Toda la vida había esperado ese momento. Fueron muchas horas de rezos, meditaciones, estudios y prácticas.
El día llegó. Los nervios estaban a flor de piel. Esa mañana tuvo un episodio de diarrea, se lo achacó a los nervios. Pasaron las horas, fue al baño: una, dos, tres, cuatro veces.
Tomó té de hojas para calmarse porque ese estado intestinal era producto de esa espera que ya había llegado.
Una taza de té, dos tazas, tres tazas, pero las tripas no se apaciguaban.
Algo pasa-Pensó. Debo parar esto.
Llamó a la farmacia, pidió dos prodom, se las bebió. Una prodom, otra prodom, nada pasó. La diarrea seguía más abundante.
Comenzó a desesperarse, tenía que ir al lugar donde la esperaban, era su momento anhelado, su gran oportunidad.
Me siento débil- Pensó, pero tengo que continuar.
Tomó una decisión muy extraña. Llamó a la farmacia y pidió pamper: un pamper, dos pampers, tres pampers. Se colocó uno. Estaba incómoda, pero era una solución.
Buscó una ropa que le disimulara el pamper, fue difícil, sin embargo, encontró un pantalón azul oscuro. No era de su agrado, pero no tenía opción.
Llamó un taxi, en la espera de este se cambió el pamper, se había llenado. Abordó el taxi y pidió ser llevada al lugar que la esperaban. Trayecto difícil, mucha incomodidad, mucho pupú.
Por fin llegó donde la esperaban. Fue al baño para cambiar el pañal, una locura realmente. Lo cambió. Estaba lista.
Se dirigió al lugar donde la esperaban y al entrar, las fuerzas la abandonaron, el pamper se rebosó, todo aquel lugar se infectó con el excremento que brotó de sus entrañas.
No la evaluaron, no la contrataron, tomaron en cuenta su estado desastroso, esa palidez, esa diarrea que solo da a los enfermos de quién sabe qué.