Acostumbro a leer literatura de noche hasta quedarme dormido, pero con El extranjero de Albert Camus fue distinto. Lo abandoné una noche, para retomarlo de día, a primera hora de la alborada. Y entonces no lo continué, sino que lo empecé desde la primera línea, porque quería disfrutar con atención toda la economía de palabras de este premio Nobel. Quería estar bien despierto para que no se me escapara esa lacónica elocuencia del escritor argelino. Su capacidad para comunicar mucho con la menor cantidad de palabras es fascinante: frases cortas, simples, sin rebuscamientos, tan objetivas como las de un buen reportero, pero también tan literarias como las de un gran novelista. Camus ejerció ampliamente ambos oficios.
Sus frases austeras te duelen, te rasgan el corazón como si te dieran una puñalada. Y, al mismo tiempo, inserta de vez en cuando un fragmento de poesía, como cuando describe: “por la puerta abierta, entraba un olor a noche y a flores”. Desde la primera línea, Camus establece el tono que prevalecerá a lo largo de su breve novela: “Mamá se murió hoy. O puede que ayer, no lo sé”. Esa cruda indiferencia emocional, ese desapego y total ausencia de empatía no pueden más que conmover. Hacer que duela.
No puedo decir que su prosa sea la de un notario o la de un telegrafista, porque me conmueve profundamente, pero tampoco puedo evitar pensar en ellos. El primer párrafo de Camus debe figurar en la antología de los mejores comienzos de todos los tiempos. La claridad de este escritor puede doler, indignar o hacerte reír. Es como la naturalidad del clown, cuya intención no es hacerte reír, sino ser él mismo. Y ya eso es, en sí, algo poco natural, lo que provoca risa.
Miren esto, en el funeral de su madre: “Casi todas las mujeres llevaban delantal y la cinta que lo ceñía a la cintura les marcaba más aún la tripa abombada. Nunca me había fijado en cuánta tripa pueden llegar a tener las mujeres viejas”. Ahora su manera de describir la vejez en los hombres: “Los hombres eran todos muy flacos y llevaban bastón. Lo que me llamaba la atención era que en la cara no se les veían los ojos, sino solamente una luz sin brillo en medio de un nido de arrugas”. La crueldad de la descripción ascética de la vejez es implacable, pero sigue siendo hipnótica.
Y al llegar al final, cuando el protagonista, frente a su inminente ejecución, declara con asombrosa serenidad que ha sido feliz, “y seguía siéndolo”, comprendemos que, más allá del absurdo, Camus nos confronta con la posibilidad de encontrar sentido en lo inevitable. Es una felicidad desconcertante, una aceptación cruda del destino que trasciende lo racional. Es en esa revelación donde el lector se da cuenta de que, al igual que el protagonista, hemos sido arrastrados a una reflexión profunda sobre la vida, la muerte y el significado de nuestra existencia. Camus nos obliga a mirar el vacío y, de alguna manera, hallar consuelo en él.