Tenía que ser en otoño. Un Patriarca no puede irse en pleno verano, con la estridencia del sol y los sudores. Tampoco en primavera, porque es momento de cantar a las flores y a la vida. Un Patriarca se acoge al otoño, al marrón, a los grises… ahí donde crece la idea de un invierno perenne.

Un Patriarca escoge sus fechas señaladas. El día en que se celebraba el Día Nacional del Poeta, ese día llegó el aviso.

¡Hay qué ver qué caminos puede tomar la lírica!

El año pasado lo compartimos mientras tú tronabas, con tu voz inconfundible, en un auditorio lleno de jóvenes a los que sedujiste con la energía de tu verso. Este año, la metáfora te buscaba a ti para escribir el último poema.

Ay, miedo mayor, miedo mayor mío. Este es mi miedo mayor, estar de pie intentando despedirte. La llegada del momento que pensé toda vez que te veía leer un panegírico. Ese momento en el que vestías de imágenes a las personas, levantando sus figuras ante sus seres queridos. Alguien tenía que escribirte el tuyo, y yo, padre, intento honrarte con unas palabras que puedan sugerir, al menos parte, del ser humano que has sido.

Desde que se expandió la noticia, la República, en sus cuatro puntos cardinales, parece murmurar algo sobre ti. Con la i, con la R, con la L, con el cantado hondo del Sur, ese sur profundo, que, junto a tus montañas y tus valles cibaeños, amaste con toda tu alma. Una anécdota, generalmente jocosa, otras, llena de ternura, una imagen, algo, que cada quien recuerda. Ese fragmento de ti que cada uno pudo tener. Murmuran tu muerte, lamentan tu partida. Por escrito, en poemas, en descripciones.

Está muy bien que los periódicos recojan tu legado, reivindiquen tus méritos literarios. Qué bueno que facultades, asociaciones, movimientos, se duelan ante la partida de un entusiasta comprometido con lo mejor para su país y para la literatura dominicana.

Está muy bien que te recuerden con tu Premio Nacional de Literatura en las manos, tu Caonabo de Oro, tu investidura como Honoris Causa en la Nordestana, tu Premio Siboney, tu reconocimiento por el Senado de la República… y sobre todo, por tu labor como gestor literario, tu dedicación a dar espacio para que los jóvenes talentos de tantos pueblos publicaran. Tu lucha férrea por la reivindicación del talento de los escritores de provincia.

Pero sé que tu verdadero homenaje vive en ese murmullo de la gente simple, de los amantes de las letras a los que alentaste con tus consejos, con tu entusiasmo.

Tu grandeza está en ese ser que fuiste. Ese que nunca se envaneció y que aborrecía el engreimiento. Cuidadoso del elogio, siempre nos animabas a no dormirnos en el éxito de un verso bien logrado, de una historia bien contada. Siempre estaba en construcción la escritura, como la vida misma.

Tus discípulos, esos que hoy también te lloran y te añoran, dicen que los ayudaste a salir de la exclusión provinciana, esa que separaba y anulaba la producción literaria de nuestros pueblos, de nuestra ruralidad. Otros, recuerdan que siempre les hacías caso, les escuchabas, que los jóvenes fueron siempre tu apuesta. Recomendarles lecturas, contagiarlos de pasión y júbilo por la escritura y la buena lectura.

Tu voz que se escuchaba a leguas desde fuera. Ese desmontarte casi con el carro en marcha y tu clásico: “Qué e lo que pasa”, y tu cierre con “Esa e la orden que hay”, o “Qué joder más fino”.

Y sí, ¡Qué joder más fino! La muerte tan cantada, tan temida, tan, sin embargo, presente y latente en todos los versos. La que tus amados clásicos griegos han vestido de deidades de las más diversas estirpes y formas. La de tantos poetas que, como tú, han vivido intensamente sobre todo por tener la muerte siempre presente.

El momento exacto en el que se apaga el latido. Ese donde se abre lo temido.  ¿Cómo saber si habrá verso en el más allá? ¡Cómo saber si esa disolución del cuerpo es solo del cuerpo o del alma con el cuerpo!

¿Qué será eso de irse?  De apagarse. De no volver a estar jamás en la Tierra. También es un poco estar, eso anhelamos, reencontrándonos con tantos. Un Moreno que saluda, descalzo y que en el paraíso reparte versos por limosnas de recuerdos. Un Freddy Gatón Arce que aparca su Fiat blanco y lo abre a las aventuras de un sur en lo eterno.

Yo escuchaba a los poetas hablar. Desde el asiento trasero, cómplice enganchada a la aventura con mi padre y su viejo amigo. Recuerdo que fuimos a ver a Magino, el amigo de don Freddy. Hombre pobre, digno. De los inspiradores de su poema inmenso “Además son muchos los humildes de mi pueblo. Yo escribí sus nombres en los muros, pero no los recuerdo…”

Ser tu hija siempre fue un poco compartirte. Cuando yo vine al mundo ya eras Manuel Mora Serrano, el abogado, pero, sobre todo, el escritor famoso que salía en televisión y en los periódicos. Quizá por eso te di siempre por sentado. Tan a la mano como la salida del sol de cada día. Quizá por eso no me ocupé nunca de aceptar la idea de tu muerte.

Y, en medio y siempre definiéndolo todo: tu Pimentel rielero, las infinitas historias, los personajes, tus amigos de siempre, tus amigos de antaño, los “cuaberos” de las reuniones eternas. La familia Mora, tan extensa y tan cercana. Tú, Patriarca, el “Hijo de Fella y don Mora”, el ilustre, el tío, el hermano querido. Tú, epicentro de amor, abrazo, cobijo.

El que cada día de las madres nos ponía a envolver regalos para todas las viejas de Pimentel, el que gozaba dando, abriendo, brindando, compartiendo, haciendo feliz con un detalle y un gesto a la gente, a la gente simple, a la gente que viene del inmenso campo de lo humano y noble.

Tú, tan auténticamente tú. El que nunca le cogió un chele a nadie, el que defendió su honor y su dignidad, el que no le comió vainas a nadie, el que siempre dijo lo que pensaba, el que asumió el “precio del fervor”, contra viento y marea.

Tú, el bohemio incorregible, el enamorado perpetuo, el romántico eterno.

Tú, hombre público, querido, respetado, admirado. Maestro de tantos, amigo de muchos, contertuliano de veladas con versos y vino.

Mi padre, mi amor grande, inmenso. Ese ser al que la vida le rindió tanto, al que alcanzó para todos. Ese ser que celebraba y amaba mi existencia, mi ser en su esencia. Que me enseñó todo lo bello de la tierra y lo que habita más allá de las estrellas.

“Mi hija”, ese “mi hija” de siempre… se erige en todas tus hijas, las acuna y consuela, en la semilla esparcida de tu amor inmenso por el mundo. Los retoños que deja tu paso por la tierra.

¿Y es que puede haber cosa más hermosa, más poética que el amor de una hija hacia su padre? Cómo, entonces, pedirnos que nos despidamos. Como si nada, que soltemos su mano para siempre. Que se cierre el telón de su patriarcado, tan fértil, tan versátil, tan suyo mismo.

A ti había que perdonártelo todo. De alguna manera todos te aguantamos todo. Tu temperamento intempestivo, impredecible. ¡Cómo lo aguantan! Era la pregunta recurrente. Pero ahí estábamos todos, porque sabíamos que los demás ratos los compensabas con creces. Que había que quererte así, porque así eras, y no había otro modo de ser en ti que no fuera ese.

Algo muy bueno has tenido que hacer para que te queramos tanto, para que nos duela tanto cerrar esa llamada. Bajar las cortinas.

Siento una elegía honda que se va tallando sobre tus lamentos, tus dolores, tu agonía que destrozó nuestros oídos y nuestros corazones. Es como si hasta para morirte hubieras escogido la belleza de la tragedia. Un hombre valiente que amó la vida, que no cedió ante nada ni ante nadie su pensamiento, sus convicciones. Pasión pura. Intensidad viva. Un toro que fue perdiendo fuerzas en cada estocada. 13 días donde te aferraste a la vida, pero tu organismo no. Te fuiste apagando a ritmo lento, como una sinfonía poética escrita en varias partes: la de la negación, la de la lucha, la del sometimiento, la de la ida.

No me criaste para verte vencido.  Y aquí estamos, ahora frente al cuerpo sin ti, acuchillados, rotos, desolados. Todos y cada uno de nosotros tenemos algo entrañable por lo que amarte. Todos de algún modo, hemos recibido de ti el aliento, el guiño, el reconocimiento de nuestra existencia, a todos, de algún modo nos has hecho sentir especiales.

Uno no se lo puede ni creer, que el verso se ha apagado en Pimentel, que se eleva por los aires. Flotando… espero… denso y a la vez leve. Meciéndose en la poesía.

El día más temido ha llegado. No recuerdo haber tenido un día más triste.

La vibración de la vida. El motor se ha apagado. Y no hay palabras, ni lágrimas, ni manera en la que se pueda sentir que todo se ha dicho.

Tu vida fue larga e intensa, poeta itinerante de tu Quisqueya amada. Conociste todos sus rincones, hablaste con los hombres y la mujeres de todos los campos. Te sentaste en sus mecedoras, comiste los manjares de la casa. Cargaste de ellos su sabiduría. Les dabas, a cambio, reconocimiento como seres de valor en la vida.

Irse contigo por carretera era asumir que habrían “cuchumil” paradas. Las de la doñita de aquí, el amigo o pariente de allí. Entre resabios de niñas que querían volver a casa, y que no sabían, mejor dicho, ignoraban el hombre que habitaba en su padre. Las paraditas en las “carnitas”, los chicharrones… Tu engullir la vida, tu tener tiempo para todo, tu andar veloz, ligero, seguro por la vida.

Ese hombrecito, bajito, mulato y pobre que de tan digno fue noble a su paso de Pimentel para la Capital, y de ahí a todas partes. Ese, ese hombre, Manolo, Manolito. El compueblano célebre, el ciudadano valioso que militó por las más nobles causas. Que fue joven y por tanto, creyó en la libertad de los pueblos.

Que escribió sin censurarse ni un minuto. Ahí está su obra, ahí está su legado. Sus novelas, sus investigaciones, sus ensayos, sus artículos, sus poemas.

Tú tenías que ser de los eternos, de los que nunca se despedían. Tú, que a tantos despediste, con tanto amor. Tú, que nos dejas repletos de recuerdos, de dolor, de profundo reconocimiento y respeto.

Honro tu memoria, padre mío, hombre noble, honesto, auténtico, sabio.

El poeta yace en paz. Parecería que durmiera. Parecería que en cualquier instante va a levantarse a recitar un verso, a decirnos que era una broma. Un poema malo, sin lírica, sin ritmo.

Nuestros corazones deben aprender a latir en tu ausencia. Tendremos que ocuparnos de procesar todo y colocarlo en algún lugar donde podamos movernos, a pesar de la pena, seguir militando en la vida, porque si algo nos dejaste fue ese amor por la humanidad, por lo simple, por la belleza en todas sus manifestaciones.

Pero mientras tanto, dolor es todo lo que sentimos. Nos resistimos a que te vayas para siempre, “como todos los muertos de la tierra”. Padre mío, padre, padre mío, te dedico un verso que no termine. Te lloraré en verso, en prosa, en arte, en vida, en gozo, en ese exprimir el tiempo y la vida. Brindaré a tu salud todas las alegrías.

El Patriarca deja su túnica, recoge su larga barba, se acuesta en el vacío de lo eterno. Cierra los ojos a todas las criaturas a las que dio amor y ternura.

El poeta, cansado de metáforas, detuvo las manos. Hizo silencio. Cerró el último verso.

¡Ha muerto un poeta! Patria: ¡un poeta te ha muerto!

 

Patricia Mora Ramis, Santo Domingo, 4 de noviembre, 2023.