Todos los que estamos aquí somos capaces de discriminar un hecho violento de uno que no lo es. Lo que a lo mejor nos costaría un poco más de esfuerzo intelectual es desentrañar de las maneras en las que la violencia se manifiesta y extiende dentro de un campo de poder discursivo. El silencio como manipulación, por ejemplo, y otros tantos mecanismos de control que tienen como arma la palabra. Dicho esto, debemos, antes del análisis de los textos, distinguir que estamos frente a dos tipos de violencia: la del discurso y la que refiere la Real Academia de la Lengua como acción y efecto de ser violento; violento, en una de sus acepciones, es un adjetivo “Dicho de una persona que actúa con ímpetu y fuerza y de deja llevar por la ira”.

Nuestro planteamiento central será observar panorámicamente una novelística a partir del conocimiento teórico de Judith Buttler o de Frantz Fanon sobre la violencia discursiva y simbólica. Por otro lado, concentraremos la atención en la violencia como acto de agresión física, material y moral, procurando establecer las razones que la provocan o estimulan.

Juan Bosch, autor del cuento Luis Pie..

Tanto Buttler como Fanon interpretan la violencia como herramienta de los monopolios para justificar sus operaciones de exclusión y deshumanización. De ahí que el racismo, el machismo, la aporofobia, la homofobia y transfobia se condenen físicamente, aunque se perpetúen en la práctica discursiva. La prehistoriadora Marylène Patou-Mathis descarta el origen genético de la violencia asumiéndola como un producto histórico orignado en “El tránsito de la economía predatoria a la productiva” que cambió la organización social generando desigualdades.

Una precisión que voy a compartir es que, si bien existe la nomenclatura “novela de la violencia”, bautizada así por Hernando Téllez a principio de los 50 y refrendada por Gabriel García Márquez en el 1959, en la República Dominicana no podemos afirmar que exista una novela de la violencia en sentido estricto. De lo que sí podemos hablar es de una novelística que recrea momentos de nuestra vida nacional especialmente sangrientos. El degüello de Moca, de Bruno Rosario Candelier, El masacre se pasa a pie, de Freddy Prestol Castillo, y El crimen verde, de Emilia Pereyra, son ejemplos de esta novelística.

En el caso de la novela sobre el tema de la caña, encontramos la edición de la trilogía La novela de la caña publicada por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos en 1981. Está integrada por novelas que retratan la etapa de gestación de la industria de la caña en el país: Cañas y bueyes, de Francisco Moscoso Puello, Over, de Ramón Marrero Aristy, y El terrateniente, de Manuel Antonio Amiama. Se trata de textos fundamentales sobre esta temática para nuestra literatura nacional. De esta edición, tomamos Cañas y bueyes y Over. Además, al considerar el cañaveral como eje contenedor del espacio narrativo, incluiremos el cuento “Luis Pie”, de Juan Bosch.

Over está considerada una pieza clave en el corpus novelístico dominicano. Junto con La Sangre, de Tulio Manuel Cestero, y El Masacre se pasa a pie, de Freddy Prestol Castillo, forma parte de las lecturas de asignación casi obligatoria para los lectores de secundaria, por lo que son un referente para los bachilleres dominicanos.

Tanto Over como Cañas y bueyes nos permiten situar el discurso de la violencia en la industria azucarera. La función de bracero en oposición al del capataz se plantean como principio y fin del eslabón del negocio de la caña. En cuanto a “Luis Pie”, se presenta el ámbito del cañaveral como un espacio eminentemente fértil para la institucionalización de la violencia.

La autora, Dra. Ibeth Guzmán, al momento de pronunciar su discurso de ingreso a la Academia Dominicana de la Lengua.

Cañas y bueyes, de Francisco Moscoso Puello 

La novela Cañas y bueyes, publicada por primera vez en 1935, sitúa su acción narrativa en el Este del país. Su autor, Francisco Moscoso Puello, nació en Santo Domingo 1885 y falleció en 1959. Su condición de doctor en Medicina y de hombre de cultura le permitió realizar una mirada significativa a la sociedad dominicana de la época. El componente racial constituyó un elemento clave en la formación de su criterio sobre la dominicanidad. Su libro Cartas a Evelina (1940), que pretende ser un estudio psicosociológico sobre el dominicano, es, a su vez, un documento que permite estudiar su visión personal. En una de las “cartas”, Moscoso Puello (1974) resalta los siguientes datos estadísticos del censo de 1920, del que extrae la composición étnica del pueblo dominicano: “un cuarto de millón se consideraban blancos; otro cuarto de millón, negros; y los setecientos mil restantes, mulatos” (p. 217). Dentro de esta composición el autor orgullosamente se consideraba parte de la población blanca, al ser, según sus palabras, 80% blanco, lo que para él implica una superioridad, pues podía, entre otras competencias, “entender un plano, trabajar con la electricidad, industria blanca por excelencia, sentarme en un inodoro, comer avena con leche fría, y hacer otras cosas por el estilo que, indiscutiblemente, sólo pueden hacerlas bien hechas los blancos puros” (p. 85).Mientras se consideraba una especie de sabio debido a ese “ochenta por ciento” de sangre blanca, por otro lado juzgaba al dominicano, al hombre del Trópico, a ese mulato sometido a la inclemencia del clima caluroso, como un ser vago y disoluto, sumergido en el primitivismo.

Su capacidad intelectual y su visión sobre la composición racial presente en la República Dominicana constituirán un sustrato importante al momento de escribir Cañas y bueyes, debido a que poseía una idea determinada de los diversos grupos (negros, mulatos, haitianos, cocolos, blancos, dominicanos, gringos…) que componían el microcosmos de la central azucarera, espacio sobre el que gravitan los distintos elementos de la novela. Muchos de los juicios valorativos que encontramos en la ficción de Cañas bueyes los encontraremos explicados y “debidamente sustentados” en Cartas a Evelina, un libro que, aunque publicado casi un lustro después de la referida novela, muchos de los artículos que lo componen habían sido publicados individualmente entre 1913 y 1930.

El cañaveral, microcosmos 

La novela Cañas y bueyes inicia sumergiendo al lector en el paisaje exuberante. Pronto esta visión paradisíaca desaparecerá para dar paso a la siembra de la caña. Desde ese momento ya no existe esa comunión entre el hombre y la naturaleza, entre el campesino y su monte, sino que se va al traste el vínculo primigenio de ambos. Se ha quebrado la relación bucólica en la que el bosque protege al hombre y el hombre respeta al bosque. Esto hace surgir un sentimiento de indignación: “Cuando las hachas abatieron aquel monte y el fuego lo redujo a carbones y cenizas, los moradores de las secciones vecinas pusieron el grito al cielo” (Moscoso Puello, 1974, p. 11)[1].

En estos campesinos a la vez despertó, o mejor dicho se durmió, un sentimiento de impotencia. Les habían despojado de todo al destruir el espacio en que podían sembrar y cosechar los únicos alimentos que les daban el sustento. Además, fueron desalojados sin recibir ninguna compensación. El monte, con sus espacios abiertos para el solar, había sido sustituido por el batey: un lugar de gente de costumbres extrañas, extranjera, lleno de “tanta gente mala, entre las cuales muchos no parecen cristianos” (p. 15).

Uno de los sistemas organizados para justificar la violencia de un humano hacia otro es racializarlo. Detengámonos en la entrada a escena de un empleado que tenía don José en el cañaveral Las Malas Mujeres, “Un negro como pocos” (p.26) que bien podía aprovecharse de la confianza de José y engañarlo, pero no lo hacía. También aparece otro negro, don José del Carmen “Un negro más pobre que un ratón de iglesia, que él conoció muy bien y que además, hacía años que había muerto” (p. 27). Tal como se expresa aquí, con la carga significativa del lenguaje, ser negro es solo una suerte de epíteto para señalar la condición de pobreza del sujeto.

Así como la piel negra provoca un prejuicio negativo, en ocasiones la piel blanca causará perjuicio a los incautos. En los predios de San Pedro de Macorís, míster William, un astuto estadounidense, hablando en nombre de la Compañía Nacional de Inversiones, engañaba a los campesinos aprovechando la admiración que despertaba su condición de hombre blanco: “Los campesinos dominicanos sienten una gran admiración por el hombre blanco. No le discuten nunca y creen que todo cuanto les puedan decir es verdad” (p. 49).

Así, blancos como Mr. Moore, en nombre de la Compañía, establecieron las grandes colonias de caña. En algunos casos, la empresa extranjera se ponía de acuerdo con los dueños de la tierra para que produjeran el azúcar y se la vendieran de manera exclusiva así monopolizaban el precio. En poco tiempo, causó la ruina del hacendado criollo don Marcial. La novela dibuja paso a paso los sucesos que le llevaron a la quiebra, al igual que a otros colonos. Sucede que de repente los precios bajaban, y mantener la siembra costaba más que el beneficio que finalmente producía la zafra. Esta manipulación del destino económico hacía que el daño material se extendiera a todo aquel que no fuera socio directo de la Compañía, inclusive a los colonos: “En ninguna parte del mundo se explota a los hombres como aquí. Peones, empleados, bodegueros, todos somos esclavos. Los colonos son todavía más desgraciados” (p. 218).

Los representantes de la Compañía exhibían abiertamente en su discurso su visión del dominicano. Como si repitiera el eco de uno de los pasajes de Cartas a Evelina, Míster Moore se refiere al criollo como “haragán”, “distanciado de toda idea elevada”, dado al baile… “Sin jaitiano, sin cocola, no hay zafra. Dominicano es el genti del gallo, del balsié, y del santo. Sabe mucho de jiglesia. No quieri trabaja. Y si trabaja es pensando en el fiesta. Quieri descansar todo el tiempo” (p. 262).

Las centrales azucareras tuvieron presencia en todas las grandes regiones de la República Dominicana. Hemos visto al personaje haitiano en el contexto de un cañaveral de San Pedro de Macorís, bajo condiciones determinadas. A continuación, nos trasladaremos a otro espacio recreado en la novela Over, de Ramón Marrero Aristy. Sin echar a un lado las experiencias sobre el personaje que nos ocupa vistas en las páginas anteriores, veremos si en este otro contexto las condiciones cambian o permanecen iguales.

Over, de Ramón Marrero Aristy, o el ingenio como engaño 

 

Ramón Marrero Aristy nació en San Rafael del Yuna, Higüey, en 1913, y falleció en 1959. Esta declaración simple, llana, elemental, contiene sin embargo cuatro importantes aspectos que fueron determinantes para este autor. El primero es que nació prácticamente en los años de la primera intervención armada norteamericana en la República Dominicana, la cual se extendió de 1916 a 1924. Esta invasión sin dudas facilitó que los inversionistas gringos controlaran la economía dominicana, especialmente la que provenía de la economía azucarera. La inestabilidad propia del ámbito precapitalista que imperaba en el país fue fundamental para el gobierno estadounidense invadiera nuestras costas, pues según Espinal (2008) este atraso “entorpecía la producción y comercialización del azúcar exportada hacia Norteamérica”. El segundo aspecto es el de haber sido natural del Este dominicano, región por excelencia para la explotación de las centrales azucareras: en esta zona, utilizando de peones a haitianos, cocolos y dominicanos, los norteamericanos pondrían en juego importantes partidas del más salvaje ajedrez capitalista. El tercero es que su noción del desarrollo social coincidió con un período en que estaba en boga el discurso sobre las luchas por las conquistas de los trabajadores. El cuarto aspecto es que le correspondió desarrollar su preocupación social durante la dictadura de Trujillo, tiempo en que, por razones de conveniencia, el Estado dominicano permitió el contacto con el movimiento obrero internacional; también sería esta dictadura la que fraguará su asesinato.

Esto refleja una sensibilidad por el drama de los trabajadores. En Over se observa este interés que lo lleva a enfocar con profundo sentido humano a los personajes desfavorecido, en quienes los mecanismos de explotación hunden sus terribles garras. Su conocimiento sobre la realidad de los campos de caña le permite realizar una lectura de los personajes desde el punto de visto de la explotación laboral. Ni en Cañas y bueyes ni en El Masacre se pasa a pie encontraremos tantas precisiones sobre los asuntos laborales y del comercio económico que vemos en Over. En efecto, el dominio de las interioridades del tema le permite no solamente expresar estéticamente la situación de los capitalistas y los jornaleros, sino presentar datos sobre los márgenes de ganancia de los colonos, los salarios de miseria de los peones o las características de las contrataciones de los obreros.

Over: el pasado tras un retorno fugaz 

En Over existe una clara conciencia de la explotación y de los mecanismos que utiliza. La historia es contada desde la óptica del abuso sobre los jornaleros. “Over” es un recurso con el que los colonos exprimen la cadena productiva: “Este maldito over, ¿quién lo inventaría? ¿Dónde halló esta gente tan diabólica forma de exprimir? No hubiera creído, por más que me lo hubieran dicho, que con su apariencia de personas serias, metódicas, invulnerables, podrían ser tan cínicos” (Marrero Aristy, 1963, p. 49).

El “over” consiste en sobrevaluar las mercancías de la bodega, para el perjuicio de los clientes, que son en su mayoría peones haitianos, cocolos y dominicanos. Todo el que se encarga del mercadeo de algún producto se encarga de engañar con el peso o con el precio de las mercancías, de manera que pueda obtener un excedente mediante el empleo de estrategias de corrupción. Sin embargo, el “over” es un procedimiento de robo que el bodeguero realiza para la compañía. Digamos que un saco de azúcar está etiquetado con un peso de 200 libras; sin importar la inscripción, su contenido realmente pueden ser 160 libras: el administrador de la bodega tendrá que ingeniárselas para cobrar por esas 160 lo que constarían las 200. El excedente es el “over”, una suma que da un carácter infernal a la plusvalía.

Over es una novela escrita en 1939, cuya trama se construye sobre la acción del retorno del joven Daniel Comprés. El inventario de la literatura cuenta con diversas ficciones sobre un personaje que realiza un viaje en busca de un lugar ideal del pasado. En Over este segmento temporal será apenas de unas horas. El padre de Daniel lo había echado de la casa; la excusa para desterrarlo fue que lo consideraba una molestia y una sanguijuela; realmente, su progenitor estaba siguiendo una cruda tradición familiar, haciendo lo que su padre ya había hecho con él mismo décadas atrás.

En el tiempo de unas pocas horas, mochila a la espalda, Daniel se guarecerá en un parque del pueblo. Desde ese momento iniciará el viaje de retorno, ya no a la casa paterna sino al pueblo en que había residido toda su vida. Desde su condición de desarraigado del hogar analizó sus posibilidades, las cuales se circunscribieron a pedir dinero prestado a los vecinos que conocía. Pero “a su retorno” todos le negaron ayuda. El pueblo del “regreso” ahora le resultaba extraño y hostil: “Y sin embargo, he de reconocer que todo esto que me rodea, visto por mí a cada amanecer hasta hacerme hombre, se ha tornado hoy en algo repelente; y una gran sensación de soledad se ha adueñado de todo mi ser” (Marrero Aristy, 1963, p. 9)[2].

Estaba cansado, muerto de hambre, sin un centavo. Todas las puertas estaban cerradas. En aquel ambiente era una especie de bicho raro: “Yo conozco que los muchachos que como yo tienen pretensiones de escritores, poetas y cosas por el estilo, son mirados como verdaderas alimañas y arrojados por inútiles e ilusos” (pp. 12-13). Apenas don Julio, quien había sido empleado de su padre, le suministró unos guineos maduros para comer; este fue el único gesto de solidaridad que recibió.

Daniel Comprés es el narrador autodiegético de la historia. Casi como un golpe de suerte consiguió trabajo en una central azucarera cuyas oficinas estaban localizadas en el pueblo. Fue nombrado administrador de una bodeguita de un batey. Esto lo coloca en el contexto de la explotación azucarera. Su incursión en el batey le permitirá conocer de cerca a las personas que hacían la vida en el cañaveral, incluyendo, por supuesto, a los braceros campesinos..

Es importante que nos detengamos a observar la explotación desmedida: “Los trabajadores a veces no quieren hacer los cultivos, no porque tengan energías para reclamar derechos o formular protestas, sino porque sus ojos les dicen que en dos días de trabajo no ganarán para comer una vez” (p. 44).

El sistema de “laboral” de los colonos expropiaba a los trabajadores casi la totalidad de sus derechos humanos, el derecho al trabajo, a la remuneración y a gastar su salario con libertad. La bodega se constituyó en cómplice, en un recurso de naturaleza sanguinaria. Los trabajadores “sólo pueden gastar su dinero con facilidad en la bodega del central, porque este dinero generalmente no es tal, sino vales, y porque las pocas veces que a sus manos llega una moneda, no hallan otro sitio donde gastarla” (p. 55). El incumplimiento y manipulación de sus compromisos de paga era gesto de la Compañía, en virtud de su poder, el que más ofendía a la población del batey.

La explotación de Daniel Comprés 

En el personaje Daniel Comprés encontraremos las respuestas más desgarradoras a la explotación. Aunque, como bodeguero, es una pieza destacada porque “tiene comida”, no deja de ser otra víctima de los colonos. Por tratarse del narrador-protagonista, observamos directamente cómo las tretas y abusos de la central azucarera menoscaban la vida de los empleados. Un simple bodeguero que recibía por su faena un salario tan miserable, que incluso el taquígrafo que le llenó el formulario de trabajo le preguntó, casi en tono de advertencia: “–Sabe usted que va a ganar ocho pesos semanales en una bodeguita de campo?” (p. 26).

Este cargo lo colocaba en un lugar importante de la escala económica entre aquella gente: “El bodeguero de un batey es el personaje más importante en toda la jurisdicción, porque es el único que tiene mucha comida” (p. 74). Su trabajo consistía en administrar la bodega de un pequeño “batey cercado de cañas que no se pueden tocar en “tiempo muerto”, con un vale en las manos que de nada les sirve en otra tienda” (p. 51), sometido a un conjunto de reglas estrictas. Debía recibir la mercancía, despacharla a los jornaleros y a los otros empleados relacionados con el central, mantener el inventario y cuadrar las ventas. Todo esto lo hacía para beneficio de la Compañía que era la propietaria de la bodega. El negocio de la bodega permite observar una cara del control de los colonos sobre los peones.

Pero no sería suficiente con dejarse exprimir contractualmente por el central. En contra de sus principios y de su voluntad tenía que participar en el over de la Compañía. Ya le parecían excesivos los abusos contra los peones, para que también él tuviera que sumarse a esa estrategia de latrocinio día por día. Sin embargo, estaba obligado a ejecutarlo, porque de no hacerlo tendría un déficit en el inventario y sería despedido, desacreditado por ladrón y expulsado del batey.

Aunque en el escalafón laboral estaba por encima de los jornaleros en los hechos no dejaba de ser un eslabón más de la cadena de seres explotados. Comparado con uno de estos peones no podríamos garantizar que gozaba de una mejor condición laboral. Las tretas de la Compañía para sacarle el jugo a Daniel eran casi inagotables. Su único tiempo libre era el domingo después del mediodía. Pero como estaba obligado a presentar la bodega limpia y bien ordenada los lunes en la mañana, tenía que consumir el ocio en realizar estas tareas.

Los hombres anónimos

A llegar la zafra, tanto el cocolo como el haitiano eran ubicados bajo la misma categoría: negros. Aquí todos son nadie, apenas un color genérico. “Cuando llegan al batey central, los pobres negros no saben lo que se trata de hacer con ellos. Están molidos, indefensos, y se dejan arrear en rebaños” (p. 80). De inmediato se enumeraban a los fines de identificarles fácilmente dentro de cualquier batey. En el mismo momento en el que se le colocaba el número perdían su nombre, su pasado y su identidad.

Con la llegada de los “negros” se rehabilitará el ciclo vicioso en que la bodega cumple la función de esquilmar los pagos hechos por las jornadas realizadas. Regresan al panorama los seres anónimos, las sombras. Acaso alguno adquirirá la estatura del apelativo en un diálogo del viejo Dionisio: “–Oye Miguel Luis; no hiciste má que picar tre cañita y ya tas´en el batey bucando vale. No quiero que me le dé malo s´ejemplo a lo congose. Compra y vete a levantar tu viaje” (p. 86).

En un sentido, la zafra iniciaba como terminaba: con una pila de jornaleros en la pobreza. Los hombres debían ir mansos a cortarse la voluntad y el orgullo en una zafra infinita. Y dejar allí el poco arrojo que les queda.

Todos se van con la esperanza de no tener que volver. Como cada año se lo prometen a sí mismos. Pero volverán. Volverán ellos mismos u otros parecidos a ellos, seres que para el ingenio son lo mismo: hombres anónimos, simples sombras.

Over presenta una interrelación compleja de personajes de diversos extractos. Es una especie de Babel social en que se enredan los criterios de los gringos, de los negros, de los mulatos… Pedro Mir, en “Hay un país en el mundo” lo dice así “abre una herida donde unos ojos/los campesinos no tienen tierra”. Ninguno de los peones de esta novela tiene un pedazo de tierra. Ni el criollo ni el extranjero, ambos marcados por la herradura ardiente de la pobreza.

En suma, Cañas y bueyes, de Francisco Moscoso Puello, y Over, de Ramón Marrero Aristy, se componen de tramas donde caña y violencia se imantan como anverso y reverso de una explotación robusta, sistémica, despiadada. Una colonia, ingenio, central o consorcio siempre traerá su contraparte, como en una combinación mostrenca: bracero, batey, zafra y corte. Un cañaveral se instala como una maquinaria ciega de producir a gran escala: azúcar, desesperación y desaliento. Estas tres historias comienzan con la esperanza de lo mínimo: trabajar para comer, y terminan con la única certeza de que salían menos dignos y menos humanos de lo que entraron. ¿Terminan todas las narrativas cañeras dominicanas con la misma sensación de vacío? Esta pregunta queda pendiente para una próxima ocasión.

[1]A partir de este momento para las citas de esta edición de Cañas y bueyes, solamente indicaremos el número de página entre paréntesis.

[2]A partir de este momento para las citas de esta edición de Over, solamente indicaremos el número de página entre paréntesis.

 

Ibeth Guzmán en Acento.com.do