Con unas dotes artísticas nada comunes, Claudio Pacheco (1959-2018) pintaba a diario y se presentaba en el mundo artístico de Santiago de los Caballeros como un artista bohemio y de trato humilde y sencillo, sin pretensiones de ninguna índole, lo que ponía de manifiesto su grandeza de espíritu concomitantemente con su inconfundible figura, que era de complexión delgada, piel aindiada y voz tenue. Siempre llevaba boina y lentes puestos. Al parecer, no dejó nunca de ser fiel a sí mismo, a su arte, su mundo. Su creatividad era inagotable, de ahí en parte la rapidez con que pintaba sin caer en descuidos pictóricos y que hizo de él uno de los pintores más prolíficos del país, sin que ello fuese óbice para alcanzar la estética y la calidad artística de que hacen gala sus hermosas obras, entre las cuales la de mayor impacto nacional e internacional es la célebre serie titulada El Quijote caribeño, una admirable colección recreacionista que llevó a cabo con fluida espontaneidad desde que en 2005 la expuso con motivo del cuatrocientos aniversario de la publicación de la primera parte de Don Quijote de la Mancha.
En esta serie la originalidad de su arte salta a la vista, pues nos presenta las andanzas de don Quijote y Sancho teniendo como escenario no ya un lugar de la Mancha —como hace Cervantes en su libro—, sino mayormente el Cibao, o más bien, el Caribe. Y aunque su arte es marcadamente de influencia fauvista y en ocasiones con tendencia al expresionismo y el impresionismo, no deja de ser original y auténtico. Para advertir esa originalidad es preciso proceder a observar su obra de forma queda y, sobre todo, es indispensable escudriñar y analizar con detenida fruición los cuadros de esta serie. No de otro modo lograremos sumergirnos en la esencia de su arte, tan sublime y único. El suyo es un arte inmenso, un arte henchido de un pintoresquismo a todas luces alegre y, cómo no, altamente optimista en no pocas de las piezas inspiradas en la gran novela de Cervantes, pues, por ejemplo, esta serie casi siempre presenta a los ilustres personajes cervantinos con grandes matices de esperanza y felicidad, detalle poco usual en los pintores que han recreado este gran libro.
La muestra de fe y esperanza que reviste la serie que ahora nos ocupa, se pone de manifiesto en el intenso colorido de los paisajes que tienen lugar en estas piezas, lo que constituye una prueba insoslayable de la alegría cibaeña que Pacheco plasma con su mano de artista altamente privilegiado por la naturaleza. En él, siempre es un paisaje marcadamente iridiscente el que caracteriza el escenario de las andanzas de los personajes. Pero es en el color amarillo o anaranjado de su don Quijote en donde descubrimos la vitalidad, la luz, la esperanza, la fe y la perseverancia que caracterizan a esta extraordinaria serie que pintó. Este es para Pacheco el color de la luz, de la antorcha, de la esperanza y la fuerza. He aquí uno de los puntos esenciales que constituyen la línea divisoria entre un Pacheco y un José Cestero, pues, a diferencia de Pacheco, para Cestero el amarillo es el color de la locura, por eso su don Quijote está revestido de azul, mientras que el de Pacheco es de color amarillo o anaranjado.
Ese amarillo del don Quijote de Pacheco es la clave de lo que representa como ser visionario. Y se reafirma aún más porque está rodeado de un paisaje virgen y colorista en donde periódicamente se divisan aves de color blanco, casas de madera y techadas de cana, múltiples palmeras representadas como el símbolo dominicano por antonomasia, además de las cayenas disímiles y los molinos de viento que fungen como figuras de lo quimérico y lo esperanzador. El ambiente citadino, en especial la zona próxima al Monumento de Santiago, también está continuamente presente. En todo caso, son detalles y figuras que constituyen a su vez puntos de metas posicionados hacia un firmamento definido junto a un don Quijote fungiendo como paladín en contraposición a los obstáculos y el ostracismo imperante en suelo santiagués. El don Quijote de Pacheco está siempre rebosante de vida y, por tanto, es perseverante, fuerte e indetenible.
La fe en sí mismos y la constancia hicieron que algunos hombres de carne y hueso fueran, como el don Quijote de Pacheco, seres llenos de luz. De esta manera Antonio Meucci y Graham Bell crearon el teléfono; Gutenberg, la imprenta; Fleming, la penicilina; Cervantes, Don Quijote de la Mancha; García Márquez, Cien años de soledad; Bill Gates, Microsoft; Mark Zuckerberg, Facebook. Esa antorcha quijotesca ha brillado en estos seres descollantes. Eran y son como don Quijote. Ni la enfermedad apagaría la resplandeciente antorcha de un don Quijote; por eso, la epilepsia no impidió a Dostoievski legar a la humanidad su ingente obra. Tampoco la tuberculosis detuvo a Kafka en la redacción de su legado universal. El asma crónico no impidió a Proust escribir En busca del tiempo perdido. Milton estaba completamente ciego cuando escribió la segunda parte de El paraíso perdido. En sus últimos treinta años de vida, Borges estaba ciego y sin embargo publicó magistrales libros de ensayo, de poesía y de cuentos. Beethoven estaba sordo cuando compuso la Novena sinfonía. El Marqués de Sade y Jean Genet escribieron sus mejores obras en prisión. La pobreza y la falta de reconocimiento artístico no impidieron que Van Gogh y Modigliani (cuyos cuadros tenían el valor de un plato de comida mientras fueron concebidos) lograran su objetivo mayor, aunque de forma póstuma; hoy sus cuadros están entre los más geniales y costosos del mundo. Incluso Picasso y Kandinski, al iniciar sus carreras, fueron despreciados y ninguneados. Abraham Lincoln creció en la selva, era un limpiabotas descalzo, luego aspiró sin éxito a algunas funciones en varias elecciones congresistas en las que fue el hazmerreír de sus colegas y batió el récord de ser el menos votado en algunas de sus aspiraciones políticas, hasta que un día alcanzó la presidencia de los Estados Unidos. Napoleón, por ejemplo, nació y creció en uno de los campos más atrasados de Francia, pero por su antorcha quijotesca llegó a conquistar medio mundo. Suya es la célebre frase: "El triunfo no está en siempre vencer, sino en nunca desanimarse". Superestrellas de las artes marciales mixtas, como el británico Conor McGregor, el brasileño Alex Pereira, el hispanogeorgiano Ilia Topuria y el checheno Khamzat Chimaev enfrentaron las mayores adversidades humanas para llegar a la cima de sus carreras. Un padre alcohólico y una infancia rodeada de la miseria más extrema en uno de los barrios más paupérrimos de Portugal, no impidieron a Cristiano Ronaldo descollar en el fútbol; ni enfermedades como el síndrome de Asperger y el déficit de la hormona del crecimiento impidieron que Lionel Messi sea considerado, al lado de Cristiano Ronaldo, como uno de los dos mejores futbolistas de la historia. Una enfermedad letal, como lo es la esclerosis lateral amiotrófica, no fue óbice para que Stephen Hawking alcanzara los logros científicos que se propuso. Si Elon Musk no hubiese tenido esa voluntad de hierro que mostró desde su juventud, su talento no se hubiese desarrollado y, en consecuencia, hoy no sería el hombre que es. Sin la constancia y la fe en sí mismo que Steve Jobs mostró desde joven, hoy no existiría Apple. La luz —la antorcha quijotesca— jamás se apaga en estos seres visionarios, fuertes, perseverantes y con amor propio. En ellos habita siempre el Caballero de la Luz, un don Quijote con una antorcha difícil de apagar por el viento.
Traemos esos ejemplos a colación porque a ello nos remite la memoria cuando percibimos esa luz que representa el color amarillo en el don Quijote de Pacheco. Por supuesto, no estamos diciendo que se puede alcanzar cualquier objeto creando castillos en el aire, porque eso sería estar ciego y caminar hasta estrellarse de cabeza contra la realidad. No, no estamos hablando de construir castillos en el aire. La vida es otra cosa y está claro que no siempre será un cuento de hadas, pero como seres humanos precisamos tener algo del Caballero de la Luz: Es necesario encender nuestro fuego, ser visionarios y firmes en lo que hacemos y nos proponemos, tener cierta fe en sí mismo y disposición de trazar nuevas metas, ya sea a corto, a mediano y a largo plazo, porque fijarse una meta es tener un ideal trazado, es tener una razón para vivir en constante feliz búsqueda. Y no hay compañero más fiel de las metas que la buena constancia, pero además se necesita la antorcha de la luz interior, esto es, tener visión y buena autoestima, creer en sí mismo, independientemente de los obstáculos que se presenten. Es, como don Quijote, hacer caso omiso de las negativas de un Sancho, de un bachiller Sansón Carrasco, de un cura, de un barbero. Es estar impregnado de la luz amarilla que reviste el don Quijote de Pacheco, porque es indispensable que a pesar de las tinieblas del mundo nuestra antorcha brille con intensidad y que nada ni nadie nos corte las alas, puesto que es imprescindible ser un ave que vuela con naturalidad, un ave segura de su vuelo y que no se deja cazar ni cortar las alas por el pesimismo de los cazadores; un ave fénix que renace y se levanta constantemente de las cenizas con disposición siempre de volar hacia los horizontes de un firmamento cada vez más elevado, y siempre más allá de las fronteras del tiempo. Así es don Quijote y, desde luego, así lo pintó Claudio Pacheco. Su color amarillo o anaranjado es la prueba.