El amor es un don precario y frágil, pese a ser, a la vez,  fuerte y poderoso, y, a veces, implacable y vengativo. Y en ocasiones, despiadado, indulgente y olvidadizo. En las relaciones amorosas, siempre se vive en el riesgo de la pérdida, y al borde del abismo y del caos. La fragilidad y la precariedad acechan al amor. La disolubilidad vigila el vínculo amoroso. Las relaciones humanas de pareja viven en los límites del deseo y en la imperfección: entre el anhelo de perfección y la realización de felicidad. Pero la misma imperfección se transforma en la llama que lo enciende, a cada señal o viso de frialdad. La posesión de la pasión gravita en el torbellino, que lo encierra en un círculo vicioso, condenado a vivir, pervivir o padecer en la prisión del deseo. La posesión ardiente y absoluta, en ocasiones, mata el amor. Si es enjaulado, podría morirse de impotencia y de rabia, como los pájaros. Dicha  posesión puede matarlo. La libertad en el amor lo hace más humano. Por tanto, vuelve más confiable y sólida la relaciona afectiva.

El erotismo es social, humano, racional, de estirpe antropológica; el sexo es animal, instintivo, salvaje, violento –como lo definió Baudelaire. Sin embargo, el sexo alimenta el erotismo, enciende, como una llama azul, que no quema, pero es como la llama de una vela, en medio de la oscuridad y de la penumbra del deseo. El amor es como el fuego del corazón humano, pero necesita la energía ígnea, cálida  y húmeda, de la sexualidad.  El erotismo es el oxígeno del amor, su respiración incandescente y su química corporal.

Baudelaire.

Quien ama lo hace hasta que duele, hasta lo imposible deseado. El amor es pues el sueño de la vida, la fantasía ilusoria y poderosa de la mirada de los amantes. Todo acto de amor nace de un flechazo: surge desde el instante de atracción de las miradas, de las pupilas  que se encienden, a golpe de guiños, y de su potencia seductora; su chispa se sostiene, con la conversación cálida, el diálogo ameno, los gestos, las miradas a los ojos y con los detalles: se muere con la indiferencia, la frialdad, la mirada helada, el silencio y la mudez. El amor, origen y corazón de la sexualidad y la reproducción de la especie, nace por los ojos, de las miradas retinianas, y asciende –o desciende– al cuerpo, penetra por la piel y se inter-penetra en el otro: copula, se entrelaza, se yuxtapone e imbrica cuerpo a cuerpo –entre Kama y Sutra –como en la tradición milenaria de la India.

Al amor, lo envenenan el odio, el rencor, la envidia, la deslealtad y el egoísmo, su más caro enemigo, esa pesadilla que lo traiciona y lo mata. La utopía del amor reside, entonces, en su deseo de traspasar lo imposible. De ahí que amar sea desear lo imposible involuntario.  Su gran temor es la separación de los cuerpos, previo al olvido del deseo, la atracción dichosa y la memoria erótica. El enamoramiento es una ebriedad del alma, una borrachera del sentimiento, que nubla la razón y enceguece la lógica de las acciones cotidianas.

William Shakespeare.

Shakespeare lo dijo de este modo: “El hombre vive en el pasado y la mujer en el presente”. Será por eso que, en las relaciones amorosas, el hombre es el sexo débil y la mujer, el sexo fuerte, y con mayor capacidad de olvido y, tal vez, menor capacidad de perdón. Acaso porque media la traición que, muchas veces, proviene menos del ser femenino, que del ser masculino, por razones culturales o religiosas: por la infidelidad o la mentira. También porque el olvido, en la mujer, es más poderoso: es su estilo de amar (o su arma) mortal, su reacción o respuesta, que cura y sana sus heridas, y borra sus cicatrices. Mientras que el hombre es incapaz de olvidar. La memoria es su demonio, que lo atormenta y enciende sus celos: la fuerza que golpea su machismo, ante el olvido cruel de la mujer, que lo perturba, lo hiere en su ego, lo trastorna y enceguece, y actúa como mecanismo de defensa. Y de ahí el poder de los celos en los hombres, que actúa como una fuerza irracional, como lo vemos en Otelo o en Marcel Proust, ese filósofo del amor y de los celos, en claves de novela psicológica, en su monumental La búsqueda del tiempo perdido.

El que ama sabe que ama, pero no sabe que lo aman, pues el amor es cualitativo, no cuantitativo: es informe e invisible como el aire. Quien ama es como el que no sabe o como el que no ve. Por eso “el amor es ciego”, dice un antiguo refrán: enceguece, se torna torpe, violento, sordo, ciego. Solo se mide en acciones, en acto, que es su lenguaje natural y visible.  El que no ama se muere de indignación cuando aman a quien él odia. O cuando no se sabe amado, se vuelve violento. El amor colinda con la locura, pues se torna irracional, desbocado y, a veces, desenfrenado. Siempre hay algo de locura en el amor y algo de amor en la locura, como también hay algo de locura en la razón, tal y como lo sentenció Nietzsche.

F. Nietzsche.

El amor nace del amor a sí mismo o a uno mismo. Solo que, en las relaciones de pareja, el amor heterosexual,  experimenta una transfiguración, una transformación especial para completarse; por buscar aquello que no tiene, de lo que carece, y, por curiosidad, anhela y sueña tener. El amor homosexual, en cambio, nace del amor a sí mismo, de la fantasía de lo diferente y distinto; de una ilusión de experimentación; de un acto de autoerotismo o de homoerotismo, en que el homosexual no busca en el heterosexual lo que no tiene, sino lo que tiene en el otro o tiene en sí mismo.

Amar duele, y de ahí que amar duela no en el cuerpo, ni en la piel, sino en el alma. El mariposeo del primer instante, del hechizo de las miradas amorosas, durante el tiempo del enamoramiento, se vuelve placer; tras la ruptura, se convierte en dolor y pena, nostalgia y aflicción. Cuando muere el amor o cuando muere el ser amado, el corazón duele, pues se transfigura en memoria: es la memoria del corazón actuando como sentimiento. Por eso, para Aristóteles, el corazón piensa, tiene memoria, conciencia, y en su interior –tenía la creencia–,  reside el pensamiento.  En efecto, la memoria del corazón actúa como pasión. Entre lo posible y lo imposible, en la atracción y repulsión de los amantes, en su lucha de poder simbólico, lo acechan el deseo y la indiferencia, la voluntad y la apatía, a la vez. Es una dialéctica simétrica, de oposición binaria,  que opera como fuerza de atracción-repulsión, y cuyo centro de gravedad es el amor, ese punto de inflexión, ese eje de fuego, ese “quebranto” –como dice José Mármol en un poema. En el juego político del erotismo y del sexo, los ojos y las miradas, la palabra y el silencio, la voz y la escucha juegan sus poderes de seducción y atracción, conquista y rechazo.  Esa fuerza dialéctica lo alimenta, lo mantiene vivo, durante el tiempo de la felicidad, pero también, se convierte en veneno, en toxicidad, cuando muere el amor o cuando desaparece la energía química que lo sostenía con vida, luz y fortaleza. Así pues, la relación amorosa, otrora fuerte, potente, intensa y bella, se puede convertir en comedia o tragedia, infierno o guerra intrafamiliar o batalla interior. O un juego de culpabilidad y perdón, acción y reacción: entre el amor y el desamor, el apego y el desapego.

José Mármol.

El amor es duro como el acero y, al mismo tiempo,  también frágil como el vidrio. Fuerte como el mármol y débil como el agua. A un tiempo gelatinoso y líquido. Volátil y poderoso. Ingrávido y potente, transparente y oscuro. Tempestuoso. Incisivo. Profundo y cursi. Dúctil e inflexible, a la vez. De ahí su peligro y su indefinición, su poder y su debilidad, su fortaleza y su fragilidad. Es una sombra: llega, se va y se extingue. A veces vuelve; otras veces, se oculta, se disipa o no vuelve jamás. Ahí es cuando duele en el alma y daña. Y cuando se le pierde la fe y se le odia, o se odia. O cuando el odio y el resentimiento se vuelven recíprocos.

Todo impulso de amor, evoca el principio freudiano del placer, el principio de realidad, es decir, a eros; brota primero de una fuerza instintiva  que se vuelve racional, y cuya energía libidinal se sostiene por una tentación erótica de vida. La potencia del amor reside en que la carne, el cuerpo erótico, sirve de fuerza de atracción para que se produzca la energía sexual y sensual, clave de las relaciones amorosas.

El amor no muere. Es invencible e imperecedero. “Polvo serán, mas polvo enamorado”, dice Quevedo en su célebre soneto. El amor muere no cuando uno de los dos muere, sino cuando ambos mueren. O cuando solo uno de los dos es el que ama o deja de amar. Pero solo muere, en sentido estricto, en uno de los dos: nunca en los dos, a la vez, mientras vive el que ama. Si el amor no muere, pese a la ausencia del otro cuerpo, es porque, además, es no solo carne sino espíritu. Es decir, no solo cuerpo sino alma, esa sustancia etérea e infinita, contrario al cuerpo, que se transforma en polvo con la muerte de la carne. El amor no muere con el olvido. Mucho menos con la indiferencia ni con el olvido voluntario: se alimenta y resucita, con la memoria y el recuerdo; en el sueño y la vigilia. Ocurre que, en el amor, los celos lo desvelan: se vuelven su pesadilla, su demonio egoísta. Acontece porque, en las relaciones de pareja, cuando hay celos, es porque solo uno de los dos, ama, desinteresadamente. Amar es así entregarse sin interés, por puro placer estético, por simple pasión erótica, por un deseo ardiente: darse a cambio de nada, ofrecer su cuerpo y su alma, al ser amado. Ofrecer como ofrenda y ceremonia, la desnudez. Hacer del pudor, entrega; del cuerpo y su magia, y de la piel y su hechizo, pacto de amor e intercambio sexual, comunión, trueque de flujos corporales.

La adulación y la veneración irracional pueden erosionar el amor. Quien adula o idolatra, a menudo, actúa de modo inconsciente, o ama más las ideas o la forma de ser del otro. El amor puede residir en las ideas, el bien, las instituciones y la verdad, como lo prefiguró y vio Platón. Si bien es cierto que el amor es una fuerza invisible, además, no menos cierto, que es poderoso como la fuerza de un huracán o de un cataclismo. Sin embargo, pese a su invisibilidad, como todo ente absoluto, existe  no como sustancia sino como energía química, no física. Es como una fuerza geológica invisible que mueve montañas, atraviesa mares, océanos, ríos, desiertos o muros. El ser enamorado vence todos los obstáculos, las distancias, y aun las leyes de la temporalidad, como lo recrean las epopeyas homéricas. Los amantes se fugan a escondidas: se roban, se raptan. Pelean y se reconcilian. Rompen con sus primogenitores, con la sociedad o con la comunidad. Se enfrentan entre familias, se dividen, guerrean, como los Montesco y los Capuleto, en Romeo y Julieta de Shakespeare. Pueden representar la paz o la guerra: destapar una guerra política o ser ente de paz. Es la química del amor, la materia prima que sacude la sangre –la agita y la calienta–, de los amantes en acción. Como la muerte, como la locura, como la vida, como el sueño, como Dios, es un enigma eterno, un absoluto imposible de asir, definir o conocer, plenamente. El amor nunca es relativo; siempre es absoluto. Es un mal sin remedio. Una herida abierta. Un mar abierto y, a la vez, un desierto. Una enfermedad no del cuerpo sino del alma, lo que es peor. Un mal sin fondo. Un mar quieto y embravecido. Un huracán del sentimiento y la pasión. Un sismo del fervor. Un cataclismo psicológico de la vida, la manzana de la discordia o la puerta del paraíso. La gloria o el infierno de la vida amorosa. La caja de Pandora, del azar y la dicha, del amor. Acaso es una enfermedad de la voluntad, un dolor del espíritu, una magia que hechiza, enferma, deprime. O que salva a los enamorados, durante un  tiempo, de la aflicción, el tedio vitae y la abulia. Un mal sin curación: sin cura. Un torbellino del corazón. El amor es el cepo de las pasiones eróticas. Sin médicos ni psicólogos ni sexólogos. Un abismo sin fondo. Un pozo infinito. Un ente sin cielo ni tierra. Un estado del ser, a un tiempo, vigilado por un dios y un demonio. Un diálogo eterno, dichoso y placentero, durante la felicidad de la pareja y un monólogo infernal y desdichado, cuando se muere. Y, más aún, cuando llega la separación, mutua o unilateral, por incompatibilidad de caracteres, personalidades o intereses. En ocasiones, se prolonga, se resiste, se tolera, en nombre de la unidad familiar, por los hijos, los amigos comunes o el entorno social. A veces, esta política lo preserva; otras veces, es tan fuerte el rechazo y el rencor, que sobrepasa dichos agentes o factores externos.

Platón.

El amor es una fiesta de la piel, las manos, la boca y los ojos, y después, un insomnio de las miradas. Potencia e impotencia del sexo. Primero, un  carnaval del sueño  y el erotismo, y luego, una pesadilla de la sexualidad y el deseo. El sexo es animal y como tal, no evoluciona, contrario al erotismo que es humano y consciente, y que evoluciona: se transforma. El sexo animal es estático; en los humanos es creativo, progresa y se transforma con técnicas: se reinventa porque el ser humano es imaginativo, juega, crea, fantasea. En el animal, el sexo es irracional, una fuerza instintiva, ritual y mecánica; en el hombre, es una potencia consciente y racional, por tanto hay una memoria del sexo; en el animal no existe una memoria del sexo. Solo el hombre, que es más que sexo, es decir, es erotismo, disfruta racionalmente el placer y el goce de la sexualidad.

Kama Sutra.

El amor vence cánones, derrota prejuicios raciales, sociales, físicos o religiosos. Lo material, la ambición, la impureza y la hipocresía lo matan de inautenticidad. Lo espiritual, la sinceridad y la honestidad, lo alimentan y purifican. El amor no se compra, aunque puede comprarse el cuerpo. Se negocia un matrimonio o una relación nupcial, mas no se compra un corazón  o un alma. Se vende el sexo, no así el erotismo. Y, si se compra, es porque se oferta en el mercado de la prostitución o se adquiere un amor a crédito, como promesa de felicidad telúrica y satisfacción material. Las caricias delatan su mentira; también su fingimiento. El poder y el dinero, sus peores enemigos, lo contaminan, y la conquista se vuelve tosca, torpe, rústica, ordinaria y grosera. En un mundo capitalista, de relaciones de poder social, de hegemonía de lo material sobre lo espiritual y cultural, el amor cortés medieval, o aun el amor romántico, está en crisis, prostituido, contaminado de fealdad. La era romántica, del predominio o imperio de la belleza, quedó sepultada por la modernidad del relativismo estético y el poder de las cosas sobre las personas. Del tener sobre ser. De la conquista en las relaciones, no a través de la palabra sabia, persuasiva y elegante, sino del gesto y las propuestas indecorosas, de la exhibición de objetos y pertenencias, que rompen los ojos y obnubilan la conciencia. No se rompen corazones amorosos, sino ojos ambiciones y lujuriosos. Lejos quedaron las eras monárquicas en que se perseguían la pureza racial, la unidad imperial, la identidad étnica o la casta familiar. Asistimos a una época en la que la unidad monárquica la rompe un miembro que se desclasa, o que no siente ningún orgullo de su estirpe o linaje, pues lo juzga arcaico y en desuso. Es una época en que se rompen los colores de raza y se vencen los defectos físicos, las taras sociales, a cambio de poder, dinero y fama.