Maria Esperanza corrió el velo de la ventana para observar las luces del atardecer que llenaban el infinito cielo de tonos rosados y dorados. El viento susurraba, desplegando las telas de sus ligeras cortinas como si alguna mano invisible pretendía infiltrarse en la habitación, ya iluminada por la interminable presencia de los dioses ancestrales.
La existencia de María Esperanza estaba marcada por aquel latido constante de la Brecha, un abismo inexplicable que separaba Barrio Afortunado, donde sus hogares parecían construidos en nubes de algodón, y el Polvo Olvidado, cuyos pasajes y casuchas parecían meras espinas clavadas en el costado del tiempo.
Todo eso sucedía en el pequeño y colorido pueblo de Espe, ubicado justo en el límite entre el mundo real y el humanamente inimaginable, allí vivía Maria Esperanza. Era conocida por su cabello azul como la noche más oscura y sus ojos centelleantes como el amanecer, con un cuerpo suave y firme, como si la carne se le quisiera salir de la piel, una textura color canela, que permitían a las flores renacer y a las mariposas volar al unísono cuando se posaban en sus dedos. Su risa contagiosa resonaba entre los callejones y hacía que los lugareños se sintieran vivos y llenos de energía. Sin embargo, detrás de toda esa luz y belleza, Maria Esperanza llevaba consigo una inmensa tristeza y vacío, producto de la trágica muerte de su madre, asesinada a manos de su padrastro, luego de haber sido liberado de una orden de coercion por abuso y violencia de genero.
Maria Esperanza vivía en una sociedad que había ahogado la igualdad, los derechos y había sumido a las personas en la pobreza. Una sociedad hija del mercado libre y la supuesta "mano invisible", una sociedad que daba valor a las ganancias por encima de los seres humanos.
El pueblo había adoptado las máscaras de la prosperidad y el desarrollo, pero detrás de ellas solo se encontraba desolación y sufrimiento. Las mujeres eran las más afectadas, pues eran sexualmente cosificadas, asesinadas muchas veces y tenían prohibido educarse, trabajar o tener propiedad. Tenían prohibido decidir no ser madres, si no lo deseaban. Ese era el mundo al que Maria Esperanza estaba condenada, y aunque tenía la capacidad de dar vida y esperanza a los seres vivos, era incapaz de darle significado a su propia existencia.
El azar quiso que sus ojos se cruzaran con los de Manuel Anar en La Plaza, justo en el árbol de ébano, frente al reloj donde el tiempo había dejado de correr años atrás. La paradoja era insoslayable: los instantes tendrían la eternidad para conocerse y tan solo unas cortas horas de vida para estar juntos. Pues Manuel tenía el privilegio de residir en Barrio Afortunado y María Esperanza en Polvo Olvidado.
Un fatídico día, mientras hacía su habitual recorrido por el bosque, Maria Esperanza se encontró con el joven poeta Manuel Anar. Él era como un susurro atrapado en una ráfaga de viento, un enigma que desafiaba a la muerte con palabras encendidas sobre la angustia y la lucha del pueblo. Manuel Anar, alto, de cabello de fuego, y ojos almendrados, contemplaba las consecuencias del sistema en que vivía con el corazón en la mano. Había firmado un pacto secreto para luchar contra las injusticias del sistema y, eventualmente, ser el portador del cambio en Espe.
Sus cuerpos, ahora convertidos en infinitos trozos de madera y hojas, se dispersaron por el viento, llevando su amor por todo el mundo.
Fue en ese encuentro que el destino de ambos jóvenes se entrelazó, marcando el inicio de una historia de amor tan hermosa como triste. La desigualdad social y la opresión del pueblo se convirtieron en el telón de fondo de su amor, un amor que florecía en medio de la desesperanza y la lucha incesante.
Ambos jóvenes, descontentos con el sistema y sus injusticias, utilizaron sus habilidades mágicas y su fuerza para combatir los embates sociales en Espe. Juntaron sus almas para hacer germinar un árbol de ébano bañado por las incontables estrellas del firmamento. Sus gruesas ramas se adentraban en el cielo, absorbiendo los sueños de los lugareños y transformando el oscuro legado de opresión en una realidad fresca y purificada. En el tronco del árbol de ébano, Maria Esperanza grabó las palabras: “Siembra amor y cosecha sueños, en nuestras vidas arde el negro ébano del cambio.”
Bajo la luz del árbol de ébano, Maria Esperanza y Manuel Anar se amaron como lo hacen los pajarillos al descubrir su propio vuelo: con dulce temor y abrumadora pasión. Fue en el amparo de esa sombra en la cual Maria Esperanza encontró el significado a su existencia. Ella se convirtió en el símbolo de resistencia entre las mujeres de Espe, mientras que Manuel seguía resoplando versos incendiarios en contra de la opresión del pueblo.
Sus encuentros se convirtieron en una rutina plagada de anhelos contenido y susurros furtivos. Ambos sabían que, a pesar de la inmensidad del cariño que les unía, el abismo de la Brecha no podía ser franqueado. Las leyes invisibles que regían aquel mundo impregnado de opresión e ilusión mediática lo impedían.
Con el pasar de los años, sus idílicos encuentros debajo del árbol de ébano se hicieron cada vez más frecuentes y valiosos, y sus almas se sumieron en una hermosa danza de insurrección. Pero la sombra del sistema y sus demonios acechaba incansablemente, pues el miedo al cambio atenazaba a aquellos que mantenían su dominio en manos de la opresión y la indiferencia.
Un día terrible, a las afueras del pueblo, se levantaba ominosa una siniestra fábrica, que amenazaba con destruir la vida y los sueños que Maria y Manuel habían creado juntos. Sus titulares, subyugados por el afán de poder y la injusticia, anunciaron que la fábrica se asentaría en la tierra donde crecía el árbol de ébano.
Aquel fatídico anuncio cayó como una sombra invencible sobre los corazones de los jóvenes amantes. Desesperados, buscaron respuestas en las visiones del pasado y del futuro, en los cuentos de otros mundos, en los rumores del viento, pero no encontraron solución. No estaban dispuestos a rendirse, y juntos decidieron luchar para proteger el árbol sagrado que tanto significado tenía para ellos y para el pueblo.
Un día, el optimismo regresó en forma de un rumor que crepitaba en la piel de la ciudad: se decía que, cada cierto tiempo, el Gobernador de Turno permitía a los enamorados que vivían a ambos lados de la Brecha unirse por un instante, un suspiro, un parpadeo en la eternidad. La clave, según los viejos murmullos, se hallaba en el jueves de lluvia cuando los dioses del viento desnudaban de nubes la piel del firmamento.
Juntos, escogieron ese jueves y entregaron sus sueños al incierto destino. Cuando las gotas empezaron a caer, cada uno tocó su borde de la Brecha y, de pronto, un resplandor dorado deslumbró sus expectantes miradas. Por un mágico instante, ese abismo detuvo su hambre de separación y se convirtió en un puente sostenido por las lágrimas de los dioses.
María y Manuel se encontraron por fin en un abrazo eterno comprimido en aquel instante sagrado. Sin embargo, el abismo retornó como un trueno que inundó sus corazones, arrancándolos la posibilidad de permanecer juntos. Quando sus miradas se separaron y los barrotes invisibles de la desigualdad volvieron a emerger, el dolor de las injusticias y la falta de derechos se hizo más evidente y lacerante.
La Brecha se ensanchó y llevó el dolor en su lecho, extendiéndose como una fuente infinita de desesperanza, como un profundo desgarramiento en el corazón mismo del universo. Separados, María y Manuel vivieron en carne propia la insoportable herida que causaba el sistema voraz del presente. Si el tiempo ya no era una variable en sus vidas, entonces el amor era un imposible, un puñado de anhelos polvorientos que flotaban en remolinos de viento a la merced de un mundo injusto y la cruda realidad.
Los enamorados unieron sus fuerzas colosales, pero su amor y su resistencia no pudieron evitar la tragedia. Maria y Manuel se hincharon para proteger el árbol de ébano, como si fueran una ola gigante embravecida por las injusticias. Su lucha, aunque valiente y fervorosa, fue en vano: el árbol de ébano, aquel símbolo de esperanza que había resistido durante años, sucumbió ante los designios del sistema que carcomía su corazón.
Devastados pero aún estableciendo raíces en el suelo, juntos abrieron sus pechos y declararon su eterno amor en el exacto instante en que el árbol de ébano fue derribado. Sus cuerpos, ahora convertidos en infinitos trozos de madera y hojas, se dispersaron por el viento, llevando su amor por todo el mundo. Sus palabras imborrables, inscritas en el tronco, se convirtieron en eco de una lucha incansable, una lucha que no había terminado, sino que había encontrado nuevas fuerzas en el sacrificio de dos almas unidas por el amor y la rebeldía.
Maria y Manuel ya no estaban en Espe, pero su espíritu vivía en las semillas del árbol derribado, alentando a las mujeres a soñar con días de igualdad y libertad e infundiendo valentía en aquellos que ansiaban despojarse del gris manto del sistema. Como si fueran pétalos desprendidos de un sueño, los pedazos de las almas de los jóvenes amantes caían desde el éter en lo más profundo de las maltratadas mentes del pueblo. Y así, sus cuerpos, llenos de dolor y amor, habían quedado reducidos a escombros, pero sus almas persistían para siempre entre los susurros de un mundo en constante lucha por creer en un sueño, en la utopía de un futuro repleto de justicia y equidad.
La hermosa y triste historia de amor de Maria Esperanza y Manuel Anar se volvió una leyenda que atravesó fronteras, recordándoles a aquellos que la escuchaban sobre la eterna lucha contra la desigualdad y la injusticia, y revelándoles que siempre hay lugar para el amor en un mundo donde el optimismo parece ser un tesoro escondido.