En un lugar desconocido, donde mucho antes de yo haber nacido nació el sol, había un templo construido por personas que no temían a los dioses ni al mal. Una noche, se escuchó un chirrido proveniente del cielo y la gente se despertó.
Reconocimos, un poco tarde, que un signo de mala suerte perturbó la calma de las brisas torrenciales. En las primeras partes del día el fuego destruyó el templo.
En otros tiempos y en la vida de otros mundos, los templos fueron construidos por seres sin rostros. Tiempos de antaño cuando la primavera era invisible.
La edificación fue obra de sacerdotisas y artesanos que molían las piedras sagradas para resguardar el secreto de la memoria cimarrona en las minas de oro. La labor comprendía nuevas y viejas técnicas de reconstrucción de las piedras escondidas en pequeñas urnas doradas de la misma manera como se esconden los secretos de la memoria.
En el interior del templo dibujaste con gotas de agua agridulce rostros resplandecientes y decoraste las paredes y el suelo con líneas onduladas, curvas, horizontales, rectas, verticales y paralelas. Entre las líneas está escrito un pacto de vida y muerte.
Las cenizas del templo fueron esparcidas en el río, y el viento se llevó el recuerdo de las personas con los rostros pintados que, según los folios del escriba del año 1922, salían por la noche, sus cuerpos ataviados con joyas y objetos sagrados, y durante el día se refugiaban en los montes y en las cuevas. Todas las casas junto al río de la que fuimos testigos también sucumbieron al tierno abrazo de las brasas de fuego.
Los sobrevivientes regresaron a la orilla del río y observaron con sorpresa y lástima cómo el agua se mezclaba con ceniza, pelo de cabra y barro. Y después de la Gran Destrucción, según consta en los folios, ellos (los pueblos) construyeron sus casas lo más alto que pudieron y reconstruyeron el altar hecho de flores venenosas y piedras vivas pronunciando cada palabra sin vocal que recordaban del lenguaje secreto.
Un día los seres vivientes recogieron semillas para esparcirlas por toda la faz de la tierra. Sucedió entonces que una de las guerreras encargadas de esparcir las semillas era una cantante, de nombre Ayda, poseedora de un tirapiedras fabricado con madera isleña.
Pero su nombre estaba marcado por el estigma.
Y todo fue tan lamentable porque si su nombre hubiera nacido sin mancha o defecto alguno Ayda habría sostenido en sus manos una espada rojiza en lugar de una serpiente durante la defensa de los valles ante la invasión de los espectros de fuego
Su nombre era el recordatorio de la última cosecha, cuando todos los seres vivos que caminaron por esta tierra en tiempos inmemoriales se sumergieron en las aguas calientes antes de ser obligados a mirar fijamente los espejos invisibles, el campo de fuerza que abrió las puertas a otros mundos a los que no deseaban entrar.
Y Ayda emprendió su camino, pero resulta que una noche uno de los ladrones descarriló transitoriamente su travesía y por ende, la tarea a la que fue encomendada.
Si no me falla la memoria, hace veinte años— cuando mis cabellos grises ocupaban puntos diminutos en este vasto universo—me topé con la transcripción de esta historia recopilada a lo largo del tiempo después de sobrevivir un incendio justo en medio del silencio y el amanecer.