Que Dios, todopoderoso, justo y bueno y que todo lo ve y todo lo sabe, permita que los inocentes sufran y los malvados prosperen en este intrincado mundo por él mismo creado (Génesis 1:1), ha constituido, desde tiempos remotos, una imperturbable preocupación y desafío a la fe y al pensamiento religioso occidental. De hecho, con la muerte violenta, en un accidente de tránsito, del creyente e intachable amigo Manuel Rojas, me asaltó el tema, recurriendo, en mi dominio íntimo, a la verdadera brutalidad de la existencia expresada por el dramaturgo Williams Shakespeare en su drama El rey Lear:
Como moscas…somos nosotros para los dioses
Nos matan por deporte.
En la Ilíada, los dioses Apolo y Atenea, disfrazados de buitres, ocultos, posan en un árbol para contemplar a Héctor y Ajax batiéndose en un duelo. Zeus, viendo a su hijo mortal Sarpedon acorralado en la batalla, le manifiesta a su esposa Hera lo siguiente: “…mi cruel destino…/ mi Sarpedon, el hombre que más amo, mi propio hijo —condenado a morir a manos de Meneítos el hijo de Patroclo / …¿Lo arrancaré ahora… / lejos de la guerra de Troya y sus lágrimas?” Pero la reina Hera, determinismo empuñado, así le responde: “Majestad… ¿qué dices? ¿Un hombre, un simple mortal, con su destino sellado hace mucho tiempo?”
Al observar que, pese a su coraje, algo retiene a su hijo Héctor sobre el terreno, el rey Príamo le grita: “¡Atrás, vuelve! ¡Dentro de los muros, muchacho!”, precisamente en el momento que su enemigo Aquiles está virtualmente sobre su vástago. Pero cuando Héctor decide finalmente retirarse, se detiene ante la inesperada aparición de su hermano Deifobo, quien, en un momento conmovedor, viene a ofrendar su vida para salvarlo. Por desdicha, no obstante, la figura de su hermano Deifobo no es real. En cambio, es la imagen de la diosa Atenea, disfrazada con el objetivo malévolo y cierto de asesinar a Héctor. Finalmente, Aquiles arroja su lanza para matar a Héctor. Falla. Así pues, la diosa Atenea, subrepticiamente, toma la lanza y se la arroja a Aquiles para que la dispare de nuevo. Héctor, entonces, se vuelve hacia su hermano en busca de una alabarda propia, pero descubre que no hay nadie en aquel lugar. Fue toda una artimaña de la diosa Atenea para aniquilarlo. Muerte, aunque intrépida, injusta, dictaminada, justamente, por la malignidad divina.
San Agustín de Hipona (A. D. 354-430), padre de la Iglesia Católica, trató, desafortunadamente, de resolver el problema negando totalmente la existencia del mal. A éste, simplemente lo concibe como la ausencia del bien, así como el frío es la ausencia del calor y la oscuridad la ausencia de la luz. Ni cualidad ni sustancia. Nada en absoluto. ¿Qué tipo de ausencia: una brecha, un hueco, un espacio, un vacío? San Agustín niega la existencia del mal, pero deja indemne los sufrimientos y las maldades. ¿Por qué Dios, Jehová, entonces, permite estas ausencias cuando su deidad misma las ha creado?
Ahora bien, si Dios es bueno y eligió, en la colisión fatídica, salvar al otro motorista que venía en vía contraria, ¿por qué Dios, Jehová, no amparó a nuestro amado Manuel Rojas? ¿Acaso el buen Dios es el culpable de las cosas malas y las buenas que suceden en el mundo de su propia creación? ¿Por qué el dios Zeus no pudo salvar a su hijo Sarpedon? ¿Por qué la diosa Atenea conspiró para matar a Héctor? Más aún: si el mal es un sub-producto consustancial del libre albedrío, ¿por qué, en primer término, Dios, Jehová, creador del cielo y de la tierra, justo y bueno, todopoderoso y que todo lo ve y todo lo sabe, otorgó a la humanidad tan horrible obsequio? Presente, después de todo, sujeto, igualmente, a las amarras ominosas del poeta Domingo Moreno Jiménez:
¡Al través de los milenios los hombres son puñados de tierra que se deforman a su antojo!