Con el apoyo del Instituto de Geografía de Buenos Aires, Carla Lois ha estudiado la presencia del Atlántico en la cartografía de finales de la Edad Media y un poco más. Sostiene que esta práctica tuvo mucho de aventura e imaginación, y que, siguiendo a Parry (1974), todos los mares del mundo son uno solo, pues, salvo excepciones, están conectados unos con otros. No obstante, hasta 1492 no se creía en la individualidad del mar, ni se veía como unidad geográfica; lo que impactaba y provocaba todos los temores era su inmensidad. El respeto por el mar océano, así se idealizaba, se impuso para ese tiempo y en el imaginario sobre el Atlántico destacaban sus islas y monstruos abundantes. Las primeras retaban a los marinos sagaces y dispuestos a vencer navegando en lo incierto. Tan fascinante era el mundo isleño, apunta Lois, que lo real se nutría con fantasías muchas veces registradas en los famosos islarios. Mientras, los monstruos, considerados enormes, rebeldes y domesticables, eran un mundo fértil para la leyenda.
Todo cambió con Cristóbal Colón al abrir las puertas de un Mundus Novus en octubre de 1492. A partir de su hazaña Europa no sólo conoció nuevas tierras, sino que avanzó en el dominio de la navegación y en el descubrimiento del mar. Así, disminuyeron los naufragios, se despejaron muchas dudas y fue menor el sentido de aventura al “hacerse a la mar”. Tan significativo fue el avance, que las creencias y valores medievales relacionados con el mar fueron recogidos con vocación artística en la cartografía de la primera mitad del siglo XVI. Esta experiencia era frecuente cuando se trataba de encargos privados que incluían escenas de canibalismo, monstruos con detalles humanos, sirenas y amazonas. Con mayor sentido estético figuraban banderas, murallas, turbantes y animales en los bordes de los mapas diseñados. Cartógrafos connotados como Martin Waldsemuller (1516), Diego Ribero (1529), Sebastián Munster (1532), Grynaeus y Hoblein (1532), Diogo Homen (1558), no escaparon a esta práctica.