudad, en completo deterioro, su lujosa residencia importada por piezas desde Francia, cuyo sótano debió alojar a algunos de los numerosos trabajadores haitianos que servían a esta señora y a los que, según la tradición oral, intentó proteger de las garras de Trujillo cuando se produjo la horrenda matanza de 1937. Se había criado en Haití, por lo que estaba muy familiarizada con la lengua y la cultura haitianas.
A finales del siglo XIX, Montecristi se convirtió en un lugar frecuentado por los independentistas cubanos, especialmente cuando Máximo Gómez fijó allí su domicilio. A esta ciudad acudió José Martí en tres ocasiones. Otro visitante extranjero de talla continental fue el pensador y pedagogo Eugenio María de Hostos. Con ellos debió confraternizar Emilia Jimenes, dado que su residencia era parada ineludible de las personalidades que llegaban a la ciudad.
Por sus actividades políticas y su apoyo al jimenismo, sufrió confinamiento en distintas ocasiones, lo cual no parece que hiciera mella en su carácter. A algunos guerrilleros que combatían en favor de Jimenes le unía un parentesco directo, como era el caso de Demetrio Rodríguez, sobrino político. Emilia Jimenes estuvo implicada en la revuelta de presos que se produjo el 23 de marzo de 1903 en la fortaleza Ozama, donde estaban encerrados muchos jimenistas. Ese acontecimiento provocó la caída de Horacio Vásquez (que a su vez había tumbado meses antes al gobierno de Juan Isidro Jimenes, del que era vicepresidente), pero, en lugar de Jimenes, el que salió favorecido fue el antiguo lilisista Alejandro Woss y Gil. La sucesión de revueltas, guerras, golpes de Estado, virajes políticos y lealtades cruzadas hizo de esos años una contienda interminable para repartirse los beneficios del poder y mantener las redes clientelares. Y el de 1903 fue un año especialmente agitado.
Determinar con exactitud en qué consistió la implicación de Emilia Jimenes en ese hecho supone aventurarse demasiado. Algunos autores sostienen que financió ese movimiento, mientras que Jacinto Gimbernard va más allá: “Nos refieren personas mayores que este audaz golpe fue urdido por una mujer: Emilia Jiménez Vda. Rodríguez, dama de gran prestigio e importancia en la política, quien financió y elaboró los detalles que culminaron en este trágico día”. Trágico porque los combates que se sucedieron se saldaron con gran número de víctimas de ambos lados. Es muy probable también que Emilia apoyara con todos los recursos a su alcance la invasión del Fanita, pero su rol político apenas está documentado.
Amelia Rodríguez
De no ser por algunas referencias que aparecen en los libros de Rafael Darío Herrera, Amelia Rodríguez estaría hoy en el más completo olvido. Este historiador, que la menciona entre los principales propietarios de alambiques y fincas de caña en 1904 en Montecristi, afirma que hizo causa común con los haitianos que lucharon contra la intervención norteamericana de 1915, y que por tal motivo el segundo gobierno de Juan Isidro Jimenes ordenó su expulsión del país (¿se llegó a ejecutar?). Y todavía Rafael Darío Herrera me iluminó más el rol político de esta señora al mostrarme una carta del gobernador de Montecristi al secretario de Interior y Policía (16 de octubre de 1915) que incluye un revelador párrafo sobre su involucramiento en la política haitiana: “… desde que los americanos intervinieron en los asuntos de Haití esa señora no se inmiscuye en ellos, habiéndose dado perfecta cuenta de que con ello perjudicaría nuestros intereses”.
En febrero de 1916 Amelia Rodríguez seguía sin suponer una amenaza para los intereses del presidente Jimenes dado que la correspondencia revela buenas relaciones entre ambos. En una carta de impecable redacción y ortografía (inusual en las peticiones que recibían los presidentes), además de una asignación para su hijo, le solicita ayuda a Jimenes con los trámites de exhumación de su esposo[2] y desliza la posibilidad de otra asignación para ella. Una carta de Jimenes a su secretario de Estado de Fomento lo instruye por esas mismas fechas para que acoja otra petición de Rodríguez para nombrar a un familiar.
Un número de la revista Horizontes de América del año 1971 no ahorra calificativos a la hora de definirla: sagaz, conciliadora, honesta, humana, firme, etc., y destaca su mediación entre el cacerista Ricardo Limardo y el caudillo Mauricio Jiménez. A esa habilidad para conciliar, y conspirar, debía temerle Cáceres, pues en la mencionada carta de 1906 le indica a Limardo que evite que se hospede en casa del gobernador de Santiago. En similar sentido, dice de ella Rufino Martínez que era “entendida en conspiraciones, como el más ducho político” y que al ser “liniera de pura cepa”, era “muy aficionada a las actividades propias de los hombres”. Obsérvese el paralelismo que establece este autor entre ser liniera y salirse del rol asignado a su género.
Esa afirmación evidencia lo chocante que resultaba hasta muy entrado el siglo XX la participación política de las mujeres. En 1903, el escritor y periodista José Ramón López fustigaba en un cuento a las mujeres políticas, a las que consideraba un castigo divino: “… porque la dulce y suave esposa, la tierna e inocente hija, la hermana cariñosa y buena, se les han convertido en arpías políticas, en soldados con faldas que no disparan carabinas, pero echan maldiciones y, con la faz congestionada por el odio, desean la muerte a todo aquél que no sea partidario de un hombre que no es su marido, ni su padre, ni su hermano”. Todavía abundaba más en una nota, diciendo que eran un “elemento de disolución en la familia dominicana”. Esa opinión reflejaba el sentir general, y desde la prensa se vertían críticas similares.
Ceferina Calderón
Otra prestante dama que jugó fuerte en política fue Ceferina Calderón (1833-1919). Tan alargada era su sombra que ocupa casi toda la entrada que, en su diccionario, dedica Rufino Martínez al cónyuge, el terrateniente Juan Chaves. Apenas deja tres líneas el historiador para referirse al nacimiento, muerte y ocupación de este, del que dice algo muy significativo: “Hizo algo más, que fue unirse en matrimonio a Ceferina Calderón, la mujer que representó en más alto grado el vigor varonil de la liniera, aunque nacida en Santiago”. Sus palabras no pueden ser más reveladoras: afirma que tenía en la Línea “el carácter de un prohombre” y “mayor prestigio que todos los hombres de armas de su comarca; un llamamiento suyo congregaba en un instante centenares de individuos con sus armas”.
Su influencia se irradiaba desde su hacienda de Guayacanes a toda la Línea Noroeste y llegaba a la capital, pues se carteaba con los presidentes y les prestaba dinero. Magnífica anfitriona, su hogar acogía, como el de Emilia Jimenes, a las autoridades en sus visitas al noroeste. Por allí pasaron Buenaventura Báez, Ulises Heureaux, y también Máximo Gómez y José Martí. No desdeñaba ninguna tarea de las que se consideraban impropias de mujeres: manejaba el machete y el revólver, dirigía a sus peones en los trabajos agrícolas y no rehuía las galleras (los gallos de los Chaves gozaban de reputación). De nuevo se le agradece el dato a Rufino: “… doña Ceferina necesitaba satisfacer los reclamos de su temperamento, dirigiendo personalmente los trabajos de los hatos y los terrenos cultivados. Los días de gallera concurría llevando consigo onzas de oro para apostar a los gallos de su preferencia”. Un perfil similar al que conocemos de Emilia, que destacaba también por su arrojo: en posesión de ciertos conocimientos médicos, atendía partos, asistía a enfermos y heridos cada vez que la ocasión lo requería, y hasta ejercía de veterinaria.
A Ceferina la cita Martí en los apuntes que escribió durante su visita a la República Dominicana, en la entrada correspondiente al 19 de febrero de 1895. El héroe nacional cubano reparó en su arrolladora personalidad: “… de Ceferina por todo el contorno es la fama y el poder… habla con idea y soltura, y como si el campo libre fuera salón, y ella la dueña natural de él. … a brío de voluntad, ha puesto a criar la tierra ociosa, a tenderse al buniatal, a cuajarse el tabaco, a engordar el cerdo. … En la sala porcelanas, y al conuco por las mañanas. … Su conversación, de natural autoridad, fluye y chispea. … está diciendo, en una mecida del sillón: 'Es preciso ver si sembramos hombres buenos.’”. Y recogió sus palabras de condescendencia hacia los más desfavorecidos: “Al pobre, algo se ha de dejar, y el dividivi[3] de mis tierras, que los pobres se lo lleven”.
Así la retrata Emilio Rodríguez Demorizi (Martí en Santo Domingo): “mujer inteligente, dotada de cierta cultura, ejerció grande influencia en nuestras guerras civiles”. Y Rufino Martínez afirma que en el hogar de Ceferina se gestó el movimiento que derrocó a Buenaventura Báez en 1873. Otro hecho a destacar de los pocos que han llegado hasta nosotros es el auxilio que prestó en agosto de 1863, justo al inicio de la contienda restauradora, al brigadier español Manuel Buceta cuando este irrumpió en sus tierras perseguido por Benito Monción y Pedro A. Pimentel, que no osaron desafiar la autoridad de esta dama.
De nuevo, es un rastro epistolar el que nos alumbra sobre la relevancia de estas mujeres. El 16 de febrero de 1887, Ulises Heureaux le reclama a Ceferina que no le escriba y le pregunta si ha cometido alguna falta, para él mismo responderse: “Algo debe de haber”. Menciona que la ha felicitado por el año nuevo y le ha explicado las razones que lo llevaron a aceptar el poder, sin obtener respuesta. De existir un motivo de fricción, en abril de 1888 parecía haberse superado pues en otra carta Heureaux se refiere al reclamo que ella le hace ante la falta de visitas.
Con Ulises Heureaux mantuvo, pues, estrechas y cordiales relaciones, aunque en algún momento debieron agriarse ya que Ceferina Calderón se vio obligada a proteger a su yerno, el periodista Eugenio Deschamps, pertinaz opositor del tirano. Ana Balbina, esposa de Deschamps, a quien Heureaux mandaba emotivas cartas en 1888, sufría ya en 1893 en carne propia las arbitrariedades de este, que le impidió desembarcar en el país (medida que motivó la publicación de una descompuesta carta por parte de Deschamps desde el exilio), y después de esa afrenta no se puede pensar que las relaciones entre Calderón y Heureaux continuaran en buenos términos. Tras el ajusticiamiento de este, Ceferina retuvo en Guayacanes a uno de sus lugartenientes, el gobernador Perico Pepín, para cerciorarse del bando que este tomaba.
No sabemos si Deschamps, que hizo gala en diversos artículos periodísticos de la superioridad masculina, sosteniendo que las mujeres debían ceñirse al espacio hogareño, y llamó marimachos a las que osasen cruzar esa gruesa línea, hubiera incluido a su suegra en esa categoría. Escribía en 1898: “Deduzco sin reservas que la mujer nació exclusivamente para ser mujer del hombre, para cuidar de la casa y para tener y criar muchachos (…) El día en que la mujer adquiriera el nobilísimo derecho de ser un marimacho, sonaría la última hora de las sociedades humanas”.
En marzo de 1903, Ceferina Calderón recibió del Gobierno de Horacio Vásquez, el mismo contra el que Emilia Jimenes conspiraba, la orden de expulsión a Puerto Rico —previamente había sido confinada junto con su esposo en Santiago, La Vega y Samaná—. La comunicación aclaraba que el esposo debía permanecer en el país, en calidad tal vez de rehén, lo que habla de la preponderancia que en ese matrimonio tenía la esposa.
Olvidadas por la historiografía
Aunque probablemente no pretendieron romper esquemas de ningún tipo, ni mucho menos defender reivindicaciones femeninas, lo cierto es que, con sus hechos y actitudes, estas tres señoras visibilizaron entre sus contemporáneos otras maneras de ser mujer, alejadas del consabido estereotipo.
Aún perdura su recuerdo en sus comunidades: todavía una anciana montecristeña recuerda a una Emilia Jimenes muy entrada en años tocando el acordeón, una elección nada femenina para la época y muy indicativa de su personalidad.
La tradición oral ha sido menos parca que los historiadores, aunque se ha centrado en lo anecdótico y ha marginado el rol político. El liderazgo de estas mujeres no se corresponde con su escasísima presencia en la bibliografía; ni siquiera merecieron una entrada en el diccionario de Rufino Martínez, aunque este es el autor que más y mejor ha abordado su participación en la esfera política. Es hora, pues, de sacarlas del pie de página y delinear con trazos firmes esa proyección política que nos ha llegado tan desdibujada.
[1] Desconfío de la fecha de nacimiento que aparece en la mayoría de las fuentes, 1837 (que consta en una partida de nacimiento), pues no casa con su trayectoria vital. Debió nacer a principios de la década de los 50, como sostiene Olga Lobetty, aunque omite su fuente. La Sra. Lobetty sostiene que hubo dos hermanas con el nombre de Emilia, Isabel Emilia y Emilia Altagracia.
[2] Leoncio Roca había muerto en San Pedro de Macorís en 1904, peleando al lado de Demetrio Rodríguez. Amelia pretendía llevar sus restos a la Línea.
[3] Los frutos del dividivi o guatapanal se utilizaban para curtir y teñir pieles.