La educación, aquí y en el mundo, está en crisis porque están en crisis el aprendizaje y la enseñanza. Y su crisis tocó fondo con la pandemia, pero se veía venir, desde hacía mucho tiempo: su deriva degenerativa tenía años incubándose y gestándose. Solo que la pandemia le dio a la educación el tiro de gracia o la desnudó con la entronización y ejecución de la enseñanza virtual –que se adelantó–, contrario a los que piensan que la virtualidad y la tecnología la salvaron, posibilitando que siguiera el proceso educativo, que no se interrumpiera y que se aprovechara el tiempo. Sabemos que, en términos de salud mental, hizo su papel, es decir, fue positiva, al impedir que los estudiantes del mundo se atrasaran o detuvieran su ritmo de estudio –en término de impacto psicológico. Pero nadie repara en el impacto negativo, en la salud mental de los alumnos y los profesores del mundo, que duraron miles de horas sentados frente a un computador, durante el encierro, el confinamiento y las cuarentenas (a mí me salieron dos hernias). Pocos valoran, en su justa dimensión, los efectos perniciosos: físicos (por la inmovilidad, el reposo, la posposición de los chequeos médicos periódicos, la interrupción de la rutina de ejercicios o la atención a pacientes con enfermedades catastróficas) y psicólogos (la ansiedad, la angustia, las paranoias, los pánicos, los miedos, las fobias o las psicosis, que en algunos casos se agravaron). La pandemia puso en vilo, como sabemos, a la humanidad, a los progresos democráticos, a las naciones y a los Estados, a las instituciones y a los ideales de la civilización. Se pusieron en jaque las conquistas democráticas y la privacidad, y fue un terreno fértil para el lucro de las empresas farmacéuticas, y para que algunas dictaduras ejercieran su poder, su control, sobre la intimidad de sus adversarios y ciudadanos.
No bien los gobiernos y los Estados del mundo tuvieron que enfrentar los efectos de la pandemia en la educación, el turismo, la economía o la salud, con el uso de las nuevas tecnologías y los diversos programas y plataformas de entornos virtuales para “salvar la enseñanza”, por ejemplo, con las aulas virtuales, ahora los emporios económicos inventan la Inteligencia Artificial (IA) y el Chat GPT —–que se venía ensayando desde hacía muchos años–, lo cual significa un desafío mayor para los Gobiernos, las escuelas y las universidades. Para los abanderados –como yo– de la educación presencial, el momento es de ansiedad, irritación e incertidumbre. Y lo peor: que las instancias más sensibles y conscientes, llamadas a su defensa, como las escuelas de filosofía o las facultades de humanidades –dominicanas y del mundo–, en su actitud de repliegue, de enajenación intelectual o adocenamiento a las tecnologías, a la religión de la tecnología, optan por decir que la virtualidad y las nuevas tecnologías educativas “llegaron para quedarse” y que representan el futuro. Parece que, como dijo Heidegger, “las humanidades no siempre humanizan”, o, más bien, hoy, deshumanizan o dejaron su rol, responsabilidad y deber al abur de las ciencias y las tecnologías de la información y la comunicación. No es que se opongan a su invención y perfección, sino que se planteen como imperativo ético su crítica, y acaso, la reflexión sobre su futuro y sus desafíos, sus pros y sus contras. ¿No era este el papel, en la antigüedad y la modernidad, de los filósofos y los humanistas? ¿O es una expresión más de la crisis de las humanidades? ¿O las humanidades han sido tragadas por el demonio de la tecnología? ¿Es una contradictio in adjecto hablar de humanidades digitales y de inteligencia artificial? ¿O todo es válido en la era del poshumanismo o transhumanisno? ¿Desde cuándo el futuro ha sido siempre progresivo o, más bien, futurista? ¿No hay progreso improductivo o regresivo? ¿O no fue la bomba atómica, por ejemplo, un progreso improductivo? ¿O la filosofía de la tecnología le ganó la batalla o suplantó a la filosofía de la ciencia o a las humanidades?
Con la IA, los lideres políticos y los gobernantes, como sus consumidores son mayormente los jóvenes y no las personas maduras o envejecientes –y como da votos–, la estimulan y defienden, y afirman –a todo pulmón y con mandíbula batiente–, que “es el futuro” y que “llegó para quedarse”. Como el futuro representa el progreso, el presente está pasando y el pasado simboliza lo muerto, lo inerte, la memoria y el atraso, ningún líder político o presidente, lo revindica. Y todos explotan y defienden el futuro porque en el mismo se anidan la esperanza, la utopía y los sueños, que son la base y el fundamento de las promesas de campaña. Ninguno se atreve a glorificar el pasado sino el futuro, pues es el estado del tiempo que encarna lo invisible, lo intangible, lo indiscutible, lo inefable y, sobre todo, el porvenir. Y, más aún, porque es un caldo de cultivo para toda retórica política, cuyos argumentos en contra son difíciles de combatir y, en cambio, los argumentos a su favor, son más difíciles de rebatir. Y porque ningún político debe oponerse al futuro y al progreso para no quedarse rezagado o atrasado. En esa disyuntiva retórica, maquiavélica, se cae en una dialéctica compleja. De ahí que es un tema que se politiza, que es fértil para el debate político de campaña, y, lo que es peor y triste: que se politice el futuro de la inteligencia humana y la educación –o la filosofía de la educación. Por tanto, la política educativa mina o dinamita, con ideología, la filosofía educativa desde el poder, lo cual es lo más lesivo para el futuro de la educación de una nación. Y más aún, en un país, donde el Ministerio de Educación Superior es de Ciencia y Tecnología, por lo tanto, no regula, no estimula, ni fomenta la investigación de las artes y las humanidades –a menos que las humanidades involucren las ciencias sociales. ¿O es que se necesita un Ministerio de las Artes, como propuso el Ministerio de Cultura? ¿O que el Ministerio de Educación Superior incluya las Artes y las Humanidades? ¿Está regulando, fomentando, supervisando, estimulando las artes, la creatividad, las humanidades, la imaginación artística o la investigación artística?
Sobre la enseñanza virtual, ¿hay una regulación, una ética, una supervisión y un sistema de consecuencias? ¿A más de dos años de terminada la pandemia, siguen las universidades enseñando virtualmente? ¿Cuáles y cuantas? ¿Hay un control? ¿Se ha hecho un estudio de la deserción universitaria por el uso de la virtualidad? ¿Qué porcentaje de estudiantes quieren seguir virtual y cuales no? ¿Se ha hecho un estudio del rendimiento académico con la educación virtual? ¿Pueden todas las asignaturas enseñarse de manera virtual? ¿O solo las materias teóricas? ¿Por qué se sigue enseñando materias prácticas o los idiomas de modo virtual? A una amiga profesora de la Universidad de Orleans, Francia (donde estuve como profesor invitado en 2015), le pregunté si siguen enseñando de modo virtual, y me respondió, que desde que se terminó la pandemia, todas las clases son presenciales, excepto aquellas materias de profesores que tienen problemas serios de salud y deben presentar una constancia médica, o para algunas reuniones académicas –donde se sigue usando. (Esa respuesta la compartí con muchos amigos y colegas, previa autorización suya). ¿Puede usarse la modalidad virtual solo para los posgrados, las maestrías y los doctorados? ¿O debe descontinuarse su uso para los grados? ¿Por qué seguir enseñando, de modo virtual, después de la pandemia, idiomas, biología, química, medicina, ingenierías, odontología, fonética, morfosintaxis, arquitectura, diseño, dibujo, pintura, actuación, fotografía, escultura, física, redacción, cálculo, trigonometría, geometría, matemáticas, estadística, informática, etc.?
Cuando estuve de teaching assistant en New Mexico State University, a mediados de los años noventa, un condiscípulo panameño, me aconsejó para aprender inglés, lo siguiente: “Mira no solo a los ojos al profesor, sino a los labios”. Sin embargo, hay profesores que justifican de mil maneras la enseñanza virtual, bajo el alegato de que es más cómodo, pero no me dicen que es que se estresan menos (también la clase virtual estresa), que no se exponen a tapones en el tránsito, que no gastan combustible y que no les descuentan las ausencias. Nadie me dice si se aprende más, si la atención es total, si hay interrupciones por apagones, si los alumnos tienen conexión y conectividad 100%, si no hay ruidos, si los alumnos pueden pagar el servicio, si todos tienen computadoras o celular, si encienden la cámara (Es un calvario pedir que enciendan la cámara; a veces la apagan porque no les alcanza el “paquete” que compraron). Mis alumnos me dijeron, en ese sentido, y sobre las clases de inglés y francés: “Profesor, no estamos aprendiendo nada”. Ante la llegada de la virtualidad, la mayoría de los profesores, me dijeron: “Este es el futuro”. Como se ve, la brecha digital fue un óbice para la uniformidad del aprendizaje, por lo que es desigual, lo que, de seguir, ahondará aún más el abismo entre los que tengan mejor o mayor conectividad, más recursos, más dinero y más posibilidades, y esto determinaría el futuro de los egresados y de la calidad de los nuevos profesionales. También, su eficacia, aptitud, éxito profesional e inserción en el mercado laboral. De modo pues, que habrá un hiato entre los que tengan –o han tenido– más medios tecnológicos, y se notará la diferencia entre el campo y la ciudad, y los países pobres y los ricos. Hubo estudiantes de regiones remotas del mundo, de países subdesarrollados, que perdieron el año escolar, o que no volvieron a las aulas universitarias o que desertaron: porque sus padres perdieron sus empresas o sus empleos, o porque los propios estudiantes perdieron sus trabajos, o porque no tenían energía eléctrica. Y esta realidad fue extensiva, en parte, a nuestro país, y a muchos países pobres. ¿Es este el futuro?
La educación es formación, no información, por lo que su modalidad virtual de enseñanza, es limitada y carece de eficacia, y no es un aprendizaje significativo. Podemos ver videos, documentales y charlas virtuales: verlas en tv, en la computadora, en pantalla gigante, pero no aprendemos 100% (las imágenes no contienen ideas; las palabras sí), pues lo que oímos, vemos o escuchamos no es igual a lo que, además, palpamos, escribimos o leemos, al ver al profesor cara a cara, frente a frente, y también a los demás condiscípulos. Son un complemento, eso sí, un instrumento, una herramienta, un medio, no un fin. Dijo el filósofo Fernando Savater, hace poco, en una entrevista: “La enseñanza debe ser cuerpo a cuerpo como el amor”. Si se ejecuta e impone la educación virtual, en las universidades, veremos los campus universitarios desiertos y las aulas vacías (como he podido comprobar), y esta experiencia inédita deprime y desilusiona, pues uno cree que será para siempre, y también tiende a contagiarse, y a producir más deserciones, ya que se pierde el clima académico. Los estudiantes no conocerán a sus maestros ni estos a aquellos. Por tanto, morirá la educación, la enseñanza-aprendizaje, que es una dialéctica entre maestro y alumno. Morirán el magisterio, el apostolado, la mística y el sacerdocio de la enseñanza; y morirá, además, en consecuencia, el compañerismo del aula, la amistad que nace de la condición de ser condiscípulo, los futuros amores y matrimonios entre compañeros de carreras y promociones. Para nadie es un secreto que en el aula hay una energía y una dinámica que generan el debate de las ideas, el diálogo del conocimiento, que no se produce con la virtualidad, donde apenas vemos caritas y, a veces, un nombre o un nombre sin carita (una amiga profesora belga se jubiló en la pandemia porque se cansó de ver caritas, me dijo). Todos sabemos que la enseñanza virtual, en la educación pública preuniversitaria, y en las escuelas, fue un fracaso, pese a los recursos destinados, a los esfuerzos realizados, al uso de la tv y la radio, y a la calidad de los profesores que se escogieron por un casting. Lo que revela que educar y enseñar van más allá de un medio, una voluntad, una política, una estrategia, un método, una tecnología. La mirada, la presencialidad, el contacto, la proximidad, son esenciales e insustituibles, pese a que los “genios” de la tecnología, los fanáticos de la virtualidad, crean lo contrario, y quienes siempre usarán, como buenos sofistas, la excusa o el contraargumento. Aun no es tiempo para hacer un pronóstico, pero los estudiantes de la era del covid-19, que hicieron dos años virtuales, no llegarán con la misma formación (doy fe que no), lo cual ahondará aún más la crisis de nuestro sistema educativo, y nos situará más lejos en los rankings internacionales, en los años que vendrán. (Ya el creador del Chat GPT, Sam Altman, admite que el teletrabajo “fue uno de los peores errores de la industria tecnológica”, y por eso ya vemos en EEUU su reducción).
La educación vive momentos paradójicos, difíciles y complejos, pues representa la manzana de la discordia, y es un botín porque de ella depende el futuro, la formación de los profesionales y los cuadros dirigenciales del mañana. Posibilita el ascenso social, el progreso material y la transformación intelectual y cultural de las personas, y es la base del trabajo cualificado. De ahí su importancia, valor y alcance. Desde Sócrates y los presocráticos o Epicuro y su escuela en un jardín –como educación informal–, hasta la Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles –como educación formal—, la educación ha representado la superestructura formativa de los individuos en sociedad, después de la familia –que es su base informal. Hoy parece indicar que no, o que se rompió esa tradición milenaria o que la mataron –o matarán– los tecnócratas, en nombre de la modernidad y del futuro. Para parodiar a Nietzsche: La educación ha muerto, hoy, como dijo de Dios, en el siglo XIX.
Vivimos una era pospandémica, minada de incertidumbres, terreno productivo para que magnates como Bill Gates o Elon Musk sigan pregonando, de modo apocalíptico, la muerte de todo lo tradicional, cebándose con las oportunidades del capitalismo y convirtiéndose en los profetas del futuro, pero a costa de dibujarnos castillos en el aire. No son filósofos ni sabios ni profetas sino tecnócratas: ven el pasado y el presente, como lo caduco, lo obsoleto, lo viejo, lo atrasado, lo antiguo. Hace más de 15 años, Gates predijo la muerte del libro de papel, bajo un alegato en defensa del medio ambiente y de los árboles, pero ahora los libros tradicionales viven una resurrección y más después de la pandemia, lo que significa que pueden coexistir (como afirmé en 2009), como han coexistido la tv y la radio, el cine y el teatro; ahora predijo para dos años, la desaparición de los profesores, cuyo rol en la sociedad y la civilización ha sido revolucionario y transformador. ¿Quién puede ser una persona, un ser humano o un profesional, sin un profesor, guía o mentor? ¿Quién olvida a ese profesor o profesora que nos inculcó el amor y la pasión por la lectura y los libros, la historia, la literatura, la filosofía, las ciencias naturales o las matemáticas? Uno es lo que lee y también lo que aprendió, o lo que nos enseñaron. Qué lección de humildad, gratitud y sabiduría contiene la conmovedora carta que Albert Camus le escribió a su maestro de primaria en Argel, en 1957 –y que citó el día de su discurso al recibir el Premio Nobel–, y que reza, entre otras cosas: “Sin ti, sin tu mano como guía, un niño pobre como yo no lo hubiera conseguido”. A ese tipo de profesor, Gates quiere eliminar de las entrañas de la cultura y del mundo civilizado, en nombre del progreso, del bienestar y del futuro. Nada se compara a ese primer día cuando entramos a un aula real (no virtual); nada nos marca y alecciona más como esa experiencia, ese ritual que cincela nuestra memoria, como la epifanía de salir por primera vez del hogar, de la casa, para dejar, al menos por varias horas, de escuchar las sabias conversaciones de los padres o los abuelos, y oír a un maestro o maestra, darnos lecciones de conocimiento y de cultura formal. Nada se parece tanto a un acto de amor, como la experiencia de aprender a leer, ni nada transforma más el espíritu humano como la educación escolar. Matar simbólicamente al profesor o profesora es como matar simbólicamente al padre o a la madre. Nadie tiene más valor simbólico como el que nos enseñó a leer, ni a nadie debemos agradecerle tanto. Quien llevó a cabo ese acto —que llamaron con justicia el “pan de la enseñanza” — es un segundo padre o segunda madre. ¿O Gates quiere que ese don o esa facultad la transfiramos a un robot, a una máquina?
Como se ve, estos dioses de la tecnología, que nos han hecho tanto bien (hay que admitirlo), también nos han fabricado muchos males, y no nos han dado el antídoto, el bálsamo o la panacea, para conjurar su impacto moral ni para estimular la responsabilidad ética o la “ética de la responsabilidad” –para decirlo en palabras de Max Weber. Hasta Mush, artífice de la IA, advirtió de los riesgos del monstruo que contribuyó a crear, y las opiniones del filósofo Yuval Noah Harari son de espanto, con relación a la desaparición de la humanidad y de la especie humana misma. El Armagedón, el Avatar o el Golem, creado por Gustav Meyrink en su novela homónima – y que inspiró a Borges a escribir un poema homónimo–, hoy son las creaciones fantásticas, novelescas o cinematográficas, que prefiguraron simbólicamente esta época. Como sucede muchas veces, la literatura tiene un enorme poder de vaticinar o presagiar el futuro, como lo hicieron, en novelas utópicas o distópicas, H. G. Wells, Stanislaw Lem, George Orwell, Aldous Huxley, Anthony Burgess, Stephen King, Phillip Dick, Úrsula K. Le Guin, Ray Badbury o Julio Verne, con sus novelas de ciencia-ficción. Por eso los griegos no erraron al definir al poeta como vate, o vaticinador del porvenir.