Al igual que Victoria Santa Cruz, “tenía siete años apenas, apenas siete años” cuando las normas de la sociedad y las “costumbres” dominicanas “me gritaron negra”. Ese grito vino en forma de una exigencia por parte del prestigioso colegio de monjas donde estudié: mi madre debía resolver qué hacer con ese cabello mío que, por ser tanto, tan duro y tan ensortijado, no admitía las dos coletas protocolares que se imponían como parte del uniforme. Así que, a los siete años, comenzó el tormentoso proceso de alisado químico del cabello, un ritual que se repetía mes a mes, mientras interiorizaba que el motivo de ese sufrimiento era que yo tenía “el cabello malo”.
Las monjas se aseguraron de enseñarme la diferencia entre lo bueno y lo malo. Al principio me costó entender: ¿qué hacía malo a mi cabello? Pero tras años de quemaduras en el cuero cabelludo y sufrimiento, y tras escuchar reiteradamente la frase “quien quiere moños bonitos aguanta jalones”, entendí que lo malo era lo feo, y que el pelo crespo —el que hoy reconozco como textura 4C—, en mi país, es el que más se asocia a lo feo. Esa asociación tiene raíces profundas, porque también se vincula con “lo haitiano”.
A los veinte años encontré la fuerza para decidir no someterme más al mandato social sobre el cabello. Volví a mis raíces y dejé mi cabello al natural. Fue una decisión difícil: mi familia se opuso, y mi madre solía decirme, de manera despectiva, “pareces una haitianita”. Dejó de hacerlo cuando vio que su intento de insulto no surtía efecto, porque yo sonreía y le agradecía. Fue entonces cuando comprendí, por primera vez, la relación entre la negación de la propia identidad afro y la xenofobia antihaitiana.
Durante mis primeros años con el cabello natural, recibí muchísimo acoso en la calle. Ya no se referían a mi cuerpo, sino de la textura de mi cabello. No podía caminar por la ciudad sin escuchar comentarios como “Oye, fea, péinate”, “¿Quieres dinero para el salón?” o “¡Caco malo!”. Aunque me afectaba, había descubierto un poder particular: el de la propia identidad. Con el tiempo, aprendí que quienes me gritaban eran simplemente racistas, personas temerosas de su propia negritud.
Hace unos días se celebró en Villa Mella el Festival Prieto Mamá Tingó, un evento poderosísimo organizado desde 2020 por las Mujeres Sociopolíticas Mamá Tingó. Al entrar al espacio comunitario, lo primero que vi fue una exhibición fotográfica: un centenar de imágenes que mostraban a niñas, niños, jóvenes, hombres y mujeres de la comunidad posando con su cabello 4C al natural, luciendo una diversidad de peinados afro fabulosos y vestimentas negras.
Mientras observaba las fotografías, grupos de niñas y niños llegaban impacientes, buscando identificarse en las imágenes. Uno de los niños, a mis espaldas, se encontró en las fotos, llamó a sus compañeros, y su reacción fue: “¡Wao, qué lindo!”. Emocionados, los niños seguían identificando a los miembros de su grupo, exclamando, entre sorpresa y alegría, la belleza propia y la de sus amigos. Las niñas se unieron a la conversación, y la escena conmovió profundamente mi corazón.
En ese momento no entendí mi llanto, que quise atribuir al “síndrome de Stendhal”, pero, tras reflexionar, comprendí que se trataba de una reminiscencia de mi infancia. A esa edad, yo no me sentía bella, así que ver a ese grupo de niños y niñas conscientes de su belleza me hizo consciente del gran poder que aquello representa. Me sentí feliz, profundamente feliz.
Las fotografías forman parte del Proyecto fotográfico antirracista “Prietas 2024”. Una de las organizadoras del evento me contó:
“Prietas surgió tras un taller que organizamos para crear carteles antirracistas. Buscamos en internet imágenes de referencia de mujeres de barrio, mujeres bateyeras, pero solo encontrábamos imágenes feas que mostraban pobreza, suciedad y problemáticas estructurales. Decidimos hacer nuestras propias fotos para crear referentes más dignos. Si te fijas bien, ¿acaso la gente del batey se ve así, sucia y desarreglada?”
Así nació Prietas, un proyecto multidisciplinario que integra cinco comunidades: Los Jovillos, Los Mercedes, Mata Los Indios, Villa Jerusalén y Batey Estrella. Durante siete meses, se realizan diálogos, talleres de poesía, fotografía, estética y semiología centrados en las vivencias, formas de resistencia y existencia de estas comunidades. El resultado: una conexión poderosa con la propia identidad, la aceptación de nuestra historia ancestral afrodescendiente y el divorcio de un “sistema racista que nos pinta y nos ve como no somos”.
El punto de partida del proyecto este año fue el poema “Cabello de libertad” de la joven escritora bateyera Yudelka (no se ofrecen apellidos para preservar su seguridad). Yudelka ganó el primer lugar en el concurso de poesía “Soy Caribe” de Proyecto Anticanon. Algunos versos de su poema dicen:
“Lo que llevo en la cabeza es la más pura de las resistencias.” […]
“Llevo a mis ancestras valientes que en sus cabellos encrespados guardaban los secretos de las tierras de las cuales alguna vez fueron arrancadas.”
En un momento de crisis de las agrupaciones y movimientos sociales, las organizadoras quisieron rendir homenaje al movimiento Black Panther, inspirándose en su estética icónica a través del vestuario, los peinados y fotografías en blanco y negro.
Gracias al incansable trabajo de organizaciones como Mujeres Sociopolíticas Mamá Tingó y campañas como “A la escuela voy como soy”, el cabello natural, especialmente el crespo y afro 4C, es más aceptado. Sin embargo, esto ha sido posible gracias a la presión social, la concienciación y la denuncia pública constante contra la discriminación.
A pesar de los avances, la afrodominicanidad sigue estando en cuestión. El Ministerio de Educación aún no establece una política pública clara al respecto, en muchas escuelas y liceos públicos, no se permite que los varones lleven su cabello afro largo o que las chicas usen trenzas o peinados protectores del cabello afro.
Pese a todo, me siento feliz y esperanzada con el poder prieto que se está desplegando, paso a paso.