La agenda de color traducía una fragmentación de la sociedad haitiana sobre bases económicas, sociales, étnicas y territoriales. No se construyó un orden estable que impulsara la modernización. La élite mulata, la que ejercía una hegemonía siempre recompuesta, percibía a la masa del pueblo con distante desdén como “los negros”. No se construyeron mediaciones tendentes a la aparición de planos efectivos de reconocimiento común y susceptibles de solventar la cronicidad de conflictos.
Tal trayectoria culminó en la imposición de una hegemonía mulata estable por los invasores estadounidenses en 1915, sobre la base de consideraciones racistas. A su vez, tal hegemonía estalló, en un primer hito de 1946, por razones parecidas a las anteriores, seguido una década después de la imposición de la tiranía de Duvalier, ferviente adalid de la negritud.
Una agenda política semejante, fundamentada en el color, ha estado ausente en la existencia de la República Dominicana. Los procesos de luchas nacionales desde inicios del siglo XIX tendieron a debilitar los estereotipos racistas del mundo occidental y de procedencia colonial. Los adalides de la libertad de los dominicanos enfatizaron la unidad de todos al margen del color de la piel y de cualquier criterio étnico. Desde 1844 no ha habido agrupamientos de significación pautados por motivaciones étnicas o de color. En último caso, en las situaciones en que ha estado presente, la temática no ha cobrado centralidad y ha quedado siempre en segundo plano. Los mismos conservadores decimonónicos supieron encubrir su ideología racista con alegatos universalistas. Semejante variante de ideología racial no excluye la comunidad de pertenencia sobre la base de consideraciones culturales.
Si en ciertas situaciones ha aflorado con agudeza la temática de “razas” o de color, se ha debido más bien a su presentación por dominadores extranjeros. Fue lo sucedido en la Anexión de 1861. Aunque una porción de los dominicanos urbanos de piel clara tendió a depositar expectativas en el ordenamiento español, no fue un movimiento unánime y ni siquiera guiado en sí por consideraciones racialistas, sino sociales. Claro está, esto no niega la persistencia de preceptos de valoraciones de color. Incluso los “blancos de la tierra”, “indios” o como asumieran la especificidad de la identidad, se reconocieron como “negros” a partir de la designación por los militares españoles. Algo parecido sucedió en 1916, ante el racismo rampante de los “civilizadores” del imperialismo norteamericano. Pero hubo dominicanos de piel clara u oscura entre anexionistas y restauradores. José Antonio Salcedo, el rubio Pepillo, primer presidente de Santiago de los Caballeros, enfrentó al anexionista Juan Suero, el “Cid Negro”. El moreno Antonio Guzmán, compadre de Pedro Santana, fue primero anexionista y luego restaurador. Quienes en las filas mambisas esbozaron consignas raciales fueron pronto acallados, como se vio en la actuación de Manuel Rodríguez (El Chivo) y su control por su ídolo Gregorio Luperón, partidario de la unión de todos al margen de coloraciones.
Aunque anormalidad, incluso en el contexto de promoción de personas de orígenes humildes desde la Restauración, el mulato oscuro Ulises Heureaux, considerado negro por la generalidad, no fue objetado sobre la base de consideraciones racialistas. Por el contrario, se apoyó en los círculos encumbrados de la naciente burguesía tradicional, dentro de la cual predominaban europeos y otros extranjeros. Las ejemplificaciones podrían llegar al infinito, hasta en el consumado racista Trujillo, abierto al reconocimiento de los “negros” como parte de la comunidad dominicana, al grado de promover su presencia en los cuerpos militares, a pesar del esfuerzo por minimizar su participación demográfica.
Si bien sigue valiendo el aserto de Duarte sobre la imposibilidad de fusión entre dominicanos y haitianos, gana vigencia el imperativo de la fraternidad de los dos pueblos con base en el reconocimiento de sus características e intereses.
No se quiere significar que una historia haya sido mejor que la otra. Han sido diferentes. La diferencia de fondo no reside en el orden de lo denominado racial o de color, aunque haya incidido de maneras divergentes y resalten proporciones distintas de grupos de color en los dos lados de la isla. Más allá, reside en principios constitutivos de larga data, uno segmentado y el otro más integrador. Se concreta en el hecho consumado de la conformación de dos pueblos, con procesos históricos que han retroalimentado diferencias y divergencias.
Haití procuró sostener su condición independiente sobre bases raciales, lo que no se produjo entre los dominicanos. De ahí una de las motivaciones de la pretensión de subyugar a los dominicanos hasta avanzado el siglo XIX. En sentido contrario, desde 1844 los círculos dirigentes dominicanos, liberales y conservadores, se esmeraron en abrirse a las relaciones con los países desarrollados, vistos como modelo a seguir, al grado de que germinaron en ellos propuestas proteccionistas o anexionistas.
Los dirigentes haitianos recelaron de la autonomía de los dominicanos movidos por la preservación de la suya y el desconocimiento de una entidad distinta. Todavía más desgraciada fue la negativa a aceptar la ruptura de 1844, pese a haber contado con el respaldo de la totalidad de los dominicanos. Recelos de larga data de parte y parte han enturbiado las relaciones entre los dos países. Sin embargo, estas han atravesado por situaciones muy distintas. El antihaitianismo fue la respuesta de los sectores dirigentes a partir de 1844, no solo con vistas a repeler las agresiones, sino para cimentar un consenso vis-a-vis el enemigo. Un fenómeno equivalente se forjó en Haití bajo el supuesto del peligro del establecimiento de una potencia europea en la isla. Después se han atravesado momentos de sosiego y coexistencia.
Determinados sucesos han retroalimentado un sentido de contraposición pautado por discursos oficiales traducidos a narrativas pedagógicas. Fue el caso de las matanzas de dominicanos en 1805 o la masacre de nacionales haitianos en 1937. Las clases dominantes de ambos países por momentos han cimentado mecanismos hegemónicos a base del enfrentamiento del vecino enemigo. El discrimen de una parte ha sido respondido con el rencor en la otra. La narrativa histórica, abierta o solapada, ha contribuido decisivamente a consolidar las rutas de ambos países.
En la actualidad se dan fenómenos un tanto divergentes. En República Dominicana, a pesar de la migración masiva de haitianos, el antihaitianismo popular ha disminuido su incidencia, sobre todo después del período de los Doce Años de Joaquín Balaguer, realidad que contraviene las denuncias internacionales de origen imperial. La afluencia migratoria de este lado de la isla ha generado rechazos y recelos. La inmigración ilegal ha sido asumida como problema sensible por numerosos dominicanos, lo que es motivo de resentimiento del otro lado, sobre todo cuando se producen deportaciones. En consonancia, a menudo círculos políticos actuantes intentan compactarse en Haití por oposición a los dominicanos en bloque. Se les achaca solapadamente racismo universal y culpabilidad colectiva en la matanza de 1937. Tal lineamiento fue iniciado como política central de Estado por el corrupto demagogo Jean Bertrand Aristide.
Por lo visto, la construcción de lazos de fraternidad entre los dos países, un deber moral y de lucidez política, atravesará por intrincados caminos. Hoy la migración desordenada haitiana se ha tornado en un caldo de crispaciones. En Haití, con razón, se resiente la reducción de ese país a condición económica subsidiaria de República Dominicana. Los grupos de poder dominicanos hacen jugosos negocios en Haití en contubernio con los sectores tradicionales de ese país.
Habida cuenta de un panorama tan complejo, la senda hacia la amistad requiere el reconocimiento de las diferencias, pues los principios constitutivos de las dos naciones han sido diferentes e incluso divergentes.
Dos cuestiones problematizan la tradición nacional dominicana. El primero, la postura negrista de intelectuales y artistas, carece posibilidades de ganar cuerpo por el arraigo de los principios integrativos sobre los cuales se ha construido la nación dominicana. No importa que personas de izquierda o que fueron de izquierda secunden esta postura, pues responde a modas, desconocimiento o resentimientos. La segunda, la migración haitiana, presenta retos más complejos. Hasta hace poco, la generalidad de haitianos y descendientes se integraban a la comunidad dominicana. El fenómeno fue observado por Sócrates Nolasco en su respuesta a la obra de Jean Price-Mars, cuando aseveró que el migrante haitiano se “dominicaniza” al instalarse de este lado, al grado de variar en sus percepciones de color. Esta reacción es confirmada por mi amigo sociólogo Giovanni Brito, conocedor exhaustivo de la zona fronteriza. Pero la masificación de la migración que esa reacción no opera como antaño. Desde hace unas décadas ha surgido la categoría del “domínico-haitiano” como un reflejo espontáneo de un conglomerado permanentemente superexplotado y deslindado por barreras étnicas y sociales. Está pendiente para el futuro visible determinar si la segmentación de los haitianos residentes y sus descendientes provocará su distanciamiento de los parámetros culturales con que se ha construido la comunidad dominicana. Sobrevendría el riesgo de reivindicaciones étnicas con equivalencia nacional que alterarían los parámetros de universalidad integrativa sobre los cuales se ha construido la nación dominicana. Ahí radica el problema sustantivo del acrecentamiento indefinido de la migración haitiana.
Hasta ahora, República Dominicana ha existido bajo el principio de una unidad nacional, que implica una diferencia que le ha dado sostén a los discursos nacionalistas haitianos teñidos de antidominicanismo. La alteración de este principio de la unidad nacional, sustentado en la integración de la diversidad por un prisma político, abre una brecha por la que puede producirse la destrucción de la nación, como ha sido entendida desde la obra y las ideas de los patricios fundadores de la sociedad La Trinitaria. En tal caso, el país se verá envuelto en querellas étnico-nacionales que impedirán cualquier agenda constructiva. Advendría un orden del conflicto que extendería a la nación dominicana elementos constitutivos de la comunidad haitiana que se plasman en el agravamiento trágico de sus males.
La posibilidad de entendimiento y colaboración fraternal entre dominicanos y haitianos pasa por el reconocimiento respetuoso de las diferencias nacionales y de los intereses de cada parte. Si bien sigue valiendo el aserto de Duarte sobre la imposibilidad de fusión entre dominicanos y haitianos, gana vigencia el imperativo de la fraternidad de los dos pueblos con base en el reconocimiento de sus características e intereses. La vida del presente convoca a la cooperación sustentada en la amistad. Implica deponer querencias del pasado y observar respeto mutuo. A los dominicanos nos toca tirar la primera piedra al mostrar solidaridad ante la desgraciada situación en que se encuentra el pueblo haitiano.
Roberto Cassá en Acento.com.do