Entonces el escribidor creyó que a sus ochenta y tantos años cumplidos la araña no se había fijado en la mosca para chuparle la sangre, que lo quería por sus encantos, por sus dotes de macho cabrío, no para compartir el relumbrón de su fama.
Después de tanto lloriquear durante la lacrimosa entrega del premio aquel y de tanto agradecer a su primita de nariz respondona, a su fiel compañera de vida, después de dedicarle prácticamente el premio, el codiciado galardón, se fue tras la depredadora como un perrito faldero tras una perrita en calor y ahora quiere convencernos de que esa vida no le gustaba cuando era la vida que le había gustado siempre tanto a él como a ella, la vida del rubiroso y la rubirosa, la del vedotto y la vedette, el megadivo y la megadiva, la del vanidoso y la vanidosa incorregibles, siempre sedientos de reflectores. Una pareja perfecta. El añejo vampireso y la añeja vampiresa, el casquivano y la casquivana, el casquivanité y la casquivanité.
La dejó sin piedad a la primita a la que tanto debía y agradecía, aquella de la que decía que todo lo hacía bien, aquella sin la cual su vida se habría disuelto en un torbellino caótico, la que le permitía sus frecuentes escapadas, la que le resolvía todos los problemas. La que a manera de elogio le decía que para lo único que servía es para escribir.
La dejó sin remordimiento y la sometió a la peor de las humillaciones, al escarnio público, la avergonzó y se avergonzó mientras se entregaba a un ridículo que las revistas del corazón y la prensa prostituta celebraban. Al escribidor todo se le aplaudía, incluso cuando incursionó como actor en una obra de teatro o cuando quiso ser director de cine. Al troglodita más afamado del planeta —con perdón de los trogloditas—, todo se le consentía y consiente, a pesar de que su gran talento literario y su fina inteligencia no le impiden cometer juicios políticos y literarios que se salen como decimos nosotros fuera del cajón. Hace un tiempo le oímos o leímos decir que el COVID no existiría si China no fuera una dictadura. También lo hemos escuchado lamentándose de que una novela como “La peste, de Albert Camus, se haya puesto, al parecer, tan inmerecidamente de moda en estos días, y lo hemos oído despotricando contra Robin Hood porque le robaba a los ricos que pagaban impuestos para darle su dinero a los pobres.
En fin, que la devoradora de vidas y hogares se lo llevó a vivir a Villa Meona y pudo haber sido peor, mucho peor. Imagínense que lo hubiera llevado a Villa Anacaona o algo parecido.
Nada más llegar pusieron un mayordomo a su servicio. El mayordomo lo vestía, lo desvestía, quizás le cantaba canciones de cuna cuando no podía dormir. Desde entonces ya no tuvo ni siquiera necesidad de subirse y bajarse por sí mismo la bragueta ni de sacudirse la probóscide cuando iba al meandro.
Durante años se entregó el escribidor a los encantos de un mundo frívolo que le parecía fascinante, más divertido que el acartonado y aburridísimo entorno de soporíferos académicos y académicas. Se entregó de lleno a la dolce vita. Se refugió en los brazos amantes de la depredadora. Se los vio durante ocho años felices y sonrientes, aparentemente felices o sonrientes, en los más encumbrados eventos sociales.
Pero el escribidor nunca la quiso, de eso se dio cuenta casi ocho años después, nunca la quiso. Su amor fue un enamoramiento truculento y pajarero, una de esas locuras momentáneas de ocho años apenas de duración que echan a perder una vida. Lo que entre nosotros se llama un emperramiento. Nunca volvió a ser feliz. Lo suyo fue —confiesa ahora el escribidor—un enamoramiento de la pichula, de la morronguita mimada, no del corazón.
Pero ya no eran los tiempos de la tía Julia y el escribidor. En esa época el escribidor era inagotable, incansable. La tía Julia, que lo aventajaba en edad y mucha edad, no se quejaba ni se cansaba del escribidor en sus años mozos. Ahora el escribidor solo podía sostener la pluma, pero no el pincel y empezaría a pasar vergüenza, enfrentó una huelga casi indefinida de la pichula. No sabemos si el mayordomo lo sustituía como pichulero, pero la mujer araña protestaba puntualmente. Tómate por favor otra de esas pastillistas azules, no me vengas con el asunto de la presión que se te sube, algo tiene que subírsete. Tú solo sirves para escribir. Ni siquiera como político te va bien, cuando no pierdes tú, todos tus candidatos pierden.
Ahora el escribidor lo reconoce, lo ha reconocido públicamente. Al pincel que pintaba maravillas ya no lo movían rezos ni pastillas.Ya no podía follozar como en otra época. Ya no podía cantar la pichulita de barro, ya no podía cantar lindo capullo de alhelí ni ay morena, morenita mía. Ahora cantaba sombras nada más, cantaba con tristeza que partía el alma ay de mi pichula, pichula, llévame al río. Lo peor es que cantaba que le pasa, que le pasa que le pasa a mi camión, que le pasa que le pasa que no arranca. La pichula que tantos elogios había cosechado en otros tiempos, la polifacética varita de mear se le había dañado, solo servía para lo que le sirve a los niños.
Después comenzaron los celos, los celos posiblemente justificados. Estas no son horas de llegar. Pero la amante le salió respingona. No seas infantil, por favor. Sacúdete por favor esa arena que trajiste de Piura. En Villa Meona el humillador sería humillado… En fin, que un día se fue de la casa o no lo dejaron volver.
Por suerte, según dice el escribidor, ya nada de eso forma parte de su universo. Ahora dice que quiere hacer de cuenta que todo fue una pesadilla de la que quiere eliminar cualquier rastro.
Hay muchas formas de hacer el ridículo, pero la del escribidor y la casquivanité no tiene igual. Después de tanta pasarela y tanta exhibición, la pareja del siglo acaba como los monos, a rabazos limpios. Pero al escribidor las revista del corazón y la prensa prostituta lo miman y lo celebran, y hasta la academia francesa le ha dado un premio de consolación. Además todavía preserva uno de sus activos más valiosos. La amistad del rey emérito que le ofrece refugio espiritual y lo acompaña a recibir y prestigiar el premio. El funesto rey don Juan, a quien ni el hijo quiere ver.
Por suerte para el escribidor, la primita parece que está dispuesta a recibirlo en vez de abandonarlo a su perdición, lo recogió en su santo seno, lamiéndose las heridas, y lo consuela. Mejor que se resigne y se esté quieto. Ay, primita, pero me duele la frente, me duele mucho, primita. No te preocupes, primito, los cuernos son como los dientes, que duelen cuando están saliendo y después uno come con ellos. Pobre primita, su mayor defecto es quererlo incondicionalmente. Pobre primita, cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí…