Si este es un país con una diversidad cultural rica, ¿cómo nos organizamos para que ese arcoiris cultural se exprese en libertad y con la espontaneidad y significación simbólica que cada una de estas manifestaciones culturales tienen en el tejido social dominicano?
La dominicana es una sociedad de inmigrantes: españoles, canarios, franceses, italianos y otros europeos, africanos, aborígenes que dejaron su impronta en muchas de nuestras manifestaciones culturales, chinos, árabes, japoneses, judíos, puertorriqueños, cubanos, haitianos y otros isleños del Caribe. Si descartaríamos por ser foráneas o de inmigrantes algunas manifestaciones culturales, no existiéramos culturalmente, sino, como dice la sociología, fuéramos más que un conglomerado de gente y no un grupo social marcado por la cohesión y la interacción, como le diría a eso Max Weber, el sociólogo alemán de finales del siglo XIX.
Si no es el gagá dominico-haitiano como lo definiera la antropóloga norteamericana que vivió muchos años en nuestro país ya fallecida, June Rosenberg, tampoco lo es el espagueti, el quipe, el arroz, el plátano, la pizza, los embutidos introducido como técnica agroindustrial por los judíos de Sosúa, como no fuera tampoco dominicano, el carnaval venido inicialmente de europea, la propia religión católica que le acompañó en su travesía hacia América, junto con el castellano y otras importantes tradiciones hispánicas, pero que no son las únicas que contribuyen a definirnos como dominicanos, son parte del conjunto de herencias culturales recibidas y reinterpretadas por esta sociedad que es lo que le da luz propia y el mote de dominicanidad.
El gagá es una expresión dominico-haitiana (procedente originalmente de la parte occidental de la isla), que ha calado entre haitianos residentes en el país, dominicanos de origen haitianos y dominicanos
Somos en los hechos una fusión de todos esos ancestros, pero resemantizados y adecuados a las circunstancias que la historia y los procesos culturales nos condicionaron, y en el siglo XVIII forjamos un criollismo que, en el siglo XIX encontró una identidad propia que se enarboló con el gesto independentista de 1844 y ha transitado entre vaivenes y reafirmaciones, con tareas pendientes por definir.
El derecho cultural y la inclusión social en las políticas públicas son obligatoriedades de los estados para responder al conjunto de normativas legales y del concierto democrático de las sociedades modernas. Por otro lado, la misma constitución nuestra ya hace tiempo en muchos de sus acápites y artículos habla de la libertad de credo, la libertad de tránsito y muchos otros beneficios ciudadanos que nos permiten hablar de un estado de derecho.
Naturalmente que el Ministerio de Cultura no aprueba esas medidas de prohibición como dejara claro un documento de uno de sus viceministerios, además la elaboración de políticas públicas comprometen en su aplicación y ejecuciones, a otros ministerios, organismos y funcionarios estatales que no siempre acoplan con su cumplimiento.
Todo lo anterior nos conduce hacia políticas públicas incluyentes, tolerantes, respetuosas de las expresiones culturales de un país con una identidad muy diversa, que permita la plena realización del ser humano en sus libertades interiores, además de hacer posible que desde el estado exista igualdad de oportunidades para todos, sin exclusión de manifestaciones culturales, religiosas, de género, de clase o condición social, para poder alcanzar el grado de una sociedad democrática que acepta sus diferencias y similitudes como conglomerado ya convertido en una nación pluralista.
Es cierto que la fundación de la república en el 1844 crea la nación, el estado y la República, pero, como en otros pueblos de América, con huellas marcadas del viejo régimen colonial, y muchos de estos esquemas coloniales se proyectaron en el tiempo y perviven enmascarados tras cortinas de intolerancia, nacionalismos a veces retorcidos, doble moral, prejuicios y omisiones sociales aun por vencer.
Estados Unidos, considerada por muchos la democracia modelo del occidente, todavía hoy lucha por los alcances implicados en la Décimo Cuarta Enmienda, que da plenitud de igualdad a todos los ciudadanos no importando el color de piel, procedencia étnica o migratoria y condición social, pero sobre todo, el tema negro en ese país, para el que sigue siendo un talón de Aquiles.
El gagá es una expresión dominico-haitiana (procedente originalmente de la parte occidental de la isla), que ha calado entre haitianos residentes en el país, dominicanos de origen haitianos y dominicanos, que suele expresarse en la Semana Santa como parte de un ritual relacionado al mundo del vudú, pero al mismo tiempo con ciertas distancias a este. En mi hipótesis lo relaciono a sus ancestrales vínculos a los cultos a la fertilidad de la tierra, en África.
Si bien se manifiesta en la Semana Mayor, su estructura simbólica y ritual no guarda relación alguna con el catolicismo que no sean los rezos de medianoche para bendecir su parafernalia de trajes e instrumentos musicales, pues la presencia de los santos católicos en el altar, suelen estar boca abajo o de vacaciones, como le dicen ellos.
Ciertamente se hace para venerar a los dioses o ellos son parte de la festividad, sobre todo la noche del jueves para viernes santos, ya que los demás días es dominante lo secular: la música, la danza, el desfile por comunidades, los trajes y sus coloridos de reinas y mayores y la carga de ritualidad socioreligiosa de su desplazamiento en una lucha entre el bien y el mal llevada a las calles, senderos y carreteras de los lugares visitados entre el Viernes Santo al Domingo de Resurrección, que vuelven a su lugar de partida.
Derecho a manifestarse como expresión cultural y religiosa tienen, desplazarse por caminos y carreteras igualmente lo tienen, pero son ellos -sus portadores-, que han definido su ritualidad y, ni el poder político-social, ni otras religiones, pueden sugerir formas y maneras de su celebración y por supuesto, esa festividad conlleva una secularización donde el ron es parte de ella, argumentar su impedimento sobre esa base implicaría hacer lo mismo con las demás manifestaciones y peregrinaciones celebradas en el país, como la de la virgen de la Altagracia, la peregrinación de las Mercedes en la Vega (24 de septiembre) y la del Cristo de Bayaguana, en esa localidad cada 28 de diciembre, por solo mencionar tres importantes de la fe católica.
Muchas de estas festividades ocupan calles y plazas y se les permite su celebración lo cual nos parece absolutamente correcto, de lo que se trata es de ser justo en la balanza de oportunidades y derechos culturales.
Mi pregunta es, ¿si estas peregrinaciones católicas se pueden hacer sin la presencia del ron?. La comunidad se prepara para un ambiente de sacralidad y divertimento, el jolgorio, las jiras de las comunidades y romerías, las festividades, bailes como si fuera una feria cultural y el ron que, en los alrededores se consume en negocios para esos fines, y donde es común ver los feligreses bailando bachata y merengue en medio de la jornada sacra, reflejo fiel de una cosmogonía sagrada que no separa lo sagrado de lo secular o pagano, como despectivamente se le denomina.
Por otro lado, si de permisos de circulación del gagá se trata, orden público, Ministerio del Interior y demás sutilezas jurídicas usadas como argumentos para la prohibición del gagá, debemos preguntarnos igualmente si las iglesias protestantes piden permiso a los residentes donde ellas se instalan, casi siempre en zonas residenciales, no comerciales, y crean un alboroto como parte de su ritualidad a la que tienen derecho, pero igualmente obstruyen el tránsito y la tranquilidad de sus residentes, no se encuentra parqueo, se altera la dinámica de esas comunidades y nadie protesta, ni les advierte. Como cuando se ponen en una esquina y con altos sonidos pregonan la palabra de Dios, a lo que tienen derecho, entonces hay doble moral y un legalismo condicionado y prejuiciado, a favor de unos, en detrimento de otros.
Es cierto que estas prohibiciones violatorias al derecho cultural de estos ciudadanos, con frecuencia se producen en la región este, asiento principal por cierto de estas tradiciones de la religiosidad popular dominicana, y además de una gran presencia afroamericana de la cultura nacional, existiendo para estas medidas restrictivas entre otras razones, prejuicios de funcionarios locales o municipales, instituciones comunitarias y funcionarios públicos que no entienden su función como interlocutores, mediadores sociales o intermediarios, para lo que le pagamos.
La fuerza social y poblacional de la religión protestante en el este, sobre todo San Pedro de Macorís y la Romana, junto a la ya vieja, aunque débil presencia católica en esa zona, ha generado una cuota de poder político-social y religioso fuerte a favor del protestantismo, pero sus líderes religiosos lo usan aplicando la misma fórmula que a ellos le aplicaron hace varios siglos, confrontándose con las demás expresiones religiosas, y eso ni es sano, ni prudente, ni es justicia divina.
Otras regiones del país en donde suelen aparecer grupos de gagá, no tienen tanta dificultad en manifestarse, el estado dominicano debe por tanto, ante este caso evidente de violación a acuerdos internacionales y la propia constitución de la república, prestar atención a ese desequilibro democrático, a esas violaciones al derecho cultural, a ese desconocimiento a las políticas públicas de inclusión del cual somos signatarios con la UNESCO, pues no olvidemos que somos un estado laico, y la religión no puede condicionar las políticas públicas, responsabilidad del estado dominicano (que nos representa a todos), y no es de las religiones; sin reconocer su importancia social y el peso dentro de la espiritualidad dominicana que tienen, pero una cosa es la dimensión pública, el estado, y otra, la dimensión privada, la religión.