(AM): AM):  Tú haces una interesante reflexión en el texto La libertad Democrática (2023), en el que analizas el mito de la fragilidad democrática, en la que expresa que la “Democracia es resistente justo en la medida en que no depende demasiado de las personas que ocupen el poder, sino fundamentalmente de que el sistema institucional limite a esos gobernantes” (p.27).

La crítica se sitúa más allá de ese mesianismo y cualidades de los líderes, que tú no dejas a un lado y que tampoco le quitas mérito, a quien sustenta tal liderazgo, pero enfatiza el entramado institucional que limita o no deja que un gobernante se extralimite de sus funciones.  ¿Te preocupa que cada día cobran fuerza los movimientos antidemocráticos en el mundo y el cibermundo?

Andrés Merejo entrevistando a Daniel Innerarity.

(DI):

El juicio sobre la debilidad o la fortaleza de la democracia se deriva enseguida hacia las propiedades que quien ocupa las instituciones y atiende muy poco a las características de esas instituciones. Hoy en día la acción política se ha focalizado en una competición entre personas, sus programas, sus buenas (o malas) intenciones o su ejemplaridad moral; por eso hablamos de liderazgo con unas connotaciones tan personalizadas, la atención pública se interesa principalmente por las cualidades de quienes nos gobiernan, nos preocupa más descubrir a los culpables que reparar los malos diseños estructurales… Frente a esta tendencia a confundir la calidad de la democracia con la calidad de sus dirigentes propongo que dirijamos la mirada y el esfuerzo en otra dirección. Se gana mucho más mejorando las instituciones que mejorando a las personas que las dirigen. No deberíamos esperar tanto de las virtudes de quienes están eventualmente al mando, ni temer mucho de sus vicios; lo que realmente deberían inquietarnos es si las instituciones están correctamente diseñadas.

Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por instituciones en las que se sintetiza una inteligencia colectiva y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas. Podríamos prescindir de las personas inteligentes, pero no de los sistemas inteligentes; es lo que se suele decir de otra manera: una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes. Estos doscientos años de democracia han configurado precisamente una constelación institucional en la que un conjunto de experiencias ha cristalizado en estructuras, procesos y reglas que proporcionan a la democracia un alto grado de inteligencia sistémica, una inteligencia que no está en las personas sino en los componentes constitutivos del sistema. De alguna manera esto hace al régimen democrático menos dependiente de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidades de los actores individuales. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio; únicamente sobrevive si la propia inteligencia del sistema compensa la mediocridad de los actores y la ineptitud e incluso maldad de muchos de sus dirigentes.

(AM): La reflexión en ese texto sobre la democracia, deja entrever bien claro que esta enfrenta dentro de los principales problemas “la proliferación de los llamados discursos del odio”, lo que dificulta la convivencia democrática, como bien enfatiza, dado que trasciende “ la clásica confrontación ideológica”, para colocarse en “algo más personal”(P,29).

¿El odio, el resentimiento y el racismo se han apoderado de una franja de la sociedad donde predomina la democracia? (DI):

He formulado una ley según la cual en las actuales sociedades democráticas aumenta el odio y se pacifica la protesta. Es posible que las sociedades estén llenas de odio y a la vez sean pacíficas. Son pacíficas en el sentido de que, salvo momentos puntuales, no recurren a la violencia. La historia pone de manifiesto que no todas las guerras están motivadas por el odio y no todos los odios conducen a la guerra.

Así pues, vivimos una época en la que hay mucho odio y poca violencia. Conviene no confundir ambas cosas. Este grado de hostilidad intensa que padecemos hoy en nuestras democracias no tiene nada que ver con la violencia armada organizada. El odio no es la antesala de la violencia, sino que puede estar sustituyéndola. Probablemente nos permitimos odiar tanto porque sabemos que —por la solidez de nuestras instituciones, el estado de derecho o la amenaza del castigo de la ley— es muy improbable que ese desprecio mutuo desemboque en violencia. Con esto no quiero subestimar lo que tiene de inaceptable y el riesgo que supone para la convivencia democrática, sino tratar de situar este fenómeno en su verdadera dimensión.

(AM): De acuerdo con estos planteamientos, la proliferación de este tipo de discurso viene en parte por la incidencia de la “infraestructura tecnológica de los nuevos espacios públicos y sus redes sociales, pero también por diversos factores de la cultura política, por la transformación de nuestras sociedades e incluso por ciertas motivaciones de tipo psicológico” (ibid.).

¿Cómo enfrentar esta proliferación de discursos de odio, antiinmigrantes y de aporofobia?

(DI):

Siento no tener una solución para todo esto, a lo que deberíamos añadir el fenómeno de la desinformación. La digitalización facilita la comunicación hasta tal punto de que otorga un altavoz a cualquier persona o grupo. De entrada, esta economía de la comunicación podría ser considerada como una gran oportunidad para la democracia. En principio, cuantos más actores dispongan de la capacidad de hacerse oír, menos voces marginalizadas habrá y más empoderamiento de la gente para intervenir en la conformación de la opinión pública. Ahora bien, tenemos la experiencia de que esta misma apertura ha caotizado nuestros entornos informativos no solo porque haya quienes estén haciendo un mal uso de esa libertad sino porque la propia naturaleza de esos nuevos espacios abiertos produce una desorientación particular. Se trata, por tanto, de un fenómeno en el que se mezclan oportunidades de democratizar la información con gangas para el desinformador. Si examinamos lo primero sin perder de vista lo segundo podremos identificar hasta qué punto cabe luchar contra la desinformación y en qué medida es legítimo este combate.

Una sociedad democrática se caracteriza por proteger celosamente la libertad de expresión y limitar al máximo la intervención represiva en el espacio de la opinión. Un largo aprendizaje histórico nos ha llevado a la conclusión de que los errores no son tan peligrosos para la democracia como la persecución del error. Por eso las sociedades democráticas miran con especial recelo cualquier limitación de la libertad de expresión y especialmente aquellas que tratan de justificarse apelando a la verdad o la falsedad.

(AM): Algo me llamó la atención es la pequeña teoría del machirulo, ese hombre arrogante, prepotente, el macho de la política, con dosis de proxeneta y que se articula a todo el cuadro de político de la extrema derecha, constituida por sujeto élite, que ganan elecciones con un discurso contra la élite. Esto se produce por “la incoherencia en el actual paisaje político: La coherencia no es la virtud más extendida en el género humano” (p.186).

Esta teoría se vincula a la digitalización, al operar de manera tácita y sutil, modifica nuestro comportamiento sin que seamos plenamente conscientes de ello. Así como los políticos de extrema derecha utilizan discursos contradictorios para ganar apoyo, los algoritmos digitales pueden influir en nuestras decisiones y percepciones de manera igualmente sutil. Ambos casos muestran cómo las acciones y comportamientos pueden ser manipulados o influenciados por fuerzas externas, ya sean políticas o tecnológicas, tal como lo aborda en tus obras.

La digitalización tiene un impacto profundo y político en nuestra conducta, tanto individual como colectiva, operando de manera tácita y sutil. Actualmente, nuestras acciones están cada vez más vinculadas a programas algorítmicos.

 ¿Cómo es posible que en muchos países los trabajadores voten a la extrema derecha y el desapego a los valores democráticos?

(DI).

Muchas batallas se pierden por no haber comprendido bien al adversario a quien se pretende combatir. No deberíamos ceder a la tentación de recurrir demasiado a la irracionalidad o a la patología para explicar los comportamientos políticos que detestamos porque de este modo nos estamos privando de entender lo que de lógico haya en ellos y dificultando así el combatirlos. Comprender no es disculpar, sino hacerse cargo de las frustraciones o motivos que, con razón o sin ella, explican una posición ideológica que no compartimos. Entender de dónde procede el desapego o resentimiento hacia los valores democráticos es una mejor defensa de la democracia que el desprecio hacia los adversarios. La lucha contra la extrema derecha no puede tener la simplicidad de la lucha contra el fascismo, ni reproducir su antagonismo elemental. El radicalismo antifascista no es suficientemente radical, pues comparte con sus adversarios un mismo campo de juego antagonista. Más vale desarmar las causas que están detrás de sus experiencias vitales que contribuir a incrementarlas; es más útil entender sus miedos (aunque puedan carecer de fundamento) que aumentarlos. Hoy la radicalidad democrática nos lleva más bien a desmontar el modo como concibe la política el pensamiento reaccionario, especialmente su contraposición entre un ellos y un nosotros, entre amigos y enemigos, entre hombres y mujeres, un antagonismo que determinadas formas de combate reproducen de manera tan torpe como ineficaz.

(AM): El texto argumentas que la democracia en la era digital es imposible sin una tematización expresa de las tecnologías y que los algoritmos no son meras herramientas técnicas; implican decisiones que reflejan valores en competencia. Estas decisiones no pueden ser tomadas únicamente desde una perspectiva técnica, sino que requieren una deliberación pública amplia y consciente. La equidad de los algoritmos, por lo tanto, “debe ser vista como una cuestión política”, por lo que “no se trata solo de optimizar o mejorar las técnicas algorítmicas, sino de encontrar un equilibrio entre los diversos intereses y visiones que existen en una sociedad” (p.194). Esto implica que la tecnología y la política están intrínsecamente vinculadas, y que cualquier intento de implementar tecnologías digitales en un contexto democrático debe considerar las implicaciones políticas y sociales de dichas tecnologías.

¿Piensas que la digitalización y los algoritmos están influyendo en la coherencia y la percepción de los discursos políticos actuales?

(DI).

La razón de que los algoritmos sean políticamente limitados reside en su carácter instrumental. Los algoritmos sirven para conseguir objetivos pre-determinados, pero ayudan poco a determinar esos objetivos, tarea propia de la voluntad política, de la reflexión y deliberación democrática. La función de la política es decidir el diseño de las estrategias de optimización algorítmica y mantener siempre la posibilidad de alterarlas, especialmente en entornos cambiantes. En una democracia todo debe estar abierto a momentos de repolitización, es decir, a la posibilidad de cuestionar los objetivos establecidos, las prioridades y los medios. Para esto es para lo que sirve la política y para lo que no sirven los algoritmos. El gobierno algorítmicamente optimizado no tiene capacidad para resolver los conflictos propiamente políticos o la dimensión política de esos conflictos, es decir, cuando están en cuestión los marcos, fines o valores.

En sentido estricto, cuestiones políticas son aquellas que solo se pueden resolver con juicios de valor; las otras son aquellas cuestiones técnicas en las que se decide la implementación técnica de los objetivos pretendidos y sobre la base del saber disponible. En ocasiones también es algo políticamente controvertido qué clase de optimización es satisfactoria y qué saber consideramos relevante. Podría incluso afirmarse que, si la optimación como principio es algo deseable, la ideología de la optimización (pensar que la implementación eficaz de ciertos objetivos puede hacer innecesaria la discusión política acerca de tales objetivos) puede ser una estrategia de despolitización. Así entendida, la optimización es exactamente lo contrario de la política, que es más bien imaginación, anticipación, trascender el actual estado de hechos.

(AM):  En mi discurso por décadas vengo situando lo digital, la inteligencia artificial (IA), lo virtual, el ciberespacio y todos los componentes sociales, educativos, políticos y cultural en lo que es cibermundo. Hoy la IA va avanzado de manera vertiginosa. La ciberguerra como nueva forma de guerra no convencional, está utilizando toda automatización edificada en IA, el caso de los drones, el reconocimiento del enemigo, la geolocalización y la desinformación.

 ¿la relación de esta con lo político y lo ético, qué rumbo lleva?

(DI):

No podemos esperar la solución al problema de la articulación entre inteligencia artificial y democracia de la actual proliferación de códigos éticos porque, aunque persigan proteger los valores esenciales de la democracia, no desarrollan conceptualmente el problema de hasta qué punto la automatización generalizada modifica la condición democrática.

Es cuestionable que una perspectiva meramente ética, en el sentido de los códigos de conducta, sea capaz de hacerse cargo de todas las implicaciones sociales relevantes y problematizar el modo como operan los sistemas de decisión basados en la analítica de datos. Para ello es necesario incluir una aproximación política en el examen crítico de estas tecnologías. Pensemos en el caso de los buscadores digitales. De acuerdo con los criterios éticos, una búsqueda transparente y no discriminatoria sería éticamente irreprochable, pero dejaríamos fuera de la consideración crítica la valoración política que merece tal concentración de poder, es decir, el hecho de que una empresa privada controle tanto la accesibilidad pública de la información digital.

No disponemos de un marco teórico suficiente para explicar la significación democrática de los actuales procesos de automatización de las decisiones políticas. En la literatura existente hay un vacío en relación con este asunto debido al énfasis axiológico reduccionista y a que no se ha tematizado suficientemente el posible condicionamiento que la misma tecnología ejerce sobre nuestras prácticas políticas. La crítica de la razón algorítmica que planteo se opone tanto al determinismo tecnológico como a la simplificación moralizante y trata de indagar en la lógica de esta particular tecnología sin neutralizar su complejidad. La inteligencia artificial es tan fascinante porque revela la complejidad del mundo y la función que los humanos ejercemos en su configuración.

Daniel Innerarity.

(AM): Esta innovación entra en ese enfoque que desde hace tiempo venimos trabajando en cuanto a que la tecnología cibernética y digital, de la cual forma parte las tecnologías de la información y la comunicación, como bien lo expresa “no son una mera ampliación del instrumentario tecnológico disponible, sino que afectan sustancialmente a la forma de nuestro espacio público”

Es por eso, que “Cuando hablamos de innovación estamos habituados a pensar en ciencias experimentales, economía y tecnologías, pero no en ciencias humanas, en las sociedades y mucho menos, en sus gobiernos. Uno podría quejarse por esta restricción del concepto de innovación, pero la verdad es que hay alguna razón que explica el hecho de que casi nadie asocie la política con alguna novedad. Es llamativo que en el mismo mundo convivan la innovación en los ámbitos financieros, tecnológicos, científicos y culturales con una política inercial y marginalizada” (147).

¿Esa grieta que existe entre la innovación en los ámbitos tecnocientífico, culturales y financiero con lo que la política de inercia y marginal, va socavando la propia democracia, a pesar de que esta sea resistente?  

(DI):

Ese desfase de la teoría política tiene mucho que ver con una evolución de la sociedad, de la ciencia, de los distintos subsistemas sociales, que no ha sido acompañada con la correspondiente renovación de las categorías políticas. Pensemos en la evolución de la ciencia durante estos años. Ciencia moderna y democracia moderna eran empresas íntimamente relacionadas. El mundo calculado por Newton o Laplace era el mismo que aquel cuyo gobierno formularon Rousseau o Adam Smith. Era la época de la visión mecánica del mundo, de la ciencia moderna y sus categorías epistemológicas. No es de extrañar, por tanto, que los conceptos básicos de la teoría política procedan de una física social elaborada con las categorías mecanicistas del mundo natural. De esta concepción del mundo han salido, por ejemplo, la visión realista de las relaciones internacionales, la interpretación funcionalista de la integración europea o las prácticas de los planificadores urbanos. Edgar Morin ha sido uno de los pioneros en señalar que ese ya no es nuestro mundo y en teorizar acerca de las ciencias de la complejidad. Ocurre además que, mientras la ciencia ha cambiado buena parte de sus paradigmas, los conceptos centrales de la teoría política no han llevado a cabo la correspondiente transformación. Nuestros modelos de decisión, previsión y gobierno siguen estando basados en unos criterios de verosimilitud que no se cumplen en las condiciones de una intensa complejidad. Cada vez es más evidente la escasa utilidad de viejos instrumentos concebidos para espacios delimitados y para tiempos lentos y sincronizables.

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