Libre, sin dolo o miedo o servidumbre,

ella, la luz descalza y pensativa,

por siempre impartirá su decisiva

orden de amor al ser en su quejumbre.

(Rafael Valera Benítez / La luz descalza)

Elegir la luz. Portada.

Rafael Valera Benítez (Santo Domingo, 1928 — Ibíd., 2001), transitó por los caminos de la poesía eligiendo siempre la luz aunque hablara de las cosas terribles de la vida como la muerte, la soledad, la perdida. Tal como señala Pedro René Contín Aybar en «La invención poética», texto introductorio de Trío, publicado por Valera Benítez junto a Máximo Avilés Blonda y Lupo Hernández Rueda en 1957 y que inaugura la colección «El Silbo Vulnerado»:  «La tónica de la poesía de Rafael Valera Benítez es la luz, el deslumbramiento». Y es que desde el título de ese primer libro, La luz descalza, Valera Benítez comienza a fundar su imaginario en el que la luz representa lo sagrado, lo que no tiene mácula ni maldad: esa «luz descalza y pensativa» que conforta al ser en medio del dolor.

A partir de ese plaqué de diez sonetos, que sería publicado más adelante junto a las Elegías, se comienza a configurar ese discurso en el que la luz, como representación de la vida, del amor, de la pureza está siempre presente aunque el sujeto que poetiza esté transido por los embates de la vida misma. En estos sonetos se denota la maestría deslumbrante que poseía y, que a decir de Enriquillo Sánchez, «junto a los contados sonetos de Franklin Mieses Burgos, son los mejores sonetos dominicanos». Transcribo El hijo del amor, soneto que para mí resume esta visión esplendorosa y apasionada de la poesía como arma vital:

Ingrávido, el deseo me desnuda,

me da su plenitud, me torna huraño,

tan gozoso de siempre como antaño

el mar en su belleza testaruda.

 

Yo sigo su esplendor: me da su ayuda

con terrestre dulzura de rebaño,

de modo tan radiante, tan extraño,

que el área del amor deviene ruda.

 

Soy todo de pasión en la medida

del tiempo enamorado, sin salida

entre el alba y la noche suspirando.

 

Entonces doy por puro lo que tengo,

y miro, sin saber de dónde vengo,

todo mi cuerpo en el amor temblando.

Es en Los centros peculiares [1949 – 1961], publicado en Buenos Aires en 1964, donde aparecen, ya de manera explícita y contundente, los dos grandes motivos, amores, que sostienen su poesía: la amada, idealizada y perfecta, y que en ella se representa a la creación; y la patria, pobre y oprimida. En palabras de Lupo Hernández Rueda «es un amor obsesionante, que está enraizado en la medula del hombre que es el poeta».

Rafael Valera Benítez fue un poeta comprometido, y este compromiso le costó estar preso en La 40 por su militancia antitrujillista y sufrir persecución y exilio por su actuación como fiscal en el juicio contra los asesinos de las hermanas Mirabal. Tal como escribe en la solapa de los libros de la colección «El Silbo Vulnerado», que es una especie de manifiesto de la Generación del 48: «El auténtico rol del hombre intelectual y artista se compadece sólo con una actividad creadora orientada en función de su tiempo y de su medio».

Y así asumió Valera Benítez este compromiso patriótico, no solo desde la militancia política o desde las posiciones públicas que ocupó, sino desde su poesía, influenciada notablemente por Pablo Neruda, Miguel Hernández, Octavio Paz y Rosamel del Valle, en la que cantó a la patria oprimida y vejada, por propios y extranjeros, en un tono dramático y oscuro, pero en el que sigue presente la luz que devuelve, a la patria amada, un aire de dignidad a pesar de todos los esfuerzos por arrebatársela.

Cierro este texto introductorio con la dedicatoria de la  «Cantata número 5», incluida en Canciones australes: «A Santo Domingo, mi ciudad natal, sitiada en 1965 por 42.000 forajidos imperialistas mientras yo, a miles de kilómetros, no podía empuñar un fusil para defenderla». Notable es en este texto, y en su dedicatoria, el desasosiego que causa en el poeta, en el militante, en el patriota la circunstancia de no estar en el terruño amado para defenderla de quienes osan mancillar su honor.

Rafael Valera Benítez es, sin duda, el dueño de uno de los registros más interesantes de la poesía dominicana del siglo xx al que deberíamos volver con detenimiento para ser deslumbrados por la luminosidad que vive entre sus versos.