A lo largo de los siglos el Caribe no sólo ha sido una frontera imperial, sino también frontera de lo imaginario. Cuando el poeta y escritor cubano José Lezama Lima dijo en su libro La expresión americana que “el idioma conversa” seguro estaba pensando en el vínculo imaginario que puede establecer la literatura a través de una lengua común entre los pueblos de habla hispana. Sin embargo, pienso que Lezama fue más allá y también pensó en Miguel de Unamuno quien había afirmado muchos años antes que “la lengua es la patria”. No hay nada más cierto para los caribeños de habla hispana, a quien nos une el idioma como estandarte de una cartografía cultural.  Nos une la cultura como expresión de nuestros saberes y nos une la historia como símbolo de nuestras sangrientas y dramáticas luchas y las más anheladas libertades. A partir de esa “patria común” el Caribe ha sabido reinventarse con el tiempo y establecer un corpus identitario mediante lo que Manuel Matos Moquete llama “la lengua cultura”. Además de la lengua, la patria caribeña enfrenta el calor del trópico y los vientos del Este que arrastran los huracanes. Pero también los pueblos caribeños están marcados por el espíritu de las luchas sociales y políticas, las cuales han librado para levantarse en contra de la masacre imperialista.

Desde finales del siglo XV, el Caribe fue centro del poder político de los imperios europeos, cuando los renacentistas se establecieron en la española con las huestes de Cristóbal Colón al mando. Fue además tierra de espñoles, franceses, ingleses y holandeses: A ese respecto dice la cuarteta del cura español: “ayer español nací, en la tarde fui francés, dicen que etíope fui, hoy dicen que soy inglés, no sé qué será de mí”. Desde la isla de Sotavento hasta Cuba, un siglo más tarde, el Caribe fue territorio de disputas entre los imperios, por sus características   geográficas y porque se convertiría con el tiempo en el centro de distribución estratégica de cuantas campañas se necesitaban para expandir los poderes geopolíticos y establecer el plan hegemónico de la europa renacentista.

Visto así, el interés por el Caribe no ocurriría en vano. Las tierras soñadas y descritas por Cristóbal Colón, representaban el edén para quienes necesitaban satisfacer el morbo por el oro y el portento de las riquezas descritas en su exagerado Diario de viaje. Todas estas noticias, alimentadas por  leyendas, cargadas de hipérboles y fantasías provocaron refriegas guerreras y contingencias que llenaron ríos y arroyos de sangre. A ese respecto Pedro L. San Miguel apunta que “en esa mezcla de realidad y fábula que constituyó la geografía caribeña que elaboró Colón a partir de lo que vio, de lo que escuchó o más bien, de lo que creyó escuchar y de lo que imaginó, ningún territorio lo sedujo tanto”. En ese sentido la visión de Colón abarca un periplo importante que se advierte en dos direcciones posibles: lo histórico y lo geográfico.

¿A partir de qué momento el Caribe comienza a perfilarse como frontera de lo imaginario? Pienso que en esa ficción del Diario de Colón en la que exagera a los Reyes Católicos la proeza sobre las tierras soñadas se inicia aquella aventura de nuestra ficción caribeña. Con el paso de los siglos el contexto cultual del Caribe fue agigantándose y adquiriendo a la vez fisonomía étnica y colores propios. Apareció una música proveniente de nuestro folklore hegemónico, parido desde lo más hondo de la plena puertorriqueña y la mangulina. Aparecieron también el son cubano, ritmo andariego y cadencioso que iba de puerto en puerto de la mano del viajero feliz y el merengue dominicano, “consejero agrario de nuestras luchas” más sangrientas.

Heredamos así el Gagá, rito musical haitiano de envergadura religiosa, el que más tarde se trasladaría a la República Dominicana como consecuencia del contrato de obreros haitianos para el corte de la caña. Durante los meses de febrero y marzo las calles se visten de colores al ritmo de cascabeles y disfraces para celebrar el carnaval como una expresión pura de nuestras leyendas ancestrales y nuestros ritos más comunes. No es extraño encontrar en los pueblos caribeños a brujos, chamanes, leedores de tasa, adivinadores de la suerte y curanderos, quienes con sus poderes curativos ofrecen y preparan todo tipos de zumos y brebajes diversos para las enfermedades cotidianas.

Así encontramos las celebraciones de las Fiestas de San Miguel durante el mes de septiembre, junto a los altares religiosos en los que convergen deidades españolas y africanas. Todo un conjuro sincrético de elementos cosmogónicos y voces convocantes en los que intervienen la magia, lo ritual, lo religioso, la fe colectiva y la exaltación del espíritu, que a decir del novelista cubano Alejo Carpentier constituyen toda una variada gama de lo que él  llamó con mucha propiedad  lo real maravilloso.  Apareció así una literatura cuya esencia fue netamente criollista en todo su contenido y que gracias al uso de un lenguaje oral muy particular, con el tiempo participa del juego lúdico y de la aventura de sus personajes; abrevada en todas sus partes, por insólitos hechos históricos y por cuantos relatos orales convirtieron al Caribe, además de frontera imperial, en frontera de la imaginación y en escenario clave para mito. En el Caribe los mitos han cobrado vida desde siempre, por cuenta de los alucinantes relatos de guerreros, alzados, nanas y viajeros, quienes en sus largas vidas por los pueblos relataron y escucharon historias sobre antiguas leyendas de reyes, fantasmas, duendes  y aparecidos, que le dieron a nuestra literatura un tono particular en conexión con la fantasía.

Probablemente sea en el Caribe y no en otra región del mundo donde las caderas de una mulata se remenean cuando el sonido del tambor convoca la  tonada de la mangulina y el perico ripiao solivianta los corazones alegres. Pienso que allí, en los barracones de negros “secuestrados del África”, en una cálida noche caribeña pudieron haber nacido el guaguancó, la salsa y el tumbao. En aquellos famosos versos del puertorriqueño Tite Curet es donde mejor se expresa lo que digo. Aquel “primoroso cantar”, bien interpretado por Pete –El Conde– Rodríguez acompañado de la orquesta del dominicano Johnny Pacheco cuando dice: Primoroso cantar/ que comenzó en un guaguancó/cuando mi gente llegó/ del África lejana trayendo un bongó/. Y bien lo sigue reafirmando el poeta en su ya famosa “Catalina la O”: Con el embrujo de tu tambor/siente el mundo gran emoción/llena de romance dicha y amor/estas son las notas de Catalina la O. Esta melodía, en cuyos versos entroncan el ritmo y la música pegajosa con la mejor poesía de Nicolás Guillén, Manuel del Cabral, Pedro Mir y Luís Palés Matos procura una de las características esenciales de la cultura caribeña: El ritmo cadencioso y candente que el cuerpo lleva por dentro, en el que mejor  se expresa la alegría del hombre afrocaribeño, la nostalgia de su pasado luchador, la melancolía y el desarraigo cultural de su mundo ancestral y antropológico.