La educación formal, en general, y la universitaria, en particular, están enfocadas, no al saber sino al aprendizaje de conocimientos prácticos y útiles. Es decir, no dirigidos al ocio sino al trabajo: al trabajo productivo, cuyo ulterior propósito está destinado al empleo. Todos creemos que, en la vida, los oficios y los aprendizajes deben tener una utilidad, y que el ocio siempre es improductivo e inútil, no provechoso (“La vagancia es la madre de todos los vicios”, decía mi abuela paterna). A Aristóteles, sus alumnos, en una ocasión, le preguntaron que para servía la filosofía, y el filósofo le respondió que era inútil, lo cual significó una sorpresa para ellos. Lo que quiso decirles a sus discípulos, el sabio helenístico, es que la filosofía nos enseña a ser libres, no a ser serviles.
El conocimiento útil nace cuando surgen las universidades en la Edad Media, pues aparecen las profesiones, y la necesidad de la profesionalización de los saberes, pensando en un mercado laboral, en la productividad y en la remuneración económica. Con la modernidad y el desarrollo de la lógica del capitalismo, las universidades se hicieron más útiles, poderosas, necesarias e importantes.
En la contemporaneidad, hemos perdido el valor al conocimiento en sí, al saber que resulta de la contemplación pura y viva del mundo; a la idea de persona, antes que, a la idea de ser un profesional de una disciplina determinada, y, por tanto, más allá de la persona, vemos a un futuro profesional o técnico.
Con el auge de la visión neoliberal de la vida, lo útil se ha convertido en el centro de gravedad de nuestras vidas y en el sentido supremo de la vida material. La educación de la vida actual nos induce a pensar que debemos vivir para alimentar no el espíritu sino el cuerpo, lo cual nos ha imposibilitado encontrarnos a nosotros mismos. Y las redes sociales han contribuido aun más a ahondar –o profundizar– el abismo entre las personas: han pervertido las conversaciones, que no son genuinas ni auténticas, sino artificiales e ilusorias, y han creado un hiato entre el yo y el otro. La amistad y las relaciones humanas demandan un contacto y una frecuencia (más aun, las relaciones amorosas), que la virtualidad y las plataformas tecnológicas no nos ofrecen. Mirar a los ojos, que son el “espejo del alma” (como decían nuestros antepasados), o mirar a la cara y a los labios del otro, corresponde a un ritual cotidiano muy antiguo, irreemplazable e intransferible, y que es el punto de partida y el alimento del amor y el erotismo, y también de la educación y del aprendizaje. Ya sabemos que la atención es la base del aprendizaje, y que quien tiene déficit de atención, aprende menos, y, por tanto: quien no escucha, ni ve al maestro, no entiende ni aprende.
Lo más terrible y triste para el género humano sería que las tecnologías virtuales sean el futuro, y que desplacen el diálogo real por el diálogo artificial, y, peor aún: que desplacen –o reemplacen– la enseñanza, convirtiendo al profesor en un robot. La educación a distancia lo que ha permitido es, más bien, que las universidades afiancen la posibilidad de duplicar su matrícula, a hacer más exitosa su empresa o hacerla de más alcance y de más cobertura. O, como dijo Harari: tener la posibilidad de contratar a los mejores profesores del mundo, pues ya no se necesitaría la presencia, lo cual incentivaría la competencia, la capacitación y la profesionalización, en sus profesores de planta.
La presencialidad y la virtualidad son dos universos, que representan dos estrategias didácticas muy distintas de enseñanza: acaso más eficaz su enseñanza que su aprendizaje (se podrá enseñar, mas no aprender). Una cosa fue la circunstancia de la pandemia, que nos obligó a encerrarnos en nuestras casas y, otra que, aun desaparecido ese factor o circunstancia, y esa necesidad, continúe la virtualidad docente. Una pantalla digital no transforma o cambia la vida de un estudiante, ni hace a un profesor mejor. La vida de un estudiante solo la cambia un buen profesor.
Se ha visto que la inversión en tecnologías educativas es un barril sin fondo. Solo se presta al enriquecimiento de intermediarios, a la corrupción política y, lo que es peor: a los dos años ya son obsoletas. En esta trampa caen gobiernos, Estados y ministros, de aquí y del mundo: en destinar millones de dólares en aparatos tecnológicos, que pueden ser hackeados, robados o desplazados, de modo fácil y rápido, pues la tecnología se caracteriza por la obsolescencia vertiginosa, cosa que no ocurre con la inversión en bibliotecas y en libros. En los cientos de escuelas que construyó el gobierno pasado con el 4%, no vi que instalaran una sola biblioteca. En todas sí instalaron centros tecnológicos, que, a los dos o tres años, fueron destruidos y vandalizados (son usados por los estudiantes para consultar las redes sociales y para chatear, no para leer ni para bajar libros en pdf). Para invertir en bibliotecas nunca hay dinero, ni para capacitar a los maestros, pero, para comprar aparatos tecnológicos y para construir miles de aulas, sí hay dinero. Hacer de la educación un mercado político y politizar la educación es uno de los grandes flagelos de las sociedades modernas, y también, uno de sus grandes males—aquí y en todos los lares.
Los rankings universitarios se han convertido hoy en un negocio y en una política competitiva de los Estados y de las potencias políticas y económicas, como en el pasado lo era la guerra espacial por conquistar planetas o llegar a la luna. Estos rankings están, pues, creando un ruido en la vida académica del mundo. No debe tratarse de ranking sino de rendimiento académico, de aprendizaje significativo y de enseñanza eficaz. Se debe tratar de estimular la investigación desinteresada, el placer lector, el amor al saber sin fines utilitarios, el fervor por el conocimiento y el aprendizaje para la vida, no solo para el mercado laboral. Se nos educa para que valoremos más los saberes utilitarios, prácticos, y aquellos que nos retribuyen una inversión material, y para el buen vivir del futuro. Necesitamos que las universidades reivindiquen el aprecio y la defensa de los valores de la cultura, las humanidades y las artes, es decir, aquellos valores que la sociedad moderna percibe como inútiles o improductivos, porque no producen beneficios económicos o materiales. Y que también fomenten la curiosidad, o sea: que aviven la chispa de la pasión heurística. Vivimos una época en que el saber desinteresado no tiene valor, en una sociedad que mira con desdén el conocimiento, que le hace culto a la mediocridad y que celebra la ignorancia.
La red y el ciberespacio están saturados de informaciones, que provocan una confusión entre el saber y la información: entre el conocimiento, que ha sido asimilado y metabolizado, producto de la lectura y la investigación, y el conocimiento, que es fruto de la información enlatada, artificial, ajena, y que está en la red. Una plataforma babélica en que se diluyen: lo real y lo artificial, lo concreto y lo líquido, lo crudo y lo cocido. Y donde todo el conocimiento, por decirlo de algún modo, se ha horizontalizado, superficializado, uniformizado, y en un mundo en el que nadie tiene el patrimonio del saber, y donde –para bien o para mal– se ha democratizado la información. La saturación como nunca de información no es sinónimo de asimilación de conocimientos: tener miles de libros digitales no es leerlos; tener miles de películas digitales no es verlas; tener miles de canciones no es escucharlas. Para las tres actividades necesitamos tiempo, ese bien escaso y en crisis, asesinado simbólicamente por la prisa, la velocidad y el trabajo.
El conocimiento no es automático: no se asimila de manera brusca y rápida. Por eso hoy, aunque haya más medios y plataformas de lectura, y más libros, la calidad de la lectura es peor que en el pasado. Y la razón es la prisa, la velocidad de la vida cotidiana y la carencia de reposo y de quietud. No es la lectura lo que está en crisis, sino el tiempo de la lectura.
Quizás sean las humanidades las llamadas a salvar a la humanidad del caos, la confusión y el colapso. Solo su defensa podría humanizarnos e impedir que nos convirtamos en máquinas. Solo las disciplinas humanísticas nos definen y dicen lo que somos. Solo las humanidades, por así decirlo, nos curan, nos ayudan en la salud mental, misma que es deteriorada por el mal uso de las tecnologías. Las humanidades no son enemigas o adversarias de las ciencias, pues las ciencias son humanidades también. Por eso se dice ciencias humanísticas. Y a las ciencias y a las humanidades las une la cultura: son cultura, conforman la cultura humanística. Son patrimonios culturales de la humanidad. Fomentando las humanidades contribuimos a encontrar un sentido a la vida y, por tanto, ellas coadyuvan a la salud mental de las personas.
Para asimilar los cambios vertiginosos del mundo actual se requiere echar una mirada retrospectiva al pasado y hacer una reivindicación de los clásicos grecolatinos. Necesitamos otro Renacimiento para el siglo XXI. Un Nuevo Renacimiento y un Nuevo Humanismo, que resuciten los valores que le dieron cimiento moral, sustrato filosófico, marco espiritual y sustentación antropológica a la modernidad, como hizo el Humanismo renacentista con el mundo greco-romano. Necesitamos a los hombres del Renacimiento y de la Ilustración: a Erasmo y a Vives, a Leonardo y a Miguel Ángel, a Moro y a Montaigne, a Maquiavelo y a Dante, a Rousseau y a Voltaire, a Montesquieu y a Diderot, por citar a algunos.
Para entender el mundo de hoy se impone la necesidad de beber en los manantiales de la sabiduría ancestral. Asimismo, en la filosofía y en la teología, en la tradición oriental y occidental, en los textos sagrados de la antigüedad y en la literatura sapiencial de la clasicidad. En una época signada por los derroteros del individualismo, el egoísmo, la impiedad, el mercantilismo, la aporofobia, la xenofobia, el racismo y la insolidaridad, la lectura de los clásicos y la defensa de las humanidades, nos pueden ayudar a comprender que, aunque tengamos diferencias étnicas, políticas, religiosas o culturales, todos provenimos de la especie humana. Asimismo, nos permite comprender el mundo que nos rodea y hacer conciencia de lo que estamos haciendo mal. Las humanidades nos dan lecciones de vida.
Buena parte de los valores que hemos perdido se debe al irrespeto a los padres y a los profesores: se perdió su respeto, su gratitud y su admiración, y estamos pagando a crédito, y con intereses muy altos, ese precio. Todos nuestros males de hoy vienen dados porque se les perdió el respeto y el amor a los maestros, a los sabios, a los lideres, a los sacerdotes, a los guías espirituales. Las redes sociales hoy son el caldo de cultivo y el escenario –irresponsable, impersonal, anónimo, y el escudo–, para que cualquiera –por diferencias políticas, odio, envidia, discrepancia ideológica o personal, perversidad o resentimiento–, difame, liquide, cancele, desacredite, y eche a los perros la moral de cualquiera: el alumno (o ex alumno) a su profesor, el empleado (o ex empleado) al empleador, el adversario al político, el ex amigo al amigo, etc., en lo que se conoce hoy como “cultura de la cancelación”. Un artículo de opinión en la prensa, de parte de un especialista en un tema, cuya formación le conllevó, lecturas, tiempo, investigación y redacción, de modo alegre y despiadado, perfectamente puede ser destruido, criticado y desacreditado (en el espacio de los comentarios en línea del periódico), por un incauto, un cuasi analfabeto o un no especialista en el tema. Nunca como ahora tiene mayor pertinencia y certeza la frase de Umberto Eco, cuando dijo: “Las redes sociales les han dado voz a los imbéciles”.
El proceso de pérdida de admiración al profesor se inició cuando empezaron a decirles facilitadores, cuando el constructivismo, como corriente pedagógica, empezó a decir que un profesor debe ayudar al estudiante a construir el conocimiento: que el conocimiento no lo posee el profesor, sino que ambos lo construyen, y que, por tanto, no es poseedor del conocimiento, de la autonomía del saber. También cuando se le declaró la guerra a la memoria, base del conocimiento, del pensamiento y del aprendizaje, lo que impide que la ejercitemos, y, por tanto, se nos atrofie. Vivimos en un mundo bárbaro, que no valora la memoria histórica ni valora al anciano que cuenta las historias del pasado (en África, cuando muere un anciano, se dice que murió una biblioteca), que guarda la memoria oral de la comunidad, y, por ende, es una reliquia viva, un tesoro humano, un patrimonio viviente de una Nación.
Construimos los aparatos que nos vigilan, nos controlan y nos matan: pasamos de vigilar a ser vigilados. Debemos fomentar el saber en sí, la idea de que el saber tiene un valor en sí mismo, y no un valor instrumental. Las ciencias humanísticas hacen más humana la vida. No es una causa perdida. Es una batalla de la fe y de la perseverancia. Una lucha entre lo útil y lo inútil, entre oferta y demanda, lo gratuito y lo oneroso. Don Quijote y Aureliano Buendía perdieron muchas batallas (Aureliano 32, según García Márquez en Cien años de soledad). El Cid ganó una batalla hasta después de muerto. Es decir, lo importante no es perder una batalla en una guerra, sino perseverar en una creencia, en una fe, en una convicción: en un ideal de justicia, de paz, de libertad, de verdad, en suma, de vida.
Los grandes clásicos, los grandes libros, no deben leerse para un examen sino para la vida, para disfrutar del placer que nos deparan. Nuestra cultura desprecia la historia porque desprecia el pasado: solo fomenta el presente y el futuro. Este mundo ha inventado la inteligencia artificial (IA) para desplazar la inteligencia natural, que es la humana, la verdadera, la que es capaz de imaginar, inventar, crear y soñar, desde la naturaleza misma, y no desde lo dado, desde los datos que están en la red, en el ciberespacio. Una inteligencia imagina, crea cosas nuevas, recrea e inventa. Y esto solo lo hace y logra la inteligencia humana, natural y real.
Para ser contemporáneo hay que dialogar con el pasado clásico. Solo reivindicando la sabiduría clásica y las humanidades podemos lograr la educación cívica que necesita el ser humano y desarrollar el pensamiento crítico, que demanda el sujeto social de hoy: el ciudadano y la persona. Hay una resignación, una apatía y un adocenamiento de las clases pensantes. Se han perdido el sentido crítico, el cultivo de la utopía, el arte de soñar, en un mundo donde reina el imperio del utilitarismo. Nos han enseñado que solo el conocimiento útil es beneficio y esencial para poder vivir en sociedad. La educación moderna quiere, persigue, busca, históricamente, desde su origen, formar profesionales, no ciudadanos cultos. En efecto, el conocimiento es la esencia y la sangre de la sociedad, y, por tanto, representa la dignidad humana.