Aireada por un incesante abanico de techo y pintada de azul celeste, recibía luz del día a través una ventana de cristal con vistas al malecón; a un lado de la cama, sostenida por un mesita de noche blanca, una lámpara de vistosos colores iluminaba en  las noches la habitación. Esparcidos por el piso de granito, bloques de Lego amarillos y rojos, seis o sietes carritos hot wheels, peluches, y una espada plástica de la Guerra de las Galaxias. Fellito rara vez prestaba atención a esos juguetes; prefería sentarse en su pequeño escritorio y disfrutar de muñequitos animados y juegos electrónicos.

A ratos, dejaba la tableta y se paraba frente a la ventana a contemplar el mar. Era un niño de siete años, callado, tímido y solitario, que parecía contento entre los suyos. En el colegio era aplicado. A pesar de comer bien no crecía al ritmo esperado, y hasta su hermana de diez años insistía en servirle segundas porciones. Trigueño y perfilado igual que la madre, sus intensos ojos negros y la cabellera crespa delataban al padre. “Un “muchachito tranquilo y bueno”, afirmaban los abuelos.

Fello, dueño de una gasolinera, y la madre, Mercedes, profesora de sociología, decidieron agenciarse un préstamo hipotecario y compraron un apartamento en un sexto piso, frente al malecón de Santo Domingo.  Se mudaron cuatro semanas antes de los acontecimientos, en noviembre de 2023.

Sentados en el espacioso balcón, miraban el horizonte aparecer y desaparecer al compás de los caprichos del tiempo; aquilataban el temperamento del mar y presenciaban el combate de las olas con los arrecifes costeros. Fellito y Merceditas se aquietaban contemplando el lento navegar de los barcos acercándose y alejándose del puerto. Abajo, paseaban y corrían por la acera ciudadanos de todas las edades. Comprar en ese lugar fue un acierto. Felices, nunca imaginaron el drama que se avecinaba; ni siquiera Damiana que se las daba de bruja.

En las últimas semanas, notaron que el pequeño de la familia hablaba menos y parecía estar triste. Pero, a tan corta edad y con tan amorosa familia, no justificaban la melancolía.  Mucho menos que quisiera escaparse del hogar.

Ahora la escuela quedaba lejos. Por eso, para acortar distancia y evitar embotellamientos, se agenciaron un atajo: conducían el automóvil por la avenida Independencia, atravesaban Ciudad Nueva y llegaban al extremo sur del malecón -Tres días buscaba el padre y dos la madre. –

Fue una tarde, regresando de la escuela, cuando observó por primera vez la playita y se obsesionó con ella.  Comenzó a preguntar a sus padres; pero cada repuesta que  recibía era distinta y sólo servía para estimular su curiosidad.

Dos arrecifes -equidistante al enorme obelisco de la segunda rotonda del malecón y al monumento a Fray Antonio de Montesinos- enmarcaban una pequeña playa debajo del acantilado. Pilas de basura sobresalían amontonadas sobre la arena, y encima o a su alrededor retozaban niños descalzos y harapientos. ¿Cómo podían jugar entre tanta porquería?

En una ocasión interrogó a la madre: -Mami, ¿qué pasa ahí? – Ella miró de reojo y respondió: – Hijito, hijito, cosas que lloran ante la presencia de Dios-. Siguió conduciendo y lo animó a mirar hacia otro lado:

– Mira, Fellito, mira esos caballitos y la estrella giratoria, son las  que vemos parados en la galería. –

“ Llora ante la presencia de Dios”. Si llora no es bueno, es triste”. El hijo mantuvo silencio. Llegaron y aparcaron el carro en el garaje del edificio y subieron al apartamento.

Ese sábado, al levantarse, no encendió la tableta electrónica y prefirió sentarse en la alfombra para construir un puente de Legos; imaginándoselo que llegaría del edificio a la avenida. Así, colocando bloques y barajando fantasías, escuchó que alguien llamaba.

-¡Fellito!- llamó una voz gangosa y fina desde uno de los rincones.  Era el sapito verde de la sombrilla amarilla, el que lo visitaba las últimas semanas.  En veces anteriores se quedó en el rincón sin decir nada, pero esa mañana Croó y dijo:

-Amiguito, ¿quieres saber sobre el basurero? Pues lo sabrás. Allí hay niños con patas de perro escarbando noche y día-.  Apenas movía la raya que tenía por boca, y sus ojos saltones parecían más grandes que en la anterior visita.

El menor de los Cambiaso aparentó no haber escuchado. Tuvo miedo. Quiso cambiar el tema, y por eso pidió al  animalito que explicara  por qué, si gustaba nadar en los ríos, croaba feliz debajo de la lluvia, y disfrutaba de charcos y humedales, llevaba una sombrilla amarilla abierta y bajo techo. El batracio ignoró la pregunta y saltó del rincón desapareciendo en el aire.

“¿Niños con patas de perro?  Tienen que existir, porque Yoda, el de La Guerrs de las Galaxias, tiene paticas de avestruz. Pero mamá dijo otra cosa. El dilema era desconcertante. ¿Qué pasaba en la playita?  Derribó el puente de bloques a medio hacer y encendió la tableta electrónica.

Puso al tanto a Merceditas de las visitas del animalito, pero sin mencionarle la historia que fue a contarle. La hermana prestó mucha atención, pues a ella también la visitó un duende cuando era pequeñita. Hablaban en voz baja, pues era su secreto y no querían compartirlo.

Anocheciendo, Fellito llevó al padre al balcón y señaló en dirección a un extremo apenas visible del malecón, cerca de la enorme estatua de Montesinos.

– Papi, ¿quiénes son esa gente? – Fello, sin inmutarse, explicó que esas personas buscaban botellas y cosas para vender- Pendejadas que aparecen en la basura-. Asumió, acariciándole los cabellos, que satisfizo la curiosidad del hijo. No fue así: quedó igual de confundido. La cena estaba servida y fueron a sentarse con el resto de la familia.

Niños cargando botellas, muchachitos como perros, y papá Dios llorando. Esas respuestas revoloteaban dentro de su agitada cabecita sieteañera. ¿A quién terminaría creyendo? ¿quién decía la verdad? Abrumado, comenzó a tener pesadillas.

Al otro día, despertó deseando salir y ver con sus propios ojos el basurero. Sabía que no podía hacerlo, pero siguió dándole vuelta a la idea. En eso, la madre abrió la puerta de la habitación y lo encontró ensimismado mirando por la ventana. Desconociendo las obsesiones del hijo, avisó que el desayuno estaba servido.

A Fellito lo sobrecogía el miedo imaginándose niños con patas de perro, así que decidió descalificar al sapito: “Quienes conocen el basurero son papi y mami. No quiero ver a ese jablador por mi cuarto”. Repetía para sus adentros tranquilizándose mientras Damiana mezclaba el cereal con leche.

Terminó el desayuno y regresó a la habitación, Merceditas lo siguió. Entraron,- y antes de sentarse en la cama Fellito  pidió que cerrara la puerta y comenzó a contarle.

-Ahorita estuvo aquí. Es un embustero. No quiero que vuelva. – Susurró, con el dedo índice en los labios. –

Esta vez no le ocultó nada y la puso al día sobre las afirmaciones del sapito.

-Cuéntame, cuéntame más- Urgió la niña.

-Lo que oíste, y no se lo digas a nadie. – Shhh-

También confesó que sufría de pesadillas: soñaba con niños perros y perros parecidos a niños que lo despertaban empapado de sudor.  A veces creía en el sapito, otras en mamá y otras en papá.  La niña se alarmó escuchando la rapidez de sus palabras y un gaguear que nunca tuvo. Intuyó que algo andaba mal. Avisaría a sus padres y rompería el secreto. Reflexionó unos minutos y se le ocurrió otra idea. Sin sopesar los peligros a que expondría al hermanito, recomendó imperativa:

-Ve tú, averígualo. Sal de eso. Asómate al basurero. –

“Papi no dice mentiras, mami tampoco.? ¿Y si el sapito tampoco?   Es verdad, tengo que ir. Además, ellos no me van a llevar ni dejaran que Damiana me lleve”.  Así concluyó y decidió escapar.

Fello acostumbraba a dejarlos frente al portal del edificio y continuar directo a la gasolinera. Esa tarde fue igual.  Los niños abrieron el portal, subieron y tomaron el ascensor hasta el sexto piso. Damiana esperaba junto a la puerta. Fellito fue directo a su habitación y la hermana se dirigió a la suya. Entonces, esperó unos minutos y asomó la cabeza  para avisar a Damiana.

-Me estoy quitando el uniforme. Voy a jugar un poco y después hago la tarea. –

Amorosa, la leal servidora se dispuso a preparar la merienda en la cocina.  Merceditas no saldría hasta que estuviese servida.

El niño, todavía uniformado, camino en puntillas hasta la puerta principal y dejó el apartamento.  Conocía el manejo del ascensor y apretó el botón correcto, en unos cuantos segundos se abrió en el vestíbulo. Sorprendido al verlo, el recepcionista preguntó:

–  Y tu, ¿Que buscas aquí abajo? –  Avispado, Fellito respondió de inmediato: – Mi papá viene a buscarme.

-Que te vaya bien. – sonrió y tomó asiento.

Tiró con fuerza del picaporte de la pesada puerta de salida. Bajó las breves escaleras frontales. Siguió hasta el portón de hierro de la verja perimetral, y cuando Intentó abrirlo no pudo. En eso se acercó un deliveri cargando una mochila cuadrada y pulsó el timbre del marco de cemento. Abrieron desde la recepción. Sin perder tiempo Fellito se coló entre el mensajero y la verja y se situó en la acera

Caminó hacia la izquierda, seguro de que muy pronto conocería la verdad. Esperaba que no fuera la del sapito verde, porque cada noche sus pesadillas eran peor, perseguido por niños parecido a perros y gatos con caras de mujer se despertaba en medio de la noche.

Finalizaban las cuatro de la tarde y el cielo despejado dejaba brillar el sol. Caminaba junto a otros transeúntes y vendedores ambulantes, resistía el calor y la humedad embebido en el frenesí de la escapada.  Pasando por debajo de las inmensas palmeras que adornaban el paseo, pudo darse cuenta de lo pequeño y frágil que era. Se estremecía cada vez que alguien disminuía el paso y se detenía a mirarlo; un niño uniformado y solo por el malecón llamaba mucho la atención y era presa fácil de cualquier delincuente. Recapacitó y miró sobre sus espaldas. Dudaba. Quizás debía regresar y olvidarse de la playita. Pero recuperó el ánimo repentinamente y emprendió una veloz carrera. Nada ni nadie lo detendría.

Acercándose a la rotonda del histórico obelisco, normalizó el paso y observó el embotellamiento habitual de las cinco de la tarde. Tocaba cruzar la primera calle perpendicular al obelisco para situarse en la explanada del viejo parque frente al mar. No encontraba brecha por donde hacerlo y temía ser arrollado por una de esas motocicletas serpenteando por el asfalto.

Sin acometer el cruce y atendiendo al taponamiento, surgió por arte de magia un hombre gordo, desaliñado y sudoroso, y se colocó a su lado. Se quedó mirándolo. Fellito sintió deseos de ir al baño y en el interior de su tórax repiqueteaba fuerte el corazón. Lloró en silencio recordando los cuentos de haitianos que contaba Damiana: robaban niños en sacos de henequén. Ese señor, negro retinto, nariz y labios gruesos, cubierto con una vieja gorra roja, era uno de ellos.

-Oye, carajito, ¿quieres cruzar? – preguntó el sujeto tomándolo de la mano. Aterrorizado, Fellito asintió. No hizo esfuerzo por zafarse, era inútil, en breve estaría dentro de un macuto. Comenzaron a caminar  por entre la apretada hilera de automóviles.

Cada vez más agitada, secándose la frente con el delantal, Damiana buscaba al bebe de la familia en cada uno de los rincones del apartamento; miraba en los closets, baños, y debajo de las camas, incluyendo la suya.

-Fellito, Fellito, no te escondas, no estoy jugando, tengo oficios que hacer. Estoy preparando cena. – Clamaba desesperada. El muchacho no respondía.

Preguntó a Merceditas,- y esta se encogió de hombros.  Repasó el apartamento y aceptó lo que sospechaba: se había fugado.  Pequeña y regordeta, morenita y de rostro bondadoso, era indispensable en el diario vivir de la familia Cambiaso; cuidar de los niños era su responsabilidad. Abrió los brazos y gritó igual que lo hizo durante el velorio de su hermana.

-Se fue, se fue, Merceditas, se fue. Hay que bajar a buscarlo. ¡Vístete! – Inquieta, nerviosa, invocando a vírgenes y santos, haló a la niña de un brazo y bajaron hasta la recepción.  Preguntó al recepcionista por Fellito. El hombre permaneció sentado detrás del mostrador y, -cansino y distante, explicó que una hora antes salió a esperar a Don Fello. – Al menos eso fue lo que me dijo…

El cuerpo tenso de la fiel trabajadora reflejaba el drama.  “Esto es la del carajo, de esta me botan y a Fellito me lo secuestran. ¿Qué pasa con ese muchachito?”  Se preguntó desesperada. No tenía dudas, don Fello estaba en la bomba de gasolina; nunca paseaba  los niños a media tarde en días de trabajo.  Regresó al apartamento con Merceditas presintiendo una terrible tragedia.

  • Don Fello, ay, Don Fello, coja pá acá que Fellito se perdió. Nadie sabe dónde está, avísele a la doña, avísele. – A través del celular alertó al jefe de la casa.  Reconfortó a Merceditas:  – No te apures, no te apures, está con algún amiguito-.

Sin lastimarlo, el desaliñado hombretón avanzo junto a Fellito y logró escurrirse entre los automóviles evadiendo las motocicletas. Atravesaron la calle situándose en la plazoleta del parque Eugenio María de Hostos. El negro gordo, dedicándole una tímida sonrisa, soltó y se marchó; dirigiéndose hacia donde hubiese decidido dirigirse.

De pie en la extensa plazoleta se recuperaba del trance. Estrujado, despeinado y sudoroso, lucia desconcertado. Miró hacia el otro lado de la plazoleta donde se extendía la última calle que debía sortear. Necesitaría ayuda para hacerlo.

Existen animalitos parlantes, hombrecillos picudos y alados, sapitos verdes y niños con patas de perro. A su edad, esas fantasías eran ciertas y tienen vida propia.  Lo que contó el sapito verde quizás era una mentira, pero no un absurdo. Ahora, deseaba que el saltarín de la incomprensible sombrilla verde tuviese razón. No importaba que siguiera teniendo pesadillas, quería ver monstruos y  personajes como Yoda y  los de la Patrulla canina.

Entre bocinas irritantes y gente tratando de esquivar el tráfico, los automóviles rodaban a ritmo de marcha fúnebre.  Miró por todos lados queriendo encontrar al tosco y regordete individuo que lo ayudó a vadear la primera calle. No estaba.

A punto de darse por vencido, sintió como un pellizco en el costado que lo lleno de ese impulso infantil que surge ante la presencia del  juguete insustituible. Quería  el basurero, solamente el basurero.  Cruzaría a como diera lugar. No necesitaba ayuda de nadie, ni le importaban los riesgos.

Supuso, escogiendo un espacio por donde cruzar, que si algunos de esos niños tenían patas de perros también tendrían colita. ¡Que chulo!  Frente a él, una yipeta blanca frenó bruscamente y abrió trecho. Era su oportunidad.

A punto de iniciar el cruce lo detuvo un abrazo y una voz familiar gritando:

–  Fellito, ¡carajo! En qué estás pesando muchachito de mierda-.  Regañaba sofocado luego de tanto correr. – El padre no tenía idea por qué escapaba, quizás sufría de la mente por culpa de esa tableta electrónica.  Sacó del bolsillo el teléfono y marcó.

– Mercedes, está conmigo, ya lo encontré, está bien. Vamos para allá-.

Regresando, inició el interrogatorio -Tienes que decirme, algo escondes en esa cabecita, suéltalo, mira que soy tu papá. – Cabizbajo, frustrado, mantuvo un silencio rebelde.  “El sapo verde del paragua amarillo tenía razón, por eso mis papas no quieren que sepa de esa gente rara”. Refunfuñaba y lagrimeaba.

A punto de doblar en dirección al edificio, Fellito levantó la cabeza y enfrentó al padre entre aspiraciones de congoja. El brillo de lágrimas enjugaba su rostro acentuando sus rasgos infantiles. Fello sustituyó disgusto por conmiseración.  Después de todo, era su querido y único hijo varón con el que nunca escatimo ternura ni atenciones. Rebuscó paciencia y se dispuso a escucharlo.

-Quería ver la playita, no me estaba escapando. Quería ver a esos que buscan en las pilas de basura. -¿Entiendes?- Pronuncio un “entiendes” iracundo y suplicante.

Desconcertado, Fello giró y estacionó el automóvil. Dejó el motor encendido y por unos segundos inclinó su cuerpo sobre el volante sujetándolo con ambas manos. Se irguió de inmediato y comenzó a conducir.  Frenó en la esquina, guiñó al hijo, y se dirigió rumbo al colosal Fray Antonio de Montesinos.                                                                                                                                                                                              -Si basurero quieres, basurero tendrás. Estarás tan cerca de esa porquería que tendrás que taparte la nariz. – Advirtió.

Desmontaron y caminaron. Las expectativas de Fellito lo hicieron sobrepasar al padre y llegó primero al borde del acantilado. Allí estaba, flanqueada por puntas de arrecifes crispados, una estrecha franja de arena desdibujada por desperdicios desparramados en toda su extensión. El vaivén de las olas permitía que flotaran sobre ellas botellas plásticas, latas, objetos de goma espuma, cascaras de frutas, y trozos de comestibles, impidiendo que los rizos de espuma blanca se lucieran llegando a la orilla.  Indiferente, el colosal fraile Montesinos vociferaba al horizonte sin que nadie lo escuchara.

Abajo gritaban niños, niñas, y mozalbetes, blasfemaban y discutían entre ellos. Por momentos cantaban. Rebuscan y seleccionaban hallazgos. El viento en cada inoportuna bocanada esparcía repugnantes olores. Una escena triste y repulsiva que Fellito se esforzaba por entender.

Desobedeciendo el retorcijón de sus intestinos siguió mirando con ojos de asombro. Escudriñaba cada detalle corporal de los que se movían entre la inmundicia (unos tenían su edad, otros más.)  Ninguno, aunque gateasen encima de las pilas de basura, exhibía patas de perro, mucho menos colitas. Todos eran como él, pero tristes, insatisfechos y sin esperanza. Iban de un lado para el otro flacos, harapientos y descalzos. Criaturas a la buena de Dios, sin origen ni destino.

“El sapo si que es un mentiroso, no quiero que sea mi amigo”. Se decía, pasándose una mano por la barriga y sujetando al padre con la otra. Inmóvil, callado, de espaldas al bullicioso tráfico y a  la música estruendosa del parque de atracciones, había visto suficiente. Era hora de marcharse.

Se debilitaba el sol cerca de las siete de la noche. Fello miraba al hijo de reojo seguro de que no comprendía aquella miseria.

-Ellos hacen lo que tu dijiste, ¿verdad, papi? –  preguntó con expresión confundida.

-Lo que te dije, lo que te dije. – Recogen cosas para venderlas. Vámonos, te están esperando-. Respondió. –

Apenas llegar y traspasar el marco de la puerta se abalanzaron sobre él a besarlo y abrazarlo. Mercedes bendecía y agradecía al cielo. Damiana lagrimeaba, y Merceditas, cómplice como era, sonreían aliviada.

-Quería saber quiénes eran los de la playita debajo de Montesino. Se escapó sin permiso, tiene que pasarse una semana sin jueguitos y sin televisión. – Sentenció el cabeza de familia, algo agobiado por la efusiva y dramática bienvenida.

-Mi muchachito, si hubieses preguntado te hubiese dicho. Esos que andan en el basurero son chamaquitos que viven como perritos realengos, sin mai ni pai. Afirmó Damiana.

Fellito parecía tranquilo, pero no lo estaba. Seguía confundido y deseaba volver al basurero.