Mis hijos, Julien y Noam, cuyas edades se encuentran en los 11 y 10 años de sus vidas, respectivamente, se vislumbran a lo lejos, en un audaz viaje por los insondables senderos del futuro. Diviso en un horizonte venidero, ambos contrayendo matrimonio a los 35 y 34 años respectivamente. El fruto de esos enlaces: una niña de radiante belleza que lleva por nombre Eloise y un apuesto joven llamado Asher, a quienes desafortunadamente nunca logré conocer.

Eloise y Asher crecen en un mundo turbulento, hasta lograr destacadas sus hazañas académicas, convirtiéndose en profesionales de la Ingeniería Ambiental, especialistas en la sostenibilidad de los elementos que conforman nuestro hogar universal: la tierra, el agua y el aire. Sus labores se asumen como las más relevantes en su tiempo, año 2073, un año en el que se gradúan y se casan.

En esa época, las aulas de clases presenciales son recuerdos lejanos; el proceso educativo ha cambiado desde la enseñanza infantil hasta la universitaria, todos sumidos en la virtualidad. Las escuelas de antaño desaparecen, víctimas de heridas autoinfligidas: la contaminación que envenena el aire, y el infernal calor que arrebata la vida, con temperaturas que oscilan entre los 48 °C y 50 °C.

Ambos, Eloise y Asher, tuvieron a su vez retoños que perpetúan mi legado: un hijo llamado Ezra y una hija, Gemma, quienes encarnan a una generación condenada a sortear cotidianamente las limitaciones heredadas. En ese futuro de incertidumbre, las ciudades ya no son las urbes majestuosas que conocimos; se han tornado en parajes hostiles y áridos.

Ni Eloise, ni Asher, ni sus descendientes, visitaron jamás el umbral de la República Dominicana. Aquel paraíso terrenal languideció bajo la estéril sombra de un inexorable desierto, que se expandió a lo largo de 48 mil kilómetros cuadrados de pesar y conflictos migratorios con el vecino país; sin rastro alguno de fauna, ni agua, ese fundamento de la vida.

Allí yace, en el crepúsculo del tiempo, un llamado inextinguible a la conciencia de preservar nuestro hogar, nuestra invaluable joya celeste: el planeta Tierra.

En el centro del apartamento está un salón mediático que emite el índice diario de contaminación y radiación ultravioleta, reiterando la advertencia de mi leal dispositivo inteligente: "no te aventures a espacios abiertos. Temperatura 56.7 °C. Índice de Calidad del Aire Naranja (ICA de 101 a 150)".

En el año de gracia 2097, Gemma me brindó la fortuna de recibir una extensa misiva desde un futuro inconcebible, en la que plasmó su reclamo e incluyendo un relato de su vida cotidiana en familia, en 1,729 palabras. Una larga carta con un desesperado grito de lamentación por la herencia que les dejamos. Aquí les dejo el texto integro de esas 1,729 palabras:

«01 de noviembre, 2097

Mi amado bisabuelo José,

Hoy es el cumpleaños de mi abuelo y espero que esta -muy larga- carta logre llegar hasta ti, a través del tiempo, para ahora sí poder conectarnos de una manera que nunca pudimos hacerlo. Solo tengo una oportunidad de enviar una sola carta y por eso he decidido extenderme largamente en ella.

Soy Gemma, tu bisnieta, la nieta de Noam y me encuentro viviendo en el año 2097. La vida ha cambiado mucho desde la época en la que tú viviste, pero quería contarte lo dura que se ha vuelto.

Cuánto anhelo haber vivido en tus días, que distan tanto de nuestra realidad en este 2097. Nuestro planeta, la madre Tierra, agoniza en cada respiro que intenta tomar. Las sequías y las inundaciones se han vuelto cosas de cada día, y no hay un lugar seguro donde las temperaturas no sean extremas. Los veranos son ardientes e insoportables, y los inviernos, gélidos y crueles. Los polos, alguna vez hogar de glaciares y hielos perpetuos, ahora son nichos inundados donde las desaparecidas especies árticas sólo viven en las páginas de los libros.

Las consecuencias de la inacción del pasado, de tu presente, han dejado un mundo donde la vida en la Tierra se ha vuelto un reto constante. Lo que una vez fue una flor en el jardín, ahora es un triste recuerdo en la memoria. Los paisajes que tú disfrutaste con árboles majestuosos, animales y naturaleza pródiga, hoy son páramos desierto áridos casi desprovistos de vida.

El cielo que una vez fue azul hoy se ha tornado gris sepulcral por la constante lucha contra el contaminante smog que tristemente respiramos a diario. La lluvia que cae, ácida y letal, deja un rastro de destrucción y heridas que hacen más difícil su paso por la piel y los sueños. El lugar donde antes todo florecía hoy sigue su propio camino hacia la desolación.

Las ciudades que tú conociste, como New York, Miami y Santo Domingo, Lisboa, Bangladesh, ahora sólo son ruinas. Las temperaturas extremas han provocado que sea imposible la vida en estas metrópolis. Aunado a esto, el agua potable es un recurso tan escaso que la humanidad ha tenido que adaptarse a subsistir con lo poco que queda.

Los animales que en tu tiempo eran comunes, como osos polares, tigres y elefantes, se encuentran en la lista de especies extintas. Las consecuencias de la extinción ya han afectado la biodiversidad, y las cadenas alimenticias se han roto, dejando un planeta en constante lucha por la supervivencia.

El clima inclemente ya no perdona a nadie. Furiosos huracanes barren ciudades enteras en un instante, mientras que incendios forestales arrasan con hectáreas de bosques en agonía. Los mares han alcanzado un nivel peligrosamente alto, sumergiendo para siempre las costas bajo sus aguas teñidas de sangre y desechos humanos.

Permíteme relatarte cómo transcurren nuestras vidas en un día común en este infierno:

Al abrir los ojos en las mañanas, uno siente que el calor queda atrapado dentro del apartamento, aun equipado con controles de temperatura y eficiencia energética. Los ventanales tienen cristales resistentes a las altas temperaturas para defender nuestro hogar del calor sofocante. Las tiendas abren de noche porque durante el día las temperaturas pueden llegar hasta más de 61.5 °C. A 60°C una persona puede sobrevivir aproximadamente diez minutos al aire libre, más allá de diez minutos puede morir por deshidratación extrema.

Mi despertador, un dispositivo AI sincronizado con mi ritmo circadiano, me despierta con dulzura, cuidando de no alterar mi sueño reparador. Luego, este ingenioso artefacto me proporciona un breve informe de las condiciones ambientales: la bruma tóxica nos envuelve y mi dispositivo recomienda evitar los espacios abiertos debido a la mala calidad del aire y el calor extremo, hoy en los 56.7 °C.

Camino hacia la cocina, donde una maquinaria prodigiosa hace un desayuno a partir de proteínas cultivadas en laboratorio y vegetales hidropónicos, pues la mayoría de las crías de animales ya no son viables debido al agotamiento de los recursos y los voraces incendios forestales. En el centro del apartamento está un salón mediático que emite el índice diario de contaminación y radiación ultravioleta, reiterando la advertencia de mi leal dispositivo inteligente: "no te aventures a espacios abiertos. Temperatura 56.7 °C. Índice de Calidad del Aire Naranja (ICA de 101 a 150)".

Cuando llega el momento de emprender mi jornada laboral, me pertrecho con una máscara protectora, un dispositivo portátil con oxígeno y un traje resistente a los rayos ultravioleta debido a los peligros que tiene el aire y los índices elevados de radiación.

El transporte público es el principal medio de movilidad desde que los vehículos de gasolina fueron erradicados por completo, en pos de reducir las emisiones. Existen algunos vehículos eléctricos y de hidrógeno, pero muy costosos y para ser usados en las carreteras y servicios de salud.

Durante la perpetua inclemencia del sol sobre el edificio de mi trabajo, se levantan los cristales polarizados como fieles guardianes, instaurando un templo adecuado que reduce el consumo energético, brindando simultáneamente confort y protección. Los lugares de trabajo están sembrados de una frondosa vegetación, la cual purifica el aire que nos rodea y nos ofrece el gustoso susurro de paisajes exuberantes.

Al llegar la hora del almuerzo, en la cafetería interna, uno se sumerge en un menú 100% de comida sostenible, cuyos ingredientes nacen en granjas de cultivos verticales, para desafiar al transporte desde lugares remotos, cosa que en estos tiempos de acelerado cambio climático es sencillamente intolerable.

Cuando llega la noche, hace menos calor, pero la contaminación del aire es la misma y por eso me sumo al festín familiar donde intercambiamos relatos sobre nuestros días rodeados de contaminación pero con ternura. Mis hijos hablan de sus conocimientos adquiridos en realidad virtual inmersiva, donde las temáticas eco-ambientales son fundamentales para la preservación y sostenibilidad. Vivimos en un mundo en el que el consumo consciente y la ciencia ecológica son fieles escuderos que nos protegen en la lucha por la supervivencia.

Una vez concluida la cena, nos encontramos ya en amor y compañía, vamos a los jardines compartidos, esparcidos a lo largo y ancho de nuestra urbe. Estos pulmones verdes, llamados jardines de ozono, se crean en esferas de cristal tintado y clima controlado, con energía solar. Traen consigo espacios de sombra y combate a nuestro peor enemigo, el dióxido de carbono. La comunicación y el tiempo en familia son, hoy día, un baluarte en el sendero de la sostenibilidad, las prioridades de antes han dado paso a una vida más consciente y armoniosa.

Cuando el atardecer muere ante las sombras de la noche, el espacio se vuelve íntimo y el eco del día se transforma en palabras entre mi pareja y yo. Un diálogo en el que nos deslizamos a lo largo del fragor de los esfuerzos mundiales contra el avance del calentamiento global y la lucha por aplacar la contaminación que flagela nuestro hogar, nuestro planeta.

Una última hora compartida antes de irnos a dormir, donde la presencia de un purificador de aire, con su sonido vibrante y constante desde una esquina de nuestra habitación, nos grita una verdad incesante. Y, así, inevitablemente, me sumo al abismo de la inquietud que nos acecha a todos:

¿Qué herencia nos dejaron ustedes, bisabuelos? ¿Qué herencia les dejaremos a las generaciones venideras si el mundo no puede abrazar con firmeza el deber de revertir —ya muy tarde y desde hace años— los efectos desastrosos del cambio climático?

No culpo a nadie en específico; soy consciente de que cada generación ha acumulado sus propios errores. Sin embargo, es inevitable preguntarse por qué no se hizo más para prevenir el calentamiento global. ¿Por qué nuestro planeta, nuestro hogar, no fue una prioridad para ustedes y por qué no pasaron nunca de las palabras y los encuentros de lideres mundiales a la acción decidida y eficaz?

¿Puedes creerlo, bisabuelo? El mundo que conociste no existe más, y solo perseguimos sombras de lo que una vez disfrutaron ustedes, no nosotros. La gente se pregunta cómo permitieron que esto sucediera, cómo no hicieron lo suficiente para salvar nuestro planeta. Entre susurros y lágrimas contenidas, nos preguntamos por qué no se escuchó el clamor de la Tierra, ni se entendió la magnitud de la devastación que se avecinaba.

En el 2097, la vida es una distopía que ha dejado al mundo en un estado de añoranza y pesar por las oportunidades perdidas. La esperanza de un cambio a tiempo está muerta, y ahora sólo se vive con la angustia de un futuro incierto y lleno de peligros. Por eso te pregunto, querido bisabuelo José, ¿por qué no se hizo más? ¿Qué pasó con la humanidad y el amor por nuestra casa común?

Una profunda melancolía nos embarga al ver los últimos vestigios de lo que una vez fue nuestro vergel, y sólo puedo preguntarme por qué no se hizo más para detenerlo. ¿Por qué no se atendieron las súplicas de nuestro hogar? Podríamos estar disfrutando de un mundo lleno de vida, pero en vez de eso, nos toca encarar el legado doloroso de lo que pudo haber sido y ya no es, ni será.

En esta intranquilidad y en el anhelo de un mañana —ya no más puro, pero al menos un mañana—, nuestro hogar se entrega al abrazo del sueño, con el deseo de que nuestro desvelo aún encuentre una forma de honrar a la casa que nos vio nacer: el planeta tierra.

No te escribo para culparte, bisabuelo, tus acciones posiblemente no puedan ser responsables de la inmensidad de este desastre. Pero sé que podemos aprender de tu época y juntos, incluso desde nuestras distancias, procurar con esperanza cambiar el rumbo de esta desafortunada historia.

Recibe un abrazo cargado de amor y nostalgia desde un tiempo más allá del que tú conociste. Si pudieras ver a través de mis ojos, quizá entenderías mejor nuestra pena y cómo cada alimento y cada gota de agua limpia se han vuelto tesoros sin precio. Sin embargo, seguimos adelante buscando soluciones, porque no nos podemos dar el lujo de perder más.

Termino esta carta con los ojos llenos de lágrimas, deseando haber conocido un mundo más amable y compasivo. Espero que esta nota sirva como una advertencia a quienes puedan escuchar, y quizás un día, podamos restaurar este planeta a su antigua gloria.

Con amor y nostalgia,

Gemma»