árbol y otras ansiedades
En la noche del cuerpo,
allá adentro, en mi frente,
el árbol habla.
Acércate, ¿lo oyes?
Octavio Paz
Como figura metafórica y paradigmática expresión metafísica, desde los inicios de las civilizaciones el árbol representará el eje conector que enlaza lo terrenal y lo divino; nexo entre naturaleza y ser. Maridaje vinculante de todo aquello que el Hombre entenderá, imaginará y experimentará empujado por la sempiterna pretensión de comprender sus orígenes. Para la cristiandad, árbol será ícono sinónimo de génesis, abrazo de la vida, el bien y el mal; en el canon védico de la religión hindú, también significará origen a través del cual la fuerza vital del sol alimenta sus raíces hundidas en el cielo a fin de que las ramas se extiendan sobre la tierra. Igual la teosofía cabalística hebrea que encarnará el símbolo del árbol inverso para explicarlo como fuente de energía vital. La poesía, en consecuencia, en tanto que es lenguaje que regala lo no dicho y lo dicho, no estará ajena al desempeño del motivo arbóreo a través de las culturas. Así lo revelaron los versos de Rafael Alberti, Borges, y Gioconda Belli, y lo confirma el más reciente poemario de la también docente e investigadora uruguaya afincada en Chicago Silvia Goldman.
En árbol y otras ansiedades (2021) la autora emula sutilmente recursos literarios empleados por Gabriela Mistral, incluyendo la utilización del árbol como imagen antropomórfica humanizada; como sinónimo de conocimiento, dolor, vida y muerte. Esencias del espíritu situadas en paralelo ante el entorno y la portentosa figura de la naturaleza vegetal. La creación poética a manos del lenguaje hilvanado por Goldman nos conduce hacia “la puerta de lo que no se ve” a fin de encontrar ese algo que no es otra cosa que el alma cobijada bajo el sostén arbóreo. El alma hecha poema, por supuesto, cuestión que la autora confiesa literalmente sin sonrojos: …como cuando digo árbol y otras ansiedades/ y no reconocés la palabra árbol/ eso es lo que yo quise decirte y no te dije/ que el poema es un árbol…/.
Todo es acogido en las casi seis decenas de textos que conforman este impecable magnífico volumen: orígenes y memorias; las cosas de dios; los fantasmas de la escritura encarnados en Vallejo, Pizarnik y Agamben; el abrazo y muchas de sus formas, asmas incluidas; pesadumbres e inequidades hipermodernas; y, por supuesto, los ruidos del río que hecho cuerpo, crea el amor: …cuando fuimos el mismo y único pez en el caudal de un río/ que se extendió desde mis piernas a tus piernas/ ya que el segundo río quiso ser el primero/ y entonces lo llevamos hacia él/ vos le sostuviste la mirada al río y yo pasé por él/…
Si en “Altazor” Huidobro clamaba nuestra atención hacia la naturaleza (Silencio, la tierra va a dar a luz un árbol) y el vocabulario nerudiano hacía de ella un casi todo (…el árbol trueno, el árbol rojo, el árbol de la espina, árbol madre…), Paz matrimonia lo arbóreo y lo espiritual como expresión e indagación de la verdad poética que surgirá de su imaginación. Similar a lo logrado por Goldman, quien en la búsqueda de su propio lenguaje ha convocado al lector a emprender el camino de reconocerse humano e imbricar la naturaleza. Con todo el vértigo y expectación que eso conlleva, según ha expresado la también poeta Sara Castelar Lorca: ¿me pasás el brazo por la parte de mí que no me corresponde?/ ¿te acostás conmigo/ y en la forma horizontal de nuestros sitios/ me pasás la inclinación que no me da tu altura/ el árbol que quiero hacerme crecer/ y no puedo?
La pesquisa que persigue el significado oculto de las palabras, aventura sin límites acogida por la página y el poema que les otorga razón de ser, surge una y otra vez entre las repisas y rincones de árbol y otras ansiedades. Se trata de palabras insomnes, mentirosas y ansiosas que se escriben pija, McDonald’s y teta. Campo de batalla de la imaginación, el poema se rinde ante las variaciones del vocablo, ante la sorpresa de lo que sus sílabas incitan y recrean. Por eso, púrpura “provoca calambres en la boca y alivio en el paladar; en un cuarto, quedarse con un hijo, y en ese hijo, adherirse al musgo si acaso almacenara resplandores”. No en vano la uruguaya pregunta qué hacer con el idioma que nos es dado y en cuál sería más fácil romper una palabra; la palabra madre enunciada por la orfandad, a título de ejemplo.
Goldman agrupa la mayor proporción de los poemas incluidos en este libro en una sección que ha titulado “otras ansiedades”; en ella, desasosiegos, miedos y convalecencias se valen de lámparas, espejos y aposentos a fin de satisfacer la necesidad de contar y compartir nostalgias y dolores. Se trata, pues, en labios de la autora, de textos que cortan la niebla, o mejor aún, que perforan la flor y su equilibrio. Confesiones que hablan de peces con olor y pretiles rotos de la infancia construyendo retóricas “sobre los escombros de una civilización”. Eso sí, aquí el pecho desgarrado, el suyo propio y el de la poeta, quienes, al fin y al cabo, son la misma mujer, se revela virgen y puro en fotografías y recuerdos. En almohadones rojos que le quieren y protegen mientras ella se convence de que es árbol también.
Un largo suspiro
Pero nosotros somos dos niños
a merced de un músculo parásito
que se alimenta de latidos ajenos.
Aspiración fuerte y prolongada seguida de una espiración, acompañada a veces de un gemido y que suele denotar pena, ansia o deseo, es tal cual el diccionario define al suspiro; esa inconsciente y aún intrigante acción de los seres vivos cuya razón de ser —necesidad fisiológica o señal emocional— continúa siendo debatida por la ciencia. Para los psicólogos, suspiro es válvula de escape, “pausa necesaria entre el descarte de lo imposible y la puesta en marcha de un nuevo proyecto”. El gigante Keats, por su parte, siempre le consideró estremecimiento salido de las mismas entrañas del silencio; y a decir de Carlos Roberto Gómez Beras, hogar de nombres desechos, de ausencias vivas “hechas de algo que ni siquiera es ceniza” según anuncian los versos incluidos en el más reciente poemario de su autoría, Un largo suspiro y otros epitafios (2021).
El también catedrático, prolijo editor, y Premio Nacional de Poesía PEN y del Instituto de Literatura Puertorriqueña, entrega en esta ocasión una colección de robustísimos textos que abrazan los tránsitos del amor (¿agónico?) transpirando a flor de piel. Amor que busca y se busca fútilmente: Nadie saldrá ileso de este trámite./ Nadie caminará solo por la playa./ Tú y yo nunca llegaremos a tocarnos./ Un amor que predice porque se reconoce ya derrotado (No hay manera de engañar/ a las olas que regresan para robarnos/ nuestros más tristes desechos.); y amor que a pesar de ello, aún invita (Ven, mete la mano todavía sana/ en este costado casi abierto/ como una vagina nueva/).
En efecto, este libro dista de constituirse en exhaustivo ars amatoria, más bien encontramos en sus páginas justamente lo opuesto. Porque aquí el lector descubrirá una sentida (y en ocasiones desgarradora) narración de las múltiples consideraciones del poeta sobre la experiencia amorosa y sus contratiempos: los conocidos destellos y sinsabores experimentados por la pareja contemporánea, en particular el paradójico vacío inserto en la palabra nosotros (No invoquemos ya los modos/ del decir entre tú y yo/ porque nosotros es un velo ceniciento,/ que encerrado en el baúl del ático/ espera por su aliento y palabra./; la desmesura provocada por la quimérica compartición de los cuerpos (¿Quién nos ha traído, así de la mano/ como niños cegatos y desnudos,/ a esta fiesta sin paréntesis de una dicha/ que no se colma mientras dura?); y por supuesto, los ubicuos espejismos que este presente aniquilador del sentir insiste en regalarnos (Trae tu cuerpo a esta gesta/ de míseras cosas y días opacos:/ todo es un párpado que no duerme./).
En una obra fundamental que agrupa importantes reflexiones sobre los avatares del sentimiento en la contemporaneidad [Elogio del amor (2011)], el filósofo francés Alan Baidiou explora el amor amenazado y la construcción amorosa entre otros temas que dialogan con aquello que él describe como “la experimentación del mundo a fin de alcanzar un proceso de verdad, la verdad experimentada por dos y no a partir de unos”. En un comentario relevante a estas disquisiciones admite estar convencido de que el amor, en tanto que es aquello que da intensidad y significación a nuestras vidas, es un sentir no exento de riesgos. Mas, estos siempre provinieron de circunstancias establecidas e impuestas por la sociedad misma, incluyendo la posmoderna. Baidiou resalta uno de tales riesgos (que categoriza como “amenaza securitaria”) el cual cancela toda poesía existencial a nombre de la seguridad personal; de la garantía de no riesgos, y un segundo, que provocado por el omnipresente hedonismo del hoy, despoja el amor de toda importancia y relevancia a favor del goce libre de riesgo.
La literatura, y en particular la poesía, advertían hace tiempo sobre aquello y también sobre la inminencia del amor renovado; lo hizo el Rimbaud decimonónico (El amor está por reinventar, ya se sabe.), y el poeta que nos ocupa quien más de un siglo después convencido y sin temor a su propia muerte, apuesta a la epopeya kamikaze del sentimiento. Carlos Roberto sabe que este amor es uno agónico, y reconoce el que casi todo “es un párpado que no duerme”. Por eso le define como un amor-deseo, amuleto tibio extraviado en áticos de color rosado fingiendo tristezas y alegrías; inventario de lunas que besaron rostros pretéritos y nostalgias disfrazadas de refugios.
La astuta construcción de este poemario está apoyada por cuarenta y siete textos que el autor ha calificado como epitafios precedidos por un poema introductorio cuyos doce versos, a su vez, son de por sí un largo suspiro. La voz del poeta inicia y concluye la obra con una misma invitación: la bienvenida a la aventura de quien está dispuesto a todo: Ven, abre la puerta/ abre las piernas/ o abre mis venas… Aquellos epitafios, no cabe duda, inscriben la historia de dicha gesta en tanto que más que cicatrices de lo ya sucedido, insisto, se constituyen en crónica premonitoria. En narración a veces vestida de ominosa sentencia ante los rituales del pecho herido, o, felizmente, en celebración de la entrega. En otras instancias, los textos que Gómez Beras elegantemente ordena en Un largo suspiro y otros epitafios se transforman en extáticas confesiones que culminan en una irrevocable admisión: el reconocimiento de que los percances del amor agónico, son también un largo suspiro.