“Este complejo sincrético del Gagá es, a nuestro juicio, específicamente dominicano…” June Rosenberg
Imagínese que está junto con cientos o incluso miles de personas más participando de su actividad favorita. Si es fan de la pelota, imagínese en el estadio. Si es, como yo, fan de la música y de los conciertos, imagínese en uno de su artista favorita o favorito. Si es una persona creyente, imagine la emoción que siente al compartir los ritos de su religión con otras personas. Sea la actividad que sea en la que está pensando, fíjese qué diferentes son las emociones cuando realiza esa actividad en comunidad.
No es lo mismo ver el juego frente a la televisión sin nadie alrededor a quien darle cuerda ni mucho menos pararse a celebrar de alegría o refunfuñar del pique junto con otras personas. A mí me encanta oír y bailar a Juan Luis Guerra, pero nunca tanto como cuando bailé y canté mojada de pies a cabeza en el aguacero con miles de personas más en el Estadio Olímpico en el concierto del 2012. (Sí, el mismo en el que la gente se volvió loca cuando subió Romeo Santos). Y no pertenezco a ninguna religión, pero he tenido el honor de experimentar la belleza de los ritos de varias. Por ejemplo, me encanta dar y recibir la paz cuando me toca ir a alguna misa y lloré de emoción cuando me quedé donde los monjes cistercienses de Jarabacoa hace un tiempo y les escuché cantando en la suya.
Y ahora que se imaginó la escena de su actividad preferida, trate de recordar también la electricidad que se siente cuando está con otras personas sin importar si las conoce o no. Es una sensación de unión y de euforia celebrando el triunfo, llorando la derrota, gritando a todo pulmón las mismas canciones o rezando las mismas oraciones. Ese corrientazo de electricidad emocional es lo que el francés Emilio Durkheim, uno de los fundadores de la sociología, hace más de 100 años llamó la “efervescencia colectiva”. Es lo que nos hace sentirnos como en casa con la gente que tenemos al lado, por ejemplo, si aplaudimos al mismo tiempo cuando la banda que adoramos sale otra vez al escenario al final del concierto. Es lo que nos conecta hasta con personas que no habíamos visto nunca al ver una obra, un sacerdote o una atleta que apreciamos.
Esa experiencia de “efervescencia colectiva”, decía Durkheim, es sumamente importante porque contribuye a la cohesión de los grupos. Esa cohesión o unificación interna puede tener efectos positivos (por ejemplo, subir la moral en la oficina cuando la gente se divierte junta en un retiro) o negativos (como cuando los fanáticos de un deporte destruyen objetos o hieren a los del equipo contrario). Y estas experiencias son más importantes todavía en las comunidades marginadas históricamente en cualquier sociedad. Por eso les comentaba en una entrega anterior (“El Camino de Santiago y la importancia de celebrar”) que éstas son justamente las comunidades que más se toman en serio los rituales de sus respectivas celebraciones porque los necesitan para superar las adversidades del día a día.
En estos días, las redes sociales han estado llenas de comentarios a favor y en contra del Gagá, uno de los rituales más importantes de “efervescencia colectiva” que tenemos en el país. No se necesita haber ido a un Gagá, la celebración de origen africano que se lleva a cabo todos los años durante Semana Santa, para saber que genera esa sensación de cohesión y alegría colectiva. En los videos y fotos que circulan en las redes se ve esa alegría y la gran cantidad de personas de todas las edades que participan en cada procesión.
En mi caso, aunque iba todos los años al espectáculo “Artistas con el Gagá” en la Zona Colonial, quería conocer esta expresión cultural y mágico-religiosa más de cerca. Con la curiosidad que me caracteriza, no me quise quedar en las fotos y en las historias y fui hace muchos años al famoso Gagá de la Ceja en el Este, haciendo el recorrido completo con un grupo de amistades desde el Miércoles Santo en la noche hasta el Domingo de Resurrección. Años después volvería también al de la Ceja pero solo a la celebración del primer día y desde entonces quiero volver. Y me preguntará usted que por qué. Pues porque el Gagá es uno de los rituales más hermosos y llenos de energía en los que he tenido el honor de estar.
“Lo’ billetero son pariguayo…”
Desde que me monté en el carro con el grupo de amistades con el que fui, íbamos desde Santo Domingo cantando camino a La Ceja. (Realmente no sé cantar pero a veces allanto y quiero aprender). Cuando llegamos, ya habían iniciado el ritual de bendecir los instrumentos con los que saldría la procesión; una ceremonia sagrada a la que, por supuesto, como personas de fuera que éramos, no podíamos ni debíamos entrar. Sin embargo, en todo lo demás la gente nos dio la bienvenida y, poco a poco, fui calmando los nervios que siempre siento al empezar una experiencia nueva.
“Lo’ policía son pariguayo…”
Desde que llegamos, también notamos la pobreza material extrema en que estaba la comunidad de La Ceja, una situación que afecta a casi todos los bateyes, las comunidades más desfavorecidas del país. Es una realidad que habitamos durante el resto de la semana orinando en letrinas y comiendo lo que había; una realidad muy distinta a mi vida de clase media estudiando con media beca en INTEC. Una realidad incluso más humilde que las que mi papá y mi mamá habían vivido en Montecristi y en Villa Jaragua y que habían luchado muy duro por superar para darnos lo mejor posible a mi hermano y a mí.
“Lo’ que no cantan son pariguayo…”
Pero la vida de los bateyes es también una realidad llena de belleza y de la solidaridad que los grupos marginados desarrollan para sobrevivir y construir su propia felicidad. En todos los bateyes que llegamos encontramos las mismas sonrisas de alegría y aceptación, muy distintas a la discriminación y las humillaciones que sus habitantes reciben tan a menudo (por ser personas haitianas y dominicanas de origen haitiano) de quienes vivimos fuera del batey. En todos los lugares que estuvimos apareció siempre una cama en la que nos dejaban dormir a la otra chica del grupo y a mí. (Por más feminista que fuera no me atrevía a desairar a la gente que insistía y nos recibía con ese gesto tan bello). En todos los días que estuvimos, la gente de la procesión compartíamos lo que teníamos de comida y bebida con el resto. En todos los pueblos que pasamos, la gente se unía bailando y cantando al ritmo del fututo a la celebración.
“Lo’ que no bailan son pariguayo…”
En estos días, como lamentablemente se ha hecho costumbre en los últimos años, hay sectores e incluso personas religiosas fanatizadas electas para representar a todo el mundo (no solo sus religiones) que quieren destruir esa belleza. Pretenden desconocer que el Gagá es parte de la cultura dominicana y merece el mismo respeto que todas las demás manifestaciones culturales de nuestro país. Como ya decía la antropóloga June Rosenberg en 1979 el Gagá es dominicano y recoge elementos “carnavalescos dominicanos del siglo pasado” y “de la religión vodú en sus formas dominicana y haitiana”. (Si le interesa, su libro El Gagá. Religión y Sociedad de un Culto Dominicano fue reeditado por la Comisión Nacional de la UNESCO en el 2021).
Y quienes han estudiado por décadas la cultura dominicana saben y nos han dicho que el Gagá es una de las tantas prácticas culturales que refleja nuestras raíces africanas. Y ése es el problema. La gente que ataca al Gagá lo hace porque no quiere verse en el espejo de lo que somos, un pueblo mayoritariamente negro y mulato. Y no quiere entender que este aporte inicialmente de la cultura haitiana y africana (que después de más de 100 años es ya dominicana), nos enriquece y nos expande. Es parte del mosaico de costumbres diversas de las diferentes comunidades que ya son parte de la cultura dominicana (la palestino-sirio-libanesa, la china, la japonesa, la española y muchas otras). Por eso hay que seguirlo diciendo hasta que lo entendamos todo el mundo: el gagá es nuestro y es celebración.