El Festival Centroamérica Cuenta celebra su primera década contando en la República Dominicana. Llega a nuestras tierras y escenarios gracias a un sinnúmero de socios estratégicos y en alianza con la Fundación René del Risco Bermúdez. En el marco de este evento se celebran numerosos talleres, paneles y actividades diversas que procuran aportar a la cultura y creatividad literaria dominicana y al ejercicio de la libertad de expresión. En lo que respecta a esta última, tuve el honor de participar como parte del panel relativo a la libertad de expresión y derecho celebrado en la Universidad Iberoamericana (UNIBE) el pasado 19 de mayo junto a Carlos Fernando Chamorro, Juan Luis Font, Persio Maldonado, Namphi Rodríguez y Servio Tulio Castaños. El inicio oficial estuvo a cargo de Sergio Ramírez, quien preside este festival literario.
Tanto Ramírez como Chamarro viven en el exilio, debido al régimen totalitario que rige en su país natal, Nicaragua. Ambos, en virtud de su labor periodística, de escritores y de nicaragüenses dolientes, fueron despojados de su nacionalidad. Es decir, fueron «despatriados» y enviados al destierro por expresar su disensión. Cruda realidad que nos encamina a recordar los orígenes de la libertad de expresión, pues todo aquel que no conoce la historia está condenado a repetirla.
Se trata, en esencia, de una de las grandes conquistas de la humanidad, que, al igual que otras figuras que se aparejan al movimiento revolucionario burgués o constitucionalista del siglo XVIII, sirven de pilares de lo que hoy conocemos como el Estado constitucional contemporáneo. Esta, junto a otras libertades y derechos que se positivizan de forma expresa en los primeros textos constitucionales, integran la denominada «primera generación» de derecho y refieren a la capacidad de agir, actuar o decidir libremente sin limitación alguna por parte del poder público.
En estos términos surge entonces como límite al accionar irrestricto, caprichoso y absolutista del Estado; máxime cuando su reconocimiento en los textos pre y postconstitucionales, como la Declaración de Virginia (1776) (artículo 12), la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) (artículo 11) y el Bill of Rights (1789) (hoy Primera Enmienda de la Constitución estadounidense), la configuran en conjunción indisoluble con la prohibición de la censura previa. En este contexto, en el que no se puede hablar de una sin la otra, la libertad de expresión se erige como libertad negativa que requiere del Estado una actitud de abstención respecto de su ejercicio, asegurando con ello la posibilidad de comunicar aquello en lo que se cree, piensa u opina, sin importar su diversidad o subjetividad, e independientemente de su canal de transmisión.
Sin embargo, en el transcurrir de la vida constitucional hemos sido testigos de primera línea de la lucha constante por la preservación y adecuado ejercicio de esta libertad. El siglo XIX, como es posible notar, no es excepción alguna. En la actualidad, las arbitrariedades del poder público -como las que se materializan en Nicaragua- cercenan la expresión y, con ella, el ejercicio de la prensa libre. Sin estos elementos no hay democracia ni, mucho menos, la posibilidad de informar y, con ello, formar integralmente a los ciudadanos. Y es que en la medida en que estos se ven condenados a nutrirse única y exclusivamente de los insumos que suministra el régimen resultan incapaces de participar en los asuntos públicos que conciernen a su comunidad y de defender sus derechos fundamentales.
Tragedia que se torna aún más complicada y preocupante en un mundo cada vez más digitalizado y, con ello, más susceptible a los males orwelianos de la postverdad y los fake news. En razón de estos, la historia de nuestros pueblos se borra y se rescribe al antojo de unos cuantos; aquellos para los que no existe menor duda de que quien «controla el pasado -decía el slogan del Partido-, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado» (Orwell, 1984). A esto se suma la advertencia de Lord Acton, de que «todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente».
Precisados estos aspectos admito que en este momento histórico que cursamos como humanidad, en el que nos encontramos sencillamente ahogados de información ante la sobreoferta de contenido que continuamente nos bombardea el internet, es difícil discernir lo real de lo falso. Urge entonces, como participantes democráticos responsables, cuidar de nuestros ordenamientos y servir oportunamente de termómetros y clarines ante cualquier restricción de la libertad de expresión que vaya más de una simple matización de su ejercicio cuando lo que se procure sea proteger derechos de terceros, la moral, el orden público, la juventud o la infancia. De lo contrario, los procesos democráticos al interior de nuestros países se tornan ineficaces y la consecución del pluralismo político y social resulta inalcanzable.
El constituyente dominicano allanó el camino para alcanzar estas metas. Aunque protegida desde nuestra primera constitución, del 6 de noviembre de 1844 (artículo 23), y prohibida la censura desde la reforma de 1907, es con la ingente labor de la constituyente de 2010 que nos encarrilamos real y efectivamente en un proceso consciente de transformación hacia un Estado social y democrático de derecho acorde con los requerimientos propios de la contemporaneidad y capaz de enfrentar los múltiples retos que esta presenta. Ciertamente, la perfección igualitaria, equitativa y progresiva que se procura, dentro de un marco de libertad individual y justicia social, es una meta indudablemente utópica pero que no por ello nos ralentiza, pues se hace camino al andar y al volver la vista atrás se ve la senda -de limitación y restricción- que nunca se ha de volver a pisar.
A don Sergio Ramírez y a don Carlos Fernando Chamorro, así como a los demás nicaragüenses y latinoamericanos forzados a vivir en el exilio por no encadenar su pensamiento ante el despotismo de la autoridad, no desaniméis. El patriotismo, como atinadamente señaló el político y diplomático estadounidense Adlai Stevenson, no se limita a breves o frenéticos arrebatos de emoción, sino a la dedicación tranquila y constante de toda una vida; dedicación esta que encuentra uno de sus mejores y más certeros vehículos en el pensamiento plasmado en las letras. En el mientras tanto, sepan que encuentran en el medio del Caribe un hogar que calurosamente los recibe.
¡Enhorabuena nuevamente a iniciativas como esta el Festival Centroamérica Cuenta!