En 1887, un año antes de la edición de Azul, Rubén Darío publica en Valparaíso la novela Emelina, que firma con Eduardo Poirier, escritor, diplomático y traductor chileno. La obra está dedicada al acaudalado banquero Agustín Edwards editor de la revista El Mercurio de Valparaíso.

En el prólogo los autores emulan las novelas por entrega de los folletines confesando sus circunstancias, lo que me parece muy importante; afirman que obra no es el resultado de una “visión directa”, sino de recuerdos de las cosas “vistas en los libros”. Es decir, se adhieren a una cultura de tradición que pone en evidencia las inclinaciones de la intelectualidad americana.

Respecto a sus filiaciones, se confiesan deudores de la inglesa Marie Louise Ramé, quien firmaba con el pseudónimo de Ouida y alcanzó gran celebridad a mediados del siglo XIX, con novelas románticas y dramáticas; reconocen también su deuda con Stendhal, George Sand y, sobre todo, con la novela En 18…, de Edmond Goncourt, ambientada en el París de 1885, ya una atmósfera próxima de la belle époque; descartan, en cambio, aquellas obras realistas de Zola, a su juicio, poco recomendables para “alguna lectora tan discreta como hermosa”. Es decir, ni realismo ni naturalismo, sino más bien un híbrido del romántico más dramático y truculento.

Emelina.

Esta novela se sitúa en Valparaíso, donde se instalan comerciantes europeos. Empieza cuando, en un incendio, una mujer sale al balcón a pedir socorro y es rescatada por un bombero, el teniente Marcelino Gavidia. Se trata de Emelina, una joven inglesa de 26 años, huérfana y sobrina del acaudalado comerciante inglés afincado en el puerto, Edmundo Darrington. La acompaña su inseparable amiga Sara, una virtuosa pianista, con quien había llegado a Valparaíso solo un mes antes del incendio. El joven Gavidia, su salvador, pertenece a una familia con abolengos, pero venida a menos, y pronto se apunta la posibilidad de un romance entre ellos.

Sin embargo, la dulce y angelical Emelina es víctima de los vicios de una sociedad corrompida por el dinero. Su fortuna se ha esfumado por maniobras de una trama corrupta, donde los matrimonios se pactan por intereses comerciales. Para comprender las circunstancias que impiden el encuentro amoroso entre Marcelino y Emelina debemos trasladarnos a Londres. El padre la obligaba a casarse con quien suponía el mejor partido, Ernesto Du Vernier, un francés que había dilapidado su fortuna en los garitos. Acorralado por las deudas, acordaba el matrimonio con Emelina para pagar con su fortuna a la red que lo extorsiona desde un garito clandestino. La prensa comenta la quiebra de la banca, los envenenamientos, las extrañas desapariciones y los asesinatos en distintas ciudades, sin que se descubra a los culpables.

Rubén Darío.

Ejemplo de derroche son las fiestas galantes de París a las que hace referencia la novela francesa. Impresiona el lujo de quienes se gastan en Europa las riquezas adquiridas en Hispanoamérica. El dinero americano circula mediante operaciones bancarias oscuras y sociedades fantasma. Los ricos dilapidan la fortuna, como ocurre en la novela ya citada de los Goncourt, o en Nana, de Emile Zola. Pero los autores ya nos han advertido que en Emelina no vamos a encontrar cocotes, sino damas nobles cultivadas y honestas. Lo paradójico es la historia trágica de la joven Emelina, que le impide aspirar a la felicidad, ya que sigue casada con el estafador y asesino de su padre.

Emelina y Sara responden al estereotipo europeo de la alta burguesía, con una educación exquisita, que bordan primorosos pañuelos e interpretan el piano con virtuosismo. Son criaturas idealizadas trasplantadas a la zona más austral de Hispanoamérica, donde los extranjeros europeos prosperan. Traen modelos de vida que, sin embargo, contribuyen a la modernización del país. Pese a su mimetismo con la cultura europea Darío y Poirier no pierden la perspectiva y aportan algunas claves, como la crítica de la corrupción de los caudillos americanos.

Pero si la novela sucumbe al deslumbramiento ante las celebraciones de la alta sociedad de Viña del Mar, se cierra con un agasajo a los novios en una finca campestre, “un pequeño edén”, un trozo de patria chilena, quizás más auténtico y verdadero, donde los dueños comparten el festejo con los trabajadores. No faltan en la celebración arpas, vihuelas, guitarras, tambores y aires de la tierra, como la zamacueca.

Ni Modernismo ni cosmopolitismo: es el americanismo de un Darío demasiado joven, que empezaba la que sería una brillante carrera literaria deslumbrado por la cultura europea, pero con intención de afirmar una identidad cultural hispanoamericana, inquietud debida a su maestro, Francisco Gavidia, que lo puso en contacto con la tradición occidental, pero también a la mulata Serapia que alimentó su infancia de leyendas tradicionales de su tierra fantásticas y terroríficas.

Consuelo Triviño Anzola en Acento.com.do

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