(AM): Siempre he leído los análisis que hace sobre la cultura política y la relación con la democracia y el tema de la inteligencia artificial.  Recientemente salió un artículo tuyo sobre  “La democracia debe desconfiar del poder y de la gente”, en el periódico el País de España (18/8/2004/, del cual ere un colaborador de primera, aquí tu explica que la situación actual no representa una crisis de la democracia en sí, sino más bien una crisis de la democracia liberal y que esta crisis se origina en el diseño institucional establecido durante las décadas de los ochenta y noventa, cuando muchos países del sur y el este de Europa se democratizaron tras la caída de las dictaduras. Por lo que la crisis es el resultado de una victoria, marcada por el triunfalismo y la falta de autocrítica del modelo liberal de democracia.

De acuerdo con tus argumentaciones, el problema principal radica en que aún no hemos logrado un equilibrio adecuado entre el liberalismo y la soberanía popular. A menudo, interpretamos esto de manera simplista como un conflicto entre demócratas y antidemócratas. Los demócratas (liberales) garantizarían la estabilidad del sistema, pero a costa de restringir demasiado el poder del pueblo; mientras que los populistas (iliberales) otorgarían demasiada autoridad al pueblo, lo que podría llevar a una inestabilidad institucional.

¿Otras alternativas fuera de la dualidad de iliberales y liberales, de ir más allá de la democracia real, en este caso la liberal?

(DI):

Llevo un tiempo pensando que no estamos haciendo correctamente el análisis de lo que significa el populismo para la revisión de la democracia. Seguiremos fracasando mientras el discurso populista, pese a su debilidad, siga pareciendo verosímil a amplias capas de la población. Es más útil analíticamente indagar en aquello que lo hace creíble que insistir en su falsedad. No está acertando la actual investigación sobre el populismo, que es fundamentalmente investigación sobre la desviación política, sobre la anormalidad democrática. Por este camino no iremos muy lejos en su comprensión. Tenemos que entenderlo en su vinculación con la democracia liberal, no como su contrario. Hemos de explicar por qué ha proliferado ese populismo que los liberales califican como enemigo de la democracia liberal, pero que a mí me parece, más que un enemigo, un efecto causado por la concepción liberal de la democracia. El populismo no es el problema de la democracia representativa sino la señal de que esta tiene un problema. No es fácil saber si la ola de constitucionalización que generó los regímenes liberales responde al deseo de protegerse del populismo o si es al revés y el populismo surge como respuesta a una excesiva limitación de los espacios de acción política. Puede que el populismo no sea el enemigo de la democracia liberal sino su espectro, la reacción que produce ese diseño institucional pensado para limitar al máximo un posible descontrol popular. El liberalismo no se encuentra, sino que produce sus propios enemigos.

Populismo y antipopulismo forman parte del mismo marco de juego político. Declararse contra el antipopulismo no le convierte a uno, en virtud de una dialéctica elemental, en defensor del populismo, del mismo modo que criticar la tecnocracia no implica ser populista. La defensa de la democracia en este siglo XXI consiste en concebirla y practicarla de modo que no se plantee ese antagonismo, que no haya una ruptura tan radical entre el principio de realidad y el principio de placer, entre razones y emociones. Esta escisión es lo que pone de manifiesto que tenemos un problema que no se resuelve con la toma de posición por uno de sus términos.

(AM): En ese artículo dices que la historia de la democracia ciertamente puede verse como una serie de ciclos entre mediación y desintermediación. En algunos momentos, las instituciones y los intermediarios juegan un papel crucial en la construcción de la democracia, mientras que, en otros, el poder se descentraliza y se da más voz directa a los ciudadanos, lo que puede llevar tanto a avances como a desórdenes.

Tus planteamientos en cuanto a que una democracia necesita estar abierta a nuevas perspectivas para ser verdaderamente inclusiva y evitar el surgimiento de movimientos populistas, es de suma importancia, porque no se puede negar, lo que tu enfatiza en el último párrafo “La democracia tiene una dimensión de incertidumbre, de juego imprevisible, de apertura y libre decisión, que puede ser limitada por las instituciones, pero no hasta el punto de eliminarla. Su estabilidad no consiste en dejarlo todo bien atado, en considerar que cualquier cuestionamiento equivale a abrir la caja de Pandora, en pensar que el poder constituido es superior al poder constituyente” (ver: https://elpais.com/opinion/2024-08-19/la-democracia-debe-desconfiar-del-poder-y-de-la-gente.html).

Esa incertidumbre hace que la democracia no se visualice como inmanencia y que en cualquier momento sino se piensa y se trabaja en esta, los regímenes populista o autoritario puede volver, y a que los procesos nos son lineales ¿la democracia es el menos malo de todos los regímenes que hemos tenidos ? Como llegó a decir el filósofo y poeta O. Paz.

 (DI):

En toda mi reflexión filosófica he tratado de argumentar en favor de la idea de que complejidad y democracia no son realidades incompatibles sino todo lo contrario. Frente a lo que parece, la complejidad puede ser un factor de democratización. Cuando son el rey, los nobles, los expertos o el electorado los que deciden, es muy fácil cometer errores porque es muy limitada la capacidad de los actores para elaborar la información. La transformación de la democracia está vinculada hoy a la capacidad de introducir en el proceso de formación de la voluntad política toda la riqueza de las ideas, las experiencias, las perspectivas y las innovaciones de una sociedad descentralizada y que no tolera la lógica de los procedimientos jerárquicos de decisión. La democracia es la forma de gobierno que cultiva el disenso, protege la diversidad y la heterogeneidad, que está más interesada en tramitar la complejidad social que en su represión.

(AM): Vivimos en un cibermundo caracterizado por lo virtual, la IA y las redes sociales del ciberespacio y un conjunto de recursos tecnocientíficos, que van de la nanotecnología y pronto la computadora cuántica. ¿En qué lugar sitúa los temas filosóficos tecnológicos en estos tiempos cibernéticos y de pensar híbrido? ¿la democracia contribuye al desarrollo del ecosistema digital?

(DI):

La respuesta a la pregunta acerca de qué democracia permite o impide el actual ecosistema digital requiere una reflexión previa sobre el papel que la tecnología en general y esta en particular desempeñan en la sociedad.

Hay cuatro posibles grandes respuestas, que propongo agrupar en las categorías de tecnosolucionismo, tecnoneutralismo, tecnodeterminismo y tecnocondicionalismo, según entendamos la tecnología como solución, como instrumento neutral, como algo que determina o que condiciona nuestra vida. A esas cuestiones he pasado revista en lo que será mi próximo libro (Una teoría crítica de la inteligencia artificial).

Muchas de las actuales discusiones sobre este tema se plantean en términos binarios: ¿son las nuevas tecnologías buenas o malas? ¿Proporciona la digitalización más libertad o la restringe? ¿Debemos esperar de la gobernanza algorítmica una mejora de la democracia o su desaparición? La vida del ser humano se ha desplegado en la tensión entre las utilidades de la técnica y sus amenazas. Los eufóricos y los pesimistas dibujan unos escenarios que tienen en común conceder a la técnica demasiado poder y revelar que no han asimilado suficientemente la complejidad del asunto. Si partimos del marco conceptual definido como acción distribuida en un ecosistema humanos/máquinas pierde sentido la idea de una sustitución o de una eliminación del factor humano en este complejo híbrido así planteado. No estamos ante una alternativa ni ante una contraposición. La cuestión es cómo distribuimos la iniciativa y las actividades de manera que hagamos compatible la mayor autodeterminación con las prestaciones que ofrecen los sistemas automatizados

(AM): Desde hace varias décadas y desde una perspectiva filosófica, cibernética e innovadora, y de pensamiento y ciencia de la complejidad, vengo asumiendo el discurso de la ciberpolítica como una nueva cultura democrática emergente que desafía las estructuras jerárquicas y centralizadas del poder y busca una sociedad más justa y equitativa; lo cual no significa la nulificación de la política, sino la convergencia de esta con esta forma de hacer política en el ámbito del cibermundo, del ciberespacio en combinación con el espacio físico, de lo real con lo virtual, de forma híbrida y contra todo pensar binario.

 Parte de estas reflexiones se pueden encontrar en algunos de los textos que he publicado: El ciberespacio del internet República Dominicana: ensayo filosófico y cibercultural y cibersocial (2008); Hackers y Filosofía de la ciberpolítica (2012); La era del cibermundo y la dominicanidad transida entre lo virtual y lo real (2017).

Partiendo de este discurso político he indagado todo lo relacionado al fin de la privacidad, la ciberseguridad, la protección de los datos, y los entramados de la inteligencia artificial en las teorías de la conspiración y el poder cibernético más allá de ciertos matices de la filosofía del poder de Foucault y de la psicopolítica de Han. En el cibermundo en que nos encontramos, la ciberpolítica no se reduce a una mera cuestión de tecnología, sino que se entreteje de relaciones de poder cibernético, de control virtual y de valores y principios que deben guiar nuestra convivencia en este mundo cibernético.

 ¿La política en el marco de la inteligencia artificial es una invitación a repensar la ciudadanía y abordar una ciberciudadanía o ciudadanía digital, que apueste a los ideales de justicia, igualdad y libertad en el cibermundo de este siglo XXI?

 (DI):

Cuando recibí el encargo de elaborar el Informe de la Unesco sobre inteligencia artificial y democracia insistí en algo que ha dado nombre a mi nuevo libro sobre el asunto: Una teoría crítica de la inteligencia artificial. Mi aportación partía de la idea de que es cuestionable que una perspectiva meramente ética, en el sentido de los códigos de conducta, sea capaz de hacerse cargo de todas las implicaciones sociales relevantes y problematizar el modo como operan los sistemas de decisión basados en la analítica de datos. Para ello es necesario incluir una aproximación política en el examen crítico de estas tecnologías. No disponemos de un marco teórico suficiente para explicar la significación democrática de los actuales procesos de automatización de las decisiones políticas. En la literatura existente hay un vacío en relación con este asunto debido al énfasis axiológico reduccionista y a que no se ha tematizado suficientemente el posible condicionamiento que la misma tecnología ejerce sobre nuestras prácticas políticas. La crítica de la razón algorítmica que planteo se opone tanto al determinismo tecnológico como a la simplificación moralizante y trata de indagar en la lógica de esta particular tecnología sin neutralizar su complejidad. La inteligencia artificial es tan fascinante porque revela la complejidad del mundo y la función que los humanos ejercemos en su configuración.

¿Qué aporta la perspectiva de la crítica filosófica sobre el tema de la racionalidad algorítmica? Básicamente una interrogación casi nunca plenamente satisfecha sobre los supuestos que tendemos a dar por suficientemente acreditados. Los filósofos no damos por supuesto casi nada; de entrada, no damos por supuesto que la inteligencia artificial es inteligente y artificial e interrogamos por la pertinencia y alcance de esos calificativos para esta clase artefactos; nos intriga más la naturaleza de la automatización que su regulación; no estamos tan interesados en cómo regular sino en qué tipo de legitimidad tiene la regulación; no proporcionamos soluciones para asegurar la transparencia sino que nos preguntamos qué significa la transparencia. Y en lo relativo a las implicaciones democráticas de la inteligencia artificial también estamos obligados a no dar nada por garantizado, a aprovechar esta cuestión para volver a examinar nuestro concepto de democracia, antes de sentenciar precipitadamente que la digitalización constituye la muerte o la revitalización de la democracia.

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