Señora Milagros Germán, ministra de Cultura de la República Dominicana;
Doctora María Amalia León, presidenta de la Fundación Eduardo León Jimenes;
Señor Joan Ferrer, director general de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo;
Señor Luis Álvarez, vicepresidente ejecutivo de la Cervecería Nacional Dominicana;
Señoras Altagracia Pou Suazo y Natalia González Tejera, señor Manuel García Cartagena, miembros del jurado;
Señoras y señores:
Hace muchos años, un niño arrancaba hojas de sus cuadernos para hacer libritos que cabían en sus manos. Entre sus portadas y sus colofones el niño escribía unas pocas líneas que el olvido se ha llevado para siempre. Soñaba con ser escritor. Ese niño era yo.
Luego, el tiempo, barrendero de ilusiones, se los llevó y en su lugar trajo ecuaciones diferenciales y pedidos de policloruro de vinilo. El tiempo, como una suave brisa de verano, se llevó sueños y locuras y trajo cordura y lucidez.
Pero el sueño no murió: apenas se aletargó, como las cigarras. Fue despertando. A la fobia de la página en blanco siguieron párrafos que terminaron en la basura. Luego, aparecieron escritos en ACENTO, cada vez más logrados, pero cerebrales, tan carentes de sentimientos como los dos libros que había escrito.
Hay lecciones que solo se aprenden después del medio siglo. Aprendí que es ineludible aceptar la propia naturaleza, la de escritor, en mi caso. Aprendí que la duda y el miedo se disfrazan de cordura y lucidez. Aprendí que en la consecución de los sueños hay que ignorar las objeciones del cerebro y fiarse, siempre, de los ímpetus del corazón. Aquellas no pueden sustituir, nunca, a estos. Pessoa dijo: “Si el corazón pudiera pensar, pararía”. Descartes debió haber dicho: "Siento, luego existo".
Señoras y señores:
No importa cuáles sean nuestros sueños: ¡Abramos las compuertas de la pasión!¡Dejemos correr los ríos y aún las cataratas fliuyentes del sentimiento!
Alguien dijo que lo que se escribe con pasión se lee con interés. Y escribí “Morir en Bruselas” con una pasión rayana en la obsesión. San Agustín dijo que de la raíz del amor solo pueden brotar buenos frutos, y “Morir en Bruselas” brotó de mi amor por la escritura.
El conocimiento de estas verdades, sin embargo, no ha sido suficiente para imaginar el alud de elogios que recibiría ni tampoco el que las pocas críticas que llegarían a mis oídos no estarían basadas en consideraciones literarias o históricas sino ideológicas. No podía imaginar tampoco la acogida entusiasta que le darían intelectuales y literatos.
Deduzco que finalmente he logrado mi sueño de infancia y que ahora puedo aceptar sin sonrojo el que se me presente como “Pablo Gómez Borbón, escritor dominicano residente en Bélgica”.
Los franceses llaman “la cerise sur le gateau”, la cereza sobre el bizcocho, a lo que nosotros llamamos ñapa. Hoy soy un niño feliz frente al bizcocho de su sueño realizado, coronado no por una, sino por muchas cerezas: haber contribuido con el conocimiento de nuestra historia. Haber restablecido el honor de una víctima. Haber conocido personas intelectual y humanamente extraordinarias. Y, por supuesto, estar hoy con ustedes.
Pero hay otra cereza que sobresale por su dulzura, su suculencia, su tamaño y su rubor, intenso como el de los techos de Bruselas: recibir este galardón de manos del Ministerio de Cultura, de la Fundación Eduardo León Jimenes y de los señores miembros del jurado.
Como todo lo humano, la lengua es limitada. Señora ministra Germán, doctora León, señor Ferrer, señor Álvarez, señora Pou Suazo, señora González Tejera, señor García Cartagena: no encuentro palabras para agradecerles su generosidad. Me resta comprimir mi inmensa gratitud en las dos palabras más sencillas y eficaces: muchísimas gracias. Y tomo prestadas al escritor George William Curtis estas otras, bellísimas: “La fragancia siempre permanece en la mano que da la rosa”.
Dedico este premio a una rosa cuya fragancia permanecerá siempre con nosotros. Dedico este premio a la memoria de Rosa Gómez de Mejía, quien trazó con la pluma de su bondad una obra maestra escrita con ejemplos y no con palabras, una obra maestra que debió ser más larga, mucho más larga, tan larga como “Buscando el tiempo perdido”, porque la bondad impide que los corazones envejezcan.
La lengua es limitada. No encuentro adjetivos para la tristeza provocada por su ausencia esta tarde. Pero las almas son eternas, infintas. Por eso me regicijo de que junto a mi padre, ella nos observa desde las alturas con esa mirada tierna y jovial tan suya, mientras le dice con el mismo orgullo con que él la escucha: “Ignacio, ¡Pero qué muchacho el tuyo!”
Muchísimas gracias.