Cultivar plantas y verlas crecer no solo corresponde al arte de la jardinería sino al arte de pensar. Para nadie es un secreto del poder de atracción y seducción que ejercen las plantas y las flores en la vida de los sentidos: alimentan y estimulan el pensamiento y nos inducen a la meditación y a la reflexión. Representan el espacio ideal para la espiritualidad, por su magia y misterio; también, por la sensación de paz que nos trasmiten. El cultivo y cuidado de las plantas no solo es una técnica agrícola sino un arte ancestral (recordemos los jardines colgantes de Babilonia, que fueron una de las siete maravillas del mundo antiguo). Cultivar plantas es una forma ecuménica de devolver a la Madre Tierra todo lo que nos regala. Así pues, la jardinería, el arte de la jardinería, deviene en vía de meditación: lugar de oración, plegaria, recitación, invocación, relajación o declamación.
Como sabemos, la palabra cultura viene de cultivo, y de ahí que cultura es el arte de cultivar la tierra, cuando el hombre era nómada, cazador y recolector, y luego sedentario. Y las mujeres, al quedarse en la casa, fueron las que inventaron el arte de cultivar la tierra, es decir, la agricultura, al sembrar flores para decorar externamente la choza donde vivían.
Cultivar flores es una meditación callada y, en gran medida, una práctica del silencio. También, la forma más luminosa de sentir la embriaguez de la naturaleza, y contemplar los colores de la belleza. Nada se compara a la experiencia de pasar un día contemplando un jardín florido en primavera. La metáfora bíblica del Jardín del Edén ha de ser la mejor definición de la imagen del paraíso. Acaso la mejor manera de rendir plegaria a la tierra, de elogiarla y de reconciliarse con la naturaleza, es haciéndole una declaración de amor, a ese ser vivo, a ese organismo sintiente que constituye el ecosistema. Por algo Epicuro fundó su escuela filosófica en un jardín.
Es pues una obligación no solo de la naturaleza sino de la humanidad cuidar la tierra, lo que implica amarla y respetarla. Ante las catástrofes por efecto del calentamiento global, que ha provocado incendios forestales, inundaciones, terremotos, tsunamis, huracanes, tormentas de nieve y erupciones de volcanes, se impone la necesidad de hacerle loa, veneración y alabanza, a la tierra. Es decir, volver a dialogar con ella, cantarle una canción, verla y escucharla: cuidarla y protegerla.
Al jardín le dan vida la lluvia y la luz: la falta de luz debilita las hojas y la falta de agua, las mata. El jardín representa la celebración de la vida y la fiesta del color. La luz lo florece y la oscuridad lo adormece. El alba lo despierta y el crepúsculo lo entristece. Pero la aurora lo aviva y lo hace respirar los rayos luminosos del sol. Su olor prefigura el tiempo del amor. En el jardín se vive otro tiempo, más lento y apacible. Un tiempo en el jardín, una temporada en un jardín primaveral, es una manera de vivir y revivir: de soñar despierto, de respirar la fragancia del día y el aroma de la noche. Cada planta tiene vida propia, y como los humanos: nacen, crecen, se reproducen y mueren. Pero las plantas, contrario al hombre, no tienen conciencia del tiempo ni de la muerte, y acaso por eso son más festivas o melancólicas. O, más bien, tienen otro tiempo: un tiempo sin tiempo. Las plantas y las flores viven para ser contempladas por los hombres y las mujeres, los niños y los ancianos: encarnan el amor puro; nadie las odia o no conocen el odio. Solo disfrutan y reciben la mirada amorosa: siempre nos alegran y nos dan paz espiritual. Un jardín es un bosque doméstico, una imagen de la naturaleza en versión hogareña, que nos permite gozar del espectáculo de lo misterioso y de lo mágico: de las maravillas singulares del mundo y de lo insólito del paisaje. El Chantilly y los Jardines de Luxemburgo, en Francia, son la delicia, la fragancia y la belleza de la naturaleza hecha flores, colores y olores, y son, por así decirlo, una versión del paraíso telúrico. Y así, también son los jardines botánicos del mundo.
Se impone una nueva sensibilidad y una nueva conciencia del valor de la tierra. Cada mirada al jardín es un milagro. En un universo inhóspito, helado, frío o caluroso, que haya un espacio en el cosmos, un lugar en la tierra y un tiempo de contemplación, es un premio de vida y un tesoro de los sueños. En un planeta diminuto en el universo, en medio de un calor inclemente o de un frío infernal, lo que la tierra nos ofrece, como morada de hospitalidad, es de una inconmensurable gratitud.
Los jardines con sus flores se abren y se cierran al ritmo de la luz solar y de las estaciones. Todo jardín es romántico. La rosa fue el símbolo de la poesía romántica: representa el amor y la pureza (roja, rosada, blanca o amarilla). Siempre tiene un halo de misterio y magia: simboliza la vida que fluye, la añoranza y la felicidad del color. Los colores de las estaciones dibujan los días y caracterizan la lluvia, la sequía y las tormentas –como las caracteriza el haiku japón. Los jardines vigilan el insomnio de los amantes y de las parejas: perfuman sus sueños nocturnos. Las flores decoran sus ensoñaciones y sus quimeras. Con el sol, las flores se abren, respiran y nos hablan. En las noches, duermen, como el moriviví que, al ser tocado por la mano del hombre, se echa a dormir, como el almácigo o el tamarindo, cuyo zumo o té mata el insomnio.
Como el girasol que gira al compás del sol, y da la hora, así son las flores, las plantas y los frutos del jardín. Todas las flores de los huertos anhelan florecer en primavera y despojarse de sus hojas en otoño. En invierno, se cubren el frío con sus ramas y en verano, el sol las irradia con sus rayos y les da el calor que las reverdece.