En medio de un caluroso y pesado verano ​​en Santo Domingo, encontré una nota dentro de un libro usado en una librería callejera de revistas, paquitos y novelas policiacas en la Duarte con París.

Ese miércoles 23 de abril de 1991, la breve y enigmática nota se convirtió en una puerta a otros mundos amplios y lejanos.

De camino a Los Mina, perdí el libro en el parque Enriquillo en medio de toda la distracción vespertina: nubes de vejigas flotantes, coloridas y asimétricas; multitudes vendiendo de todo, hecho y por haber; empleadas de tiendas regentadas por gallegos tristes y amables haciendo las diligencias del dia; gente del vecindario haciendo diligencias, comprando frutas y verduras; digiriendo los titulares de La Noticia o El Nacional y recitando una décima de Huchi Lora camino a casas antiguas en buen estado o casas y ranchos cayéndose a pedazos en algún callejoncito de Villa Francisca; poetas ociosos llevándole la vida al otro; haciendo trueques; hare-krishnas llamando la atención de los transeúntes por medio de mantras musicales y un aroma almizclado, inusual en estas tierras; y los limpiabotas fajaos sacándole brillo a botas y zapatos de militares portadores de la soberbia y el olvido; en la acera pasean gringos sin rumbo en busca de sexo fácil mientras al cruzar la calle dos hermanas evangélicas reparten tratados justo al lado de la botánica de la pareja lesbiana que, a pesar de las muchas malasangres y peleas diarias, luchan por permanecer juntas.

En las inmediaciones del parque, hay una fila en el puesto de yaniqueque con los mejores yaniqueques del mundo salpicados con sal banileja. La gente del pueblo y la ciudad rodea las paleterías, los quinieleros y los puestos de chucherías, pequeños almacenes de sabiduría popular y de alfileres de terciopelo, ganchillos y cantidad de cariñitos sentimentales producidos en masa. Se pueden observar niños de todas las edades y personas mayores mendigando en la acera y en los bancos; pensionados en espera; personas enfermas del virus mendigando: gente viva al borde de la muerte. Empero los mendigos ya no están: se ha armado un corre-corre gracias al aviso de los buhoneros que velan por sus prójimos cada vez que se acerca la patrulla con toda la furia de un tornado.

Lejos del parque, seguí viajando a otras dimensiones y cubrí mis huellas en el fango.

En mis sueños camine bajo el horizonte de Agbogbloshie. La verdad es que me sentí como si estuviera en casa. Y volví a transitar el aroma musical y picaresco que rodea la ciudad. Al contemplar tu rostro, vi el peso del mundo descansando en las niñas de tus ojos.

Busqué y por fin pude encontrar las palabras que perdí. Pregunté tu nombre y perdí la cuenta de las permutaciones del ritmo en el ardor de la tarde. Pero en el fondo de mi mente encontré una salida más allá de mi otra isla, allí al otro lado del río.

Desde ese momento pude comprender y recordar aquellas palabras que creía perdidas en el fondo del mar. Y por primera y última vez pude transcribir el mensaje secreto que las aguas trajeron a mis pies en la orilla:

“Oírás mi voz en la antesala de la muerte y la destrucción sin sentido.

“Y prometo que mientras tengamos aliento, rechazaremos el mal en cualquier tono, forma y apariencia porque llevamos dentro la semilla del desprecio hacia los cómplices silenciosos de la barbarie y el olvido.

“Alzaré mi voz ante la presencia de lobos rapaces en nuestros suelos porque siguen siendo la evidencia más latente del crimen que ocultan las antiguas sagas perdidas en el fondo del mar desde tiempos inmemoriales.

“Y a partir de hoy podrás tejer las fibras de tu cuerpo roto, lánguido y herido.”