“No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.”
(Fragmento de Tabacaria )
Fernando Pessoa
Un viaje, un anhelo compartido, nos llevó a las tierras de Portugal. Nuestro periplo comenzó en su capital, fundada en la desembocadura del río Tajo. Cuentan las leyendas que fueron los fenicios quienes la bautizaron como Ulissipo. Sin embargo, los griegos sostienen que fue el mítico Ulises quien la erigió, dándole el nombre de Olisipo, un nombre que los romanos respetaron cuando la hicieron capital de Lusitania.
Luego, los visigodos la llamaron Olisibona, y los musulmanes, Al Usbuna. Finalmente, se convirtió en la Lisboa que conocemos hoy. Cada nombre, cada cambio, es un retumbo de su historia, una confidencia de las civilizaciones que la han fundido. Cada piedra, cada calle, es una frase en la biografía de su existencia. Y nosotros, simples viajeros, caminamos por la fortuna de poder leerla.
Todavía resuenan en mi memoria, como un eco dulce y persistente, las melodiosas voces de mi abuela y mi madre. Desde mi más tierna infancia, las escuché entonar a capela el emblemático fado de Amalia Rodríguez, "Lisboa Antigua". Más que una simple canción, una declaración de amor apasionada y profunda hacia su ciudad natal, su cultura y su historia.
En mi imaginación de niño, esa melodía tejía una silueta de ensueño, como si de un cuento medieval se tratase, grabado en mi memoria. La suave tristeza portuguesa, tan característica y conmovedora, se deslizaba en cada nota, y palabra, envolviéndome en un abrazo melódico que aún perdura.
Han pasado treinta y cinco años, un largo suspiro en el lienzo del tiempo, desde que mis pies, por última vez, transitaron sobre las calles de la ciudad. El reencuentro con ella fue como retornar a ver un viejo amigo, un abrazo lleno de nostalgia y alegría. Lisboa, la ciudad de amaneceres con promesas de asombros, te acoge en la amalgama de sus siete colinas, como una dama que disimula sus arrugas con el carmín de sus labios, que se resisten a olvidar. Lisboa, aristócrata decadente de sueños y saudades, es una trova a la historia entre el rechinar de los tranvías, el dulzor del pastel de nata y el inconfundible sabor de su bacalao. El Monasterio de los Jerónimos, joya de la arquitectura Manuelina, y la Torre de Belém, majestuosa como siempre, desafían al río Tajo y al implacable paso del tiempo, en un eterno duelo de belleza y tenacidad.
Desde su atalaya, el Castillo de San Jorge sigue vigilando la ciudad, como un guardián eterno que protege el muelle y rinde homenaje a los valientes marinos portugueses de la era de los descubrimientos. La ciudad, con su belleza lacónica, es un poema escrito en las páginas del tiempo, una melodía que resuena en cada rincón, en cada piedra, en cada nota melancólica del aire.
Las calles, cuyos adoquines desgastados por el paso del tiempo, murmuran historias de días pasados como un rumor de brisa entre las hojas. Al recorrer el empedrado geométrico, se navega sobre una obra maestra, un testimonio de la habilidad y la creatividad de los artesanos que lo plasmaron. Los mosaicos de calçada son un regalo a la urbe, un presente para el mundo, un recordatorio del poder del ingenio para conectarnos con los sentimientos.
Los azulejos, en un derroche de color, representan escenas llenas de gracia y genialidad. Santos y ángeles, flores, pájaros, y episodios de la historia, interpretados con pinceladas maestras. El eco de las risas, las conversaciones en los parques, los sueños compartidos, se elevan como las notas de una viola que resuenan en el entorno. La metrópoli, aunque transformada, conserva su esencia, su ánimo, su encanto inmutable. Una bienvenida de brazos abiertos, como si el tiempo se hubiera detenido.
La capital del Tajo ha cambiado, ha crecido y evolucionado, como un ser vivo, probablemente como lo hemos hecho nosotros. Los muelles del río se han transformado en vibrantes centros culturales, y nuevos barrios han surgido, llenos de vida y energía. Sin embargo, a pesar de su modernidad, la ciudad no ha perdido su alma. Los viejos cafés, las tiendas de cerámica, los mercados de frutas y flores, todo sigue allí, como la Lisboa que recordaba.
En la icónica plaza de Chiado, se yergue el Café A Brasileira, un espacio donde las voces del pasado y del presente se entrelazan en un diálogo sempiterno. Sus cerámicas de tonos verdes y dorados, junto con su interior de madera oscura y espejos antiguos, son testigos silenciosos de la rica tradición de saborear una bica, como los locales denominan al grano tostado y molido que despierta los sentidos. Este café es un faro para poetas, artistas y soñadores. Aquí, entre el aroma de la infusión etíope recién colada y el bisbiseo de las conversaciones, han surgido ideas, se han declarado y desvanecido amores, se han compartido sueños. Aquí, la vida se despliega.
Me senté junto al esquivo poeta, está en la entrada, la estatua de Fernando Pessoa, como un perpetuo guardián silencioso, eterno y solitario, secretario, traductor, de biografía velada y amores escuetos, con su sombrero de ala ancha a media asta y bigote de pagoda china. Sumido en sus pensamientos, tras sus gafas redondas, su mirada parece perdida en la distancia, como si estuviera contemplando un mundo invisible para los demás, repleto de palabras, y versos, y sueños y reflexiones. Su presencia, casi mágica, parece dispuesta a levantarse en cualquier momento, tomar su pluma y comenzar a escribir uno de sus inolvidables poemas. La textura del bronce, desgastada por el paso del tiempo y el tacto de miles de manos, añade un toque de autenticidad e historia a la escena. La posibilidad de multiplicarse y dividirse en distintas personas, en distintas personalidades, es el legado de Pessoa.
Me espetó: "No recuerdo tu carta astral, heterónimo, ¿Quién eres?" Le contesté: "Soy quien deseo ser". "Cambia de itinerario, ve a mi casa", me sugirió. "¿Sabes? Han hecho un museo y han expuesto mis secretos al público", esbozó una sonrisa y comentó: "pero esos no son los más importantes. ¿Crees que podrías descubrirlos?" Me preguntó irónicamente. Más que una invitación, fue un reto que aceptamos de inmediato.
En Campo de Ourique, se encuentra la Casa Fernando Pessoa. Un sentimiento de asombro y reverencia me invade, como si estuviera en un santuario dedicado a la palabra escrita. El recorrido se inicia en el tercer piso, donde una máquina de escribir, instrumento de labor incansable y flagelación creativa, dio vida a más de 100 heterónimos, cada uno con sus descripciones y cartas astrales: Alberto Cairo, Álvaro de Campos, Ricardo Reis y Bernardo Soares, este último con una personalidad muy similar a la del propio Fernando Pessoa.
Es un espacio onírico, un universo paralelo donde las múltiples personalidades del poeta cobran vida y se materializan ante nuestros ojos. Al final del pasillo, la sala de los espejos ofrece una experiencia inmersiva, un intento de descubrir tu propio segmento heterónimo amplificado. Es como si cada reflejo en los espejos fuera una invitación a explorar las distintas facetas de nuestra propia identidad, nuestros fragmentos de la conciencia inspirados por la genialidad polifacética de Pessoa.
En el segundo nivel, bajo la luz tenue que se filtra a través de las ventanas, se halla el santuario literario, la biblioteca personal de Pessoa. Se despliega el mapa de su genialidad. La presencia de la literatura inglesa en las estanterías es una repercusión de su formación en Cape Town, Sudáfrica, bajo el sistema educativo británico. Los libros, con sus lomos multicolores y sus páginas repletas de palabras, parecen mascullar historias y secretos, invitando a sumergirnos en su mar de pergaminos y tinta. Melodías irreverentes que se reciclan inmutables en el pensamiento. Embebido en este océano de reflexiones, descendiendo hacia el primer piso, el nombre de Alisteir Crowley, destacado en letras carmesí, capturó mi mirada como un faro en la oscuridad. Se instaló en mi memoria como un bucle que se enreda en sí mismo, cada peldaño repetía ese nombre.
Al llegar al primer piso, la sección de la casa donde estaba la antigua oficina inmobiliaria, las fotografías y objetos personales, aquellos que pertenecieron a sus padres, narran las historias cotidianas de su vida familiar. Se despliega ante nosotros la sala de los niños, una instalación que florece con la exuberancia de la infancia.
Al abandonar la habitación, nos encontramos con un cofre del tesoro esperando ser abierto. Aquí, el escritor guardaba cerca de treinta mil documentos entre poemas, cartas y libros inéditos. Una réplica de su escritorio nos muestra el lugar donde Pessoa, en un día de posesión creativa, se transformó en sus diferentes heterónimos y, de pie y sin pausa, escribió más de treinta poemas en una especie de trance, día que él mismo describió como el más importante de su vida.
Un océano agitado de manuscritos, enigmas cantados por el viento surcan un cielo de papeles suspendidos en el techo, representando la tormenta creativa de los treinta mil manuscritos que habitaban el baúl. Cada uno de ellos, un universo de pensamientos y reflexiones, un faro en la inmensidad del mar literario.
Justo en la salida, mis ojos se posan sobre el piso, allí yace la carta astral del poeta. Me vuelvo hacia nuestra guía y confieso, con un eco de asombro en mi voz, "Comienzo a entenderlo todo". Ella me devuelve una mirada sabia y responde, "Pessoa se sumergió en una variedad de tradiciones y disciplinas ocultistas, abarcando desde la astrología hasta la numerología, la alquimia, la cábala y el tarot. Creía que estas prácticas ofrecían una visión más profunda de la realidad y del ser humano, y las empleaba como instrumentos para sondear la esencia del yo y del universo".
Intrigado, indago más: "¿Es esto lo que une a Pessoa con Crowley?". La guía asiente lentamente y contesta, "Sí, está vinculado con A Boca do Inferno. Hay un episodio y una relación que los entrelaza".
Aleister Crowley, esa figura cautivante y controvertida, fue un hombre que danzó en el precipicio entre la genialidad y la locura. Como un cometa encendido, vagabundeando en el cosmos de la existencia, dejó a su paso un sendero ardiente, una estela de luz y sombras. Crowley era un enigma, un laberinto cubierto por el manto del misterio, deslumbrante y fascinante a ratos, oscuro y aterrador en otros. Un hombre de profunda lucidez e incisiva intuición, pero también de instintos destructivos y practicante de la magia oscura.
Era un ocultista, un mago, un alborotador. Desafiaba los preceptos sociales y religiosos de su época, buceando en las honduras de lo desconocido, en los abismos de la existencia humana. Su ruta era un camino de autoexploración y autodestrucción, un viaje hacia la luz y la sombra de su propio ser.
El mago también era un poeta, y sus palabras resonaban con una potencia visceral y salvaje, una energía primitiva y desbocada. Sus escritos eran espejos oscuros que reflejaban la belleza y el horror de la existencia humana.
Siempre ataviado con elegancia, portaba un aura de misterio y poder, como un hechicero extraído de las más antiguas leyendas. Sus ojos resplandecientes parecían ver más allá de la superficie, hundirse en las profundidades tenebrosas del infinito. Fue frecuentemente tildado por sus detractores como el hombre más perverso de la creación, conocido como La Gran Bestia 666, una encarnación del demonio.
Pessoa, que se ganaba la vida traduciendo textos esotéricos al inglés, se topó con un error en el mapa natal de Crowley. Se lo hizo saber a través de una misiva, que el nigromante acogió con asentimiento, prometiendo que viajaría a Lisboa para conocer a Pessoa. Esta promesa marcó el comienzo de su intercambio de cartas y de una relación singular con el inglés.
El astrólogo finalmente estableció un pacto con el poeta y zarpó rumbo a Lusitania. Aún se debate el verdadero propósito de su visita. Algunos sostienen que buscaba experiencias místicas, mientras que otros argumentan que huyó de la policía, de sus acreedores, y de la acumulación de deudas.
A bordo del vapor Alcántara, Crowley desembarcó en el puerto de Lisboa un día 2 de septiembre de 1930. En el muelle, Fernando Pessoa lo esperaba pacientemente. Descendiendo del barco, agarrada del brazo del brujo, estaba Hanni Larissa Jaeger, una joven estadounidense que se hacía pasar por alemana. Fue apodada por el brujo como "Mujer Escarlata".
La pareja trazó su camino a través de Lisboa, Estoril, Cascáis y Sintra, entrelazándose con el poeta en más de una ocasión. Se murmura que fue Pessoa quien presentó a Crowley A Boca do Inferno, un escenario de belleza salvaje y agreste, donde el mar golpea con furia desenfrenada la roca, como un amante rechazado. Según los mitos, este lugar era la entrada al mismo Hades. Los locales tejen relatos de gritos etéreos, mitos oscuros, desapariciones inexplicables y muertes prematuras que han rodeado el lugar desde tiempos olvidados. Crowley quedó cautivo del hechizo de su energía, proclamando sin dudar que era una puerta astral. El día y lugar elegidos se transformaron en el escenario teatral de un enigma misterioso.
La última vez que se vio al brujo fue tras una acalorada discusión con la "Mujer Escarlata", quien abandonó al amante y solicitó protección al embajador estadounidense (revelando así su verdadera nacionalidad). Apenas un mes después de la llegada de Crowley a Portugal, desapareció sin dejar rastro. Se le vio por última vez en el hotel Miramar de Sintra, donde se hospedaba con la joven.
El rastro del brujo se desvaneció, hasta que el periodista Ferreira Gomes, tras un rastreo intenso, encontró en el acantilado una pitillera que pertenecía al nigromante, y una carta con papel timbrado del Hotel Europa. En la nota, escrita a mano y en inglés por Crowley, decía:
"GP 14, No puedo vivir sin ti. La otra Boca do Inferno me engullirá, pero no será tan caliente como la tuya. Hisos Tu Li Yu."
Este último nombre, según el adivino, correspondía a su última reencarnación de un filósofo y mago chino quien había vivido hacia tres mil años. En la búsqueda de la verdad, la policía emprendió una investigación, centrando sus interrogatorios en el poeta y el periodista, figuras que parecían estar más íntimamente entrelazadas en el enigma de Crowley. Tanto los detectives como los periódicos sostenían la teoría de un suicidio, pero en los cuchicheos que recorrían la ciudad se insinuaba la posibilidad de que alguien hubiera empujado al hechicero hacia el abrazo del mar. Incluso, un médium en Inglaterra afirmó haber establecido comunicación con el espíritu de Crowley desde el más allá. Para el mundo entero, "el hombre más malvado del mundo", como lo bautizó la prensa de su país, había encontrado su final. Alisteir Crowley había logrado su ansiada desaparición, y Pessoa regresó a su universo de letras y poesía.
Semanas después, en Berlín, se descorrieron las cortinas de una exposición dedicada a la obra de Crowley. El controvertido personaje desmintió su muerte presentándose en la exposición sin previo aviso, como un espectro que regresa del olvido.
La policía volvió a interrogar a Pessoa, quien admitió la farsa. Bajo el influjo del orujo y en las tertulias de A Brasileira, ya había insinuado que Crowley tenía problemas y anhelaba ser dado por muerto. La investigación policial reveló que Hanni Larissa Jaeger había abandonado Lisboa por mar unos días antes, mientras que el mago había cruzado a España por Salamanca, para encontrarse en Alemania unas semanas más tarde. Pessoa quedó con la extraña experiencia de haber ayudado a un amigo a “desvanecerse” en A Boca do Inferno.
Aunque siempre le quedó un sentimiento de inquietud por su participación en el acto, la experiencia sirvió para alimentar su pluma y sus reflexiones sobre la dualidad de la existencia humana. Quizás Edward Alexander Crowley fue su último y verdadero heterónimo, un personaje que, aunque efímero, dejó una huella indeleble en su vida y su obra. Oficialmente, Crowley murió 14 años más tarde, a la edad de 72 años.