Como reflejo de la injerencia militar y económica de los Estados Unidos, a partir del primer tercio del siglo XX, el poder político en América estuvo a la sombra de las dictaduras; como diría Alain Rouquié. Basten como ejemplos los gobiernos de fuerza de Juan Vicente Gómez (Venezuela), de Rafael Leónidas Trujillo Molina (República Dominicana) y de Anastasio Somoza en Nicaragua. Sin olvidar a Jorge Ubico en Guatemala, al hondureño Tiburcio Carias ni al salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez. Estos dictadores fueron enfrentados, durante y al término de la Segunda Guerra Mundial, por líderes guiados por sus convicciones democráticas como Juan Bosch, Ornes Coiscou, Cuadra Pasos, Tijerino, Arbenz, Arévalo, Figueres, y otros.

En ese contexto pugnaron sin tregua Trujillo y Rómulo Betancourt, presidente en 1945 de la Junta Revolucionaria de Venezuela, defensora de la democracia contra el escarnio de la dictadura. En su tesis del cordón profiláctico, objetó los gobiernos ajenos a la elección popular. Su rechazo al irrespeto de los derechos humanos y su apoyo a los expedicionarios de junio del 59, provocaron la reacción homicida de Trujillo. Este, cual corcel sin brida, aprobó el plan magnicida. Su ejecución fue el 24 de junio de 1960, en el Paseo de los Próceres, Caracas. Por suerte, sólo fue un atentado fallido, como años antes en La Habana. Todo fracasó para el Jefe, pues Cabrera Sifontes erró al pulsar el detonador. La conmoción de este acto casi quebranta la unidad del continente. Pero, se impuso la estatura política de Betancourt, quien optó por el arbitraje internacional dando así un duro golpe al tirano.