La explicación a los males y defectos de la democracia –como régimen social, jurídico y político–, de la sociedad y de la educación, recae en la crisis de civilización que vivimos. Y esa crisis repercute –y se refleja– en la crisis de la educación, de la enseñanza y de las universidades. Como los paradigmas cambiaron, producto, en gran medida, de los avances tecnológicos, también han cambiado los modelos educativos, y, desde luego, las soluciones y las alternativas. Y en esto radica la responsabilidad, los retos y los desafíos que tienen la escuela y la universidad, como instituciones formativas del presente y del futuro, abocadas a enseñar, formar y dar lecciones de moral, ética y civismo.

A la crisis de la educación hay que añadirle la crisis climática (o de emergencia climática), que ha puesto en vilo el destino y el futuro del planeta, y de la especie humana misma. Pero la madre de todas las crisis es la crisis de la educación, pues es la  instancia llamada a recuperar el sentido y el significado de la cultura y del hombre. La infraestructura de la sociedad humana es la educación, puesto que es la esencia de la formación y de la conciencia ciudadana de los individuos. Para ser persona humana se necesita la educación, ya que es lo que nos hace entes pensantes, racionales y distintos de los animales. Educar es, en síntesis, crecer, y para educarnos, requerimos el don del saber, ese alimento del espíritu y de la adquisición del conocimiento, germen y base de la condición humana.

Ante la pérdida del significado de las palabras y de los conceptos, se impone la necesidad de recuperar su sentido, a través de la educación, como forma de reencauzar la “lógica del sentido” mismo de la vida humana.  Las universidades y las escuelas son, en efecto, las responsables, como instituciones educativas y formativas, de las luces y las sombras de la sociedad, y de los avances o retrocesos de la civilización moderna, en su conjunto. Gracias a la educación –no a la cultura– pudimos saltar de la barbarie y el salvajismo a la civilización. Hoy vivimos bajo el imperio de la confusión, en el que la educación oscila –o pendula–,  cíclicamente, a merced de programas, planes y estrategias, elaborados por gobiernos y Estados, y cuyos efectos, a veces perniciosos, son irreversibles, y peor aún, pues marcan generaciones de estudiantes, en su proceso de aplicación.

Pero, si el ideal de civilización está en crisis es porque, insisto, está en crisis la educación –es decir: la enseñanza preuniversitaria y universitaria. O quizás sea la familia, como base de la sociedad humana, la que vive una crisis ostensible. Y si es así, ¿cómo recuperar y rescatar la unidad de la célula familiar? Aceptemos esta dura y desnuda realidad. Ahora bien, ¿cuándo se inició la crisis de la familia y quiénes fueron –o son– los responsables? Y si hay una crisis de la educación, ¿cuándo y cómo empezó su curso o su devenir?

Mural Raíces, el cual se deteriora en la fachada de la Facultad de Ingeniería y Arquitectura de la UASD.

Las universidades deben formar, salta a la vista, no solo profesionales sino sujetos críticos, con conciencia crítica de la historia: capaces de defender los principios democráticos, los derechos humanos, la convivencia pacífica, las libertades individuales, las leyes de la hospitalidad y los valores que le dieron origen y sustentación a la civilización humana. “La esencia de la civilización es la capacidad de decir ‘no’, ‘no’ a la Inteligencia Artificial, ‘no’ a la manera de lavar el cerebro de los jóvenes diciendo que necesitan un título o no serán nada en la vida”, afirma el ensayista holandés, Rob Riemen. Así pues, los retos de las universidades  y de las humanidades –como apunta Riemen–, consisten en parar en seco el avance vertiginoso, desenfrenado y deshumanizante, de la IA, que pretende reemplazar y echar al cesto de la basura, a saber: la inteligencia natural, la mente, el corazón, la memoria, la imaginación, el sentimiento, el espíritu  y el cerebro del hombre. Se impone regular, con un código ético y un  protocolo jurídico, su progreso improductivo y sin frenos, su marcha infernal y demoniaca. Es decir, su riesgo, aun para la supervivencia de la especie humana, la privacidad y la salud mental (ya hay suicidios por el bullying escolar, la suplantación de la identidad, el chantaje y el acoso cibernéticos o la difusión de desnudos no consensuados). En un mundo donde  conviven el mal con el bien, la perversidad con la bondad, la crueldad con la vileza, los progresos científicos y técnicos, que deberían ir (y van) en beneficio de la humanidad  –de la paz, la felicidad y el desarrollo—muchas veces son capitalizados y puestos al servicio de la ilegalidad, la inmoralidad y la maldad.

Cada vez que hay un avance técnico- científico, que proviene, en el fondo,  del reino de la luz y de la inteligencia humana, de la necesidad, la vocación, la pasión y el deseo de los científicos, lo acecha y persigue, el mal, que procede del reino de la oscuridad, en que se anidan la perversión y el demonio de la impiedad. Detrás del progreso sano y de las conquistas del ingenio y del talento del hombre, anidan, en la mentalidad y el corazón de sus enemigos, fórmulas ilegítimas, perversas y siniestras para darle uso negativo, cruel y despiadado.

En síntesis, el desafío de la filosofía educativa de las universidades –y de la educación superior– reside en formar no solo profesionales y hacer dinero, sino en crear conocimientos y en fortalecer los valores morales, éticos, jurídicos y humanísticos, que les dieron origen y razón de ser a las universidades en la Edad Media. Y que han sido la materia prima y la clave del desarrollo y del progreso de las sociedades humanas.

Thomas Mann.

Ante la banalidad de los saberes y de la cultura se impone la urgencia del “humanismo militante”, como abogó, en su época, el novelista alemán y Premio Nobel, Thomas Mann. Se necesita un imperativo ético para salirnos de la caverna platónica en que vivimos esta vida artificial, insana, trivial y falsa, de redes sociales y posverdad, y recuperar, en cambio, el amor al saber, al libro y al conocimiento — esto es: el amor a la cultura y a la naturaleza. La modernidad se ocupó de satanizar le Edad Media, bajo el mote de oscura, supersticiosa y atrasada, pero, por lo que vivimos, vemos y percibimos del presente, en cierto modo, estamos regresando a la barbarie, la violencia, la impiedad, el odio y el horror, como si viviéramos en una etapa de modernidad bárbara. Los apologistas de la modernidad de lo moderno nos han dibujado  el Medioevo solo como un reino de oscuridad, conflictos, atraso y guerras intestinas.

La tecnología no nos ha hecho más libres, sino más esclavos: no libera al ser humano; al contrario, nos ha convertido en fanáticos del progreso, más apasionados  y enamorados de la modernidad capitalista como religión del sentimiento y los sentidos: autistas, ensimismados, egoístas, ególatras, narcisistas, exhibicionistas (decenas de mujeres, y aun hombres, han muerto, intentando hacerse una foto  o selfie, al desplomarse de la ventana de un edificio). Miles de visitantes y aventureros, que hacen turismo –esa nueva religión del viaje–, cuando visitan lugares o museos, no disfrutan del paisaje, las ciudades, la naturaleza o las obras de arte, pues dedican su tiempo a tomar fotos –o tomarse fotos—sin contemplar ni ver ni tocar ni observar ni oír, su entorno. Díganme si no vivimos en un mundo enfermo, plagado de neurosis, paranoias, psicosis y angustias, mismo que las redes sociales y las tecnologías de la información y la comunicación, han potencializado y contribuido, no a curarlas sino a agravarlas. Díganme si esta civilización, que ha logrado tantos avances y progresos técnicos, jurídicos, científicos y materiales, goza de buena salud mental y espiritual.  El sueño de la razón tecnológica se ha convertido en una pesadilla de la imaginación y de la innovación. “La historia es una pesadilla de la que estoy tratando de despertar”, afirma el personaje Stephen, en el Ulises de James Joyce (pág. 44, Galaxia Gutenberg, 2022, trad. José Salas Subirat).

Julio Verne.

El ideal del progreso se ha vuelto el insomnio del futuro. Hemos parido, sin desearlo ni buscarlo ni quererlo, una generación de “asesinos de la memoria” y de fanáticos irracionales del progreso técnico del presente. Las predicciones alcanzadas por las novelas decimonónicas de ciencia-ficción como las de Julio Verne (quien predijo el viaje a la luna y los viajes submarinos), sin dudas representaron, en la realidad, y desde la ficción novelesca, avances y progresos productivos para la humanidad, en algunos casos; pero también, se volvieron, en otros casos, pesadillas no del sueño sino de la realidad humana, en el siglo XX, como lo vemos en las parábolas narrativas de Kafka o en las novelas utópicas o distópicas de George Orwell, H.G. Wells, Ray Bradbury, Kurt Vonnegut, Philips K. Dick, Stanislaw Lem o Aldous Huxley.

Soy de la última generación que se educó, estudió y se formó leyendo libros físicos, y lo digo con lástima y rubor, pues hoy los estudiantes se gradúan sin leer libros. Solo leen –o mal leen—artículos y capítulos de libros, pero en línea (pocas veces en papel), y no los libros completos, y lo hacen solo como tareas o mandatos de sus profesores: no por placer ni para adquirir cultura y conocimientos, ni de modo espontáneo y libre. Si no están en la red, no existen, y lo sé porque cuando les asigno un libro a mis alumnos, me dicen que no lo encontraron. Y eso se debe a que solo buscan los libros en internet: no van a bibliotecas ni a librerías (muchos ni saben dónde están en la ciudad estos agentes mediadores de lectura). Algunos hasta solo ven el video o escuchan el audiolibro para no leer el libro o el texto asignados; olvidan que un audio se oye, no se lee. Por tanto, no es literatura escrita sino oral. Y lo que solo se oye, se olvida más rápido y fácil, y no los enseña a escribir, ya que no hay un código verbal, donde se aprende sintaxis y los procedimientos de redacción y estilo (puntuación, acentuación, concordancia y corrección). Viven pues en un mundo de algoritmo y virtualidad, en un túnel oscuro, buscando la claridad del saber y la luz de la razón, pero de un modo fácil, rápido y divertido, y con escasa responsabilidad académica o intelectual. Usan las computadoras no para leer y estudiar, sino para consultar las redes sociales y chatear, para divertirse y distraerse, bloqueando toda posibilidad de aprendizaje y memorización.  Ese no era el estudiante del pasado. ¿Lo es ahora y lo será mañana o lo seguirá siendo? Solo suelto o lanzo la interrogante.

Basilio Belliard en Acento.com.do