(AM): En el ensayo La humanidad terrestre. Una filosofía del Antropoceno” (2023), reintroduces como parte del trayecto de pensamiento filosófico crítico, la teoría del sujeto, además de explicar, a través de la referencia de Nietzsche que toda obra filosófica es la autoconfesión de su autor” y que esta no puede dejar de apelar a la persona que pone en juego su propia vida como garante de la veracidad de lo dicho, como es el caso paradigmático de Sócrates”.

Sobre esto reflexiono en el libro Filosofía para tiempos transidos y cibernéticos (2023)”, de manera específica digo que los herejes antiguos, que eran filósofos idiotas, como establece Deleuze, eran los filósofos de las pestes filosóficas y no porque murieran de esa enfermedad, como murió el rey Pericles en el 429 AC, y más de la mitad de la población, sino porque los atenienses de la antigua Grecia estaban padeciendo las pestes filosóficas de Protágoras, Anaxágoras y Sócrates, por todo su filosofar.

 Estos filósofos estaban socavando todas las costumbres, leyes, mitos y religión del sistema social de Atenas, por lo que pasaron a ser herejes en contra del sistema establecido, lo que nos dice que no vivieron desconectados y al margen de su sistema social, sino que sus críticas a tal sistema los colocaron en el plano de la herejía.

¿Por qué es importante esa simbiosis de lo filosófico y lo autobiográfico?

(AC): La relación entre filosofía y autobiografía, tal y como la postula Nietzsche en esa cita que mencionas, me ha interesado desde hace muchos años. Derrida escribió una reflexión muy interesante sobre la propuesta nietzscheana en su libro Otobiographies. Lenseignement de Nietzsche et la politique du nom propre (1984), traducida al castellano en La filosofía como institución (1984). Por mi parte, en la década de 1990 di un curso de doctorado sobre “Filosofía y autobiografía” y publiqué algunos artículos sobre el nombre propio, sobre la identidad personal y sobre la compleja relación entre el autor, la ficción y la verdad, recogidos luego en mi libro La invención del sujeto (2001).

En mi opinión, el discurso filosófico difiere tanto del científico como del literario. En el caso de la narración literaria o de ficción, el autor o autora se oculta, se disfraza, se metamorfosea en una diversidad de personajes, cada uno con su propia identidad, su propia voz, su propia experiencia del mundo, como le sucede al actor o actriz que sube a un escenario. Gracias a la ficción, la persona que escribe (o la que actúa en el teatro) y la que lee (o la que asiste a una representación) pueden jugar, experimentar, simular ser otra en un mundo otro, liberándose así de las constricciones y responsabilidades de la vida cotidiana.  Es la “catarsis” ética y estética de la que hablaba Aristóteles en su Poética. Esta necesidad de jugar, soñar, fingir, simular, etc., es constitutiva de la condición humana, como propuso Johan Huizinga en su Homo ludens (1938). Por eso, puede haber relatos sin nombre de autor, como en los mitos y en los cuentos populares, o con un autor imaginario como Homero, sin que eso reste valor a la narración. En cambio, el discurso científico se caracteriza por la pretensión de establecer una serie de verdades compartidas, por medio de unos procedimientos más o menos públicos, lo que exige un debate, una confrontación y un compromiso (individual y colectivo) para determinar la realidad de lo que ha sucedido y anticipar o prever lo que puede suceder. En ese sentido, las diversas formas de conocimiento, desde la ciencia más formalizada y especializada hasta los saberes artesanales más sencillos y comunes, responden a una exigencia humana igualmente imprescindible: conocer el mundo en el que habitamos para poder sobrevivir en él. Pero el valor de verdad de esas diversas formas de conocimiento también es independiente de la persona que las haya “descubierto” o “inventado”, de modo que también pueden transmitirse como saberes colectivos y anónimos.

En cambio, la peculiaridad del discurso filosófico es que se mueve en una irresoluble aporía: por un lado, la filosofía también aspira a ser una cierta forma de conocimiento o de sabiduría con pretensión de verdad; por otro lado, la verdad a la que aspira no es la “verosimilitud” simulada del relato de ficción, ni tampoco la “verificabilidad” objetiva que pretende el saber científico, sino que es más bien la “veracidad”, es decir, el compromiso ético y existencial del filósofo con aquello que dice. De hecho, en relación con los filósofos griegos que tú mencionas, debo recordar la interpretación que propuso el helenista Pierre Hadot en su obra La filosofía como forma de vida (2002), y que también defendió Michel Foucault en sus últimos cursos del Collège de France, en los que analizaba la práctica griega de la parresía y la definía como “el coraje de la verdad”. Escribí un breve ensayo sobre el último curso dado por Foucault en 1984, pocos meses antes de su muerte, y lo publiqué en el volumen colectivo editado por José Luis Moreno Pestaña: Ir a clase con Foucault (2021). El filósofo griego, dice Foucault, es el parresiasta que se atreve a decir la verdad y a comprometerse con lo que dice, sea ante el tribunal de la ciudad de Atenas como Sócrates, sea ante el tirano de Siracusa como Platón, sea ante el emperador Alejandro Magno como Diógenes. Este “coraje de la verdad” no es sólo una forma de “decir veraz” sino también y ante todo una forma de “vivir veraz”, un compromiso existencial que puede conllevar el riesgo de muerte. Esta es la razón última por la que la filosofía es ineludiblemente autobiográfica. Hoy, por ejemplo, no podemos leer a Martin Heidegger o a Hannah Arendt sin tener en cuenta sus compromisos éticos y políticos, tan diferentes entre sí, porque esos compromisos ponen a prueba la veracidad de su pensamiento.

(AM): De acuerdo con lo expuesto en Adiós al progreso (1985), la tesis del sujeto se entrelaza con la moderna idea de progreso del siguiente modo: “la universalidad moral y física que dicha tesis postula se convierte en la meta común, en el objetivo único de todas las culturas y de todas las épocas de la historia, en el modelo o patrón que sirve para medirla y compararlas a unas con otras” (p.19). Pero esta idea de progreso ha servido para justificar las más diversas formas de dominación.

Por otro lado, según tu concepción “cosmopoliética” de la filosofía, la condición humana está constituida por las relaciones que el ser humano mantiene con sus semejantes, las que mantiene con la naturaleza terrestre y las que mantiene consigo mismo. ¿En el mundo cibernético virtual, con redes sociales ciberespaciales y con sofisticadas formas de ciberguerra, cómo sitúas la relación del ser humano con lo tecnológico?

(AC): La relación del ser humano con la técnica, y en particular con las nuevas tecnologías digitales, puede ser pensada en tres planos diferentes que conviene distinguir entre sí, aunque obviamente son inseparables. En primer lugar está el plano antropológico, que es el más básico. En este plano podríamos remontarnos al ensayo pionero de Ortega y Gasset, Meditación de la técnica (1933), en el que afirma que la técnica es una dimensión constitutiva de la condición humana. Gracias a la paleontología, hoy sabemos que el largo proceso de hominización que dio origen al homo sapiens hace unos 300.000 años no consistió sólo en una serie de mutaciones genéticas, anatómicas y fisiológicas, como la posición erguida, la liberación de las manos, el aumento del tamaño del cerebro, el nacimiento “prematuro” de unos bebés con un cráneo muy grande y la dilatación de la pelvis femenina para facilitar el parto, sino que todas esas transformaciones biológicas estuvieron ligadas a otros tres tipos de cambios: hábitos técnicos aprendidos y transmitidos culturalmente como la domesticación del fuego, la cocción de los alimentos y la fabricación de instrumentos de todo tipo; cambios climáticos y ecológicos del continente africano, a los que se unieron las alteraciones del entorno provocadas por los propios grupos humanos mediante la quema intencionada de vegetación, la recolección de frutos y plantas, la caza y pesca de animales, la construcción de senderos y asentamientos; y, por último, cambios sociales como una infancia prolongada, unos intensos vínculos afectivos, cognitivos y parentales, un lenguaje articulado y una regulación normativa de la convivencia socio-política dentro de cada comunidad y entre las distintas comunidades vecinas. En resumen, el ser humano surgió como un animal inseparablemente bio-eco-tecno-socio-político. Recuerdo que Edgar Morin defendía ya esta nueva visión de la condición humana en El paradigma perdido: ensayo de bioantropología (1973), un libro que yo leí siendo estudiante y que me marcó profundamente.

Ahora bien, las relaciones entre estas diferentes dimensiones de la condición humana (bio-ecológica, tecno-económica y socio-política) no son estáticas sino dinámicas: no cesan de retroalimentarse y transformarse históricamente. De hecho, la historia de las sociedades humanas no puede comprenderse si no tenemos cuenta esas retroalimentaciones. Desde Adiós al progreso (1985) hasta Variaciones de la vida humana (2001) y Un lugar en el mundo (2019), he dedicado varios trabajos al estudio de esas transformaciones históricas. Basta pensar en la primera gran migración de nuestros antepasados negros que salieron de África y que había estado precedida por las migraciones de otros homínidos desde hace unos 2 millones de años, aunque esos otros homínidos no lograron ir más allá del continente euroasiático. En cambio, los sapiens poblaron Eurasia, América y Australia, a pesar de desplazarse sólo a pie o en canoa, y al hacerlo fueron diversificando sus modos de habitar los ecosistemas, sus técnicas, sus costumbres, sus lenguas e incluso sus rasgos genéticos. Sobre estas sucesivas olas migratorias de los distintos linajes de homínidos, recomiendo el libro del paleontólogo Jordi Agustí y el ilustrador Mauricio Antón La gran migración. La evolución humana más allá de África (2013).

Como ha señalado el genetista Luigi Luca Cavalli-Sforza, la genética de poblaciones ha permitido comprobar varios hechos muy relevantes: todas las poblaciones humanas actuales procedemos de un tronco genealógico común que tuvo su origen en África, de modo que no existen las “razas” humanas en sentido biológico; hace unos 70.000 años se produjo la primera gran migración humana desde el continente africano y hace unos 10.000 años, al comienzo del Neolítico, ya estaban poblados todos los continentes de la Tierra (esto es lo que Felipe Fernandez-Armesto ha llamado la “gran divergencia”, es decir, la primera globalización, la primera ocupación humana del globo terrestre); esa lenta dispersión geográfica por los más diversos ecosistemas terrestres produjo la gran diversidad genética y cultural de las comunidades humanas; los factores genéticos y los factores culturales se retroalimentaron entre sí, dado que la regla social de la endogamia entre comunidades culturalmente distintas fue acentuando su dispersión geográfica y su diversificación genética, y viceversa: esa dispersión geográfica y esa diversificación genética acentuó las diferencias culturales entre unas comunidades y otras; todo ello permite explicar, según Cavalli-Sforza, por qué la diversificación paulatina y la distribución actual de las miles de lenguas humanas coincide casi exactamente con la diversidad genética de las poblaciones que hablan esas lenguas.

(AM): Ese enfoque bio-eco-tecno-socio-político que tú abordas y que entra en lo que es la filosofía de la tecnología, incluida la cibernética innovadora, tiene varios puntos neurálgicos en la historia; ahora bien, luego de esa primera globalización por parte de pequeñas comunidades nómadas de cazadores, pescadores, recolectoras y horticultoras, ¿puedes explicar algunos de estos cambios socio-tecnológicos?

(AC): La mayor parte de la historia humana (el 97%, aproximadamente) está protagonizada por esas pequeñas comunidades nómadas de cazadores, pescadores, recolectoras y horticultoras, que a lo largo de miles de años fueron extendiéndose por toda la Tierra, pero que al mismo tiempo mantuvieron su pequeño tamaño y su modo de vida nómada e igualitario. Por eso, se las ha menospreciado como sociedades “prehistóricas” o “sin historia”, como decía Hegel. Digamos que la historia humana comienza a acelerarse hace apenas 10.000 años. Podemos distinguir unos cuantos umbrales históricos en los cambios tecnológicos de las sociedades, que como ya he dicho son inseparables de los cambios ecológicos, económicos, políticos y culturales. Desde la clásica obra Técnica y civilización (1934) de Lewis Mumford hasta la monumental La evolución del conocimiento (2020) de Jürgen Renn, se han escrito muchas historias sociales de la tecnología y, en general, del conocimiento humano. Y todas ellas resaltan unos cuantos hitos importantes.

En primer lugar, la llamada “revolución neolítica”, que coincide con el inicio del Holoceno hace 11.700 años, una época geológica que se ha caracterizado por un clima interglaciar templado y bastante estable, lo que permitió la domesticación de plantas y animales, el desarrollo de la metalurgia y la cerámica, la construcción de los primeros poblados permanentes, etc. Hace unos 6.000 años, surgieron las primeras ciudades-estado y poco después los primeros imperios teocráticos en diversos lugares del planeta (Mesopotamia, Egipto, India, China, América central y andina, etc.), unos regímenes de dominación estatal y de jerarquización estamental que se basaron en nuevos saberes técnicos y científicos como la escritura, las matemáticas, la astronomía, la arquitectura, la mecánica, la navegación, la medicina, etc.

Otro gran salto histórico se produce en los siglos XV a XVII con la formación de un nuevo régimen de dominación de alcance global: los Estados territoriales de la Europa atlántica y su expansión colonial al resto del mundo, el nacimiento del capitalismo como primera “ecología-mundo” (Jason W. Moore), la creación de la gran brecha socio-ecológica entre el Norte y el Sur globales, la revolución copernicana, la concepción mecanicista y matematizada del mundo biofísico y de las propias actividades sociales, la invención de nuevas técnicas, instrumentos y máquinas como la imprenta, las armas de fuego, la navegación de altura, la brújula, los telescopios, los microscopios, los barómetros, los termómetros y los relojes de péndulo, que han sido las máquinas utilizadas mundialmente para mediar el tiempo hasta mediados del siglo XX.

Una nueva transformación histórica se produce con la “revolución industrial”, que coincide con el llamado “capitalismo fósil” (Andreas Malm), es decir, con el uso masivo de los combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas) como fuente de energía para mover toda clase de máquinas en la industria, la agricultura, la guerra, los transportes, las comunicaciones, etc. Sin la energía proporcionada por la extracción y la quema de combustibles fósiles no se habrían producido las numerosas innovaciones tecnológicas, científicas, industriales, agropecuarias, militares, políticas, sociales y culturales de los dos últimos siglos. Sobre la estrecha relación entre los combustibles fósiles, el mito del crecimiento ilimitado y las ideas políticas modernas, merece la pena leer la obra de Pierre Charbonnier, Abundancia y libertad (2019). Tras la invasión rusa de Ucrania, este autor ha escrito también Vers l’écologie de guerre (2024). En cuanto a la relación entre el capitalismo fósil y la creación cultural de los dos últimos siglos, merece la pena leer Estética fósil (2020) de Jaime Vindel.

No somos todavía plenamente conscientes de que toda nuestra civilización industrial, desde la economía hasta el arte, está construida sobre la base de los combustibles fósiles, que han necesitado millones de años para formarse a partir de la vegetación enterrada en el subsuelo y que los humanos estamos desenterrando y agotando en apenas un par de siglos. Y, por supuesto, sin el capitalismo fósil que se expandió desde Inglaterra a todo el mundo no se habría producido el cambio climático antropogénico, ni todas las demás alteraciones de la biosfera a las que hoy damos el nombre de Antropoceno, y que están poniendo en riesgo la supervivencia misma de la humanidad.

(AM): El Antropoceno está estrechamente ligado al mundo digital y a la inteligencia artificial como un tiempo transido y cibernético, por lo que tus reflexiones apuntan también a esta irrupción de las tecnologías digitales. ¿Cómo filosofar sobre estos tiempos?

 (AC): Por supuesto, esto que digo vale también para la tecnología digital, que es una de las grandes revoluciones tecnológicas de los últimos cincuenta años y que ha transformado profundamente todos los aspectos de nuestra vida cotidiana: la economía, la guerra, la política, la ciencia, la cultura. Basta leer la gran obra del sociólogo español Manuel Castells, La era de la información (1996-1998), que ha tenido ya varias ediciones y es una magnífica cartografía de los cambios provocados por lo que él llama el “capitalismo informacional”. Se ha escrito una ingente literatura sobre la revolución digital, incluidas las obras de nuestro querido amigo Javier Echeverría, al que ya has entrevistado en estos “diálogos filosóficos”: desde Telépolis (1994) hasta Tecnopersonas. Cómo las tecnologías nos transforman (con Lola S. Almendros, 2023). Tú mismo has dedicado toda tu vida profesional a lo que llamas el “cibermundo” y lo conoces mucho mejor que yo.

Filósofa Lola Almendro
Manuel-castells
Manuel Castells

Mi reflexión sobre este asunto es que se ha producido un cambio de perspectiva en las dos últimas décadas. Al principio, la revolución digital fue acogida con grandes expectativas: se decía que pasaríamos de la economía material, pesada, sucia y jerárquica de la revolución industrial del siglo XIX a la economía inmaterial, ligera, limpia y colaborativa del ciberespacio del siglo XXI; que los medios de “comunicación de masas” verticales y unidireccionales (radio y televisión) dejarían paso a unos medios de “autoformación de masas” que serían horizontales y multidireccionales (internet, redes sociales, etc.); que la política institucional convencional, monopolizada por los gobiernos y los partidos, sería sustituida por una política democrática participativa en la que la ciudadanía y la sociedad civil organizada tendrían todo el protagonismo, como pusieron de manifiesto el movimiento zapatista, la “primavera árabe”, el 15M, el Occupy Wall Street y otros muchos movimientos sociales; que la ciencia, el arte y todas las formas de creación cultural también se distribuirían horizontalmente y darían lugar a una inteligencia colectiva global, a una “noosfera” que se añadiría a la geosfera y a la biosfera, a modo de cerebro exosomático de la humanidad terrestre, como ya sugirieron el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin y el geoquímico ucraniano-ruso Vladimir Vernadski; incluso se ha considerado que la revolución digital, junto con otras innovaciones como la ingeniería genética, la biomedicina, la nanotecnología, la robótica, la ingeniería aeroespacial, la fabricación de nuevos materiales, etc., puede dar lugar a una nueva especie “transhumana”, cibernética, inmortal y extraterrestre. Los recientes desarrollos de la llamada “inteligencia artificial” han vuelto a reavivar las promesas (y las amenazas) más fantasiosas. Sin embargo, creo que en las dos últimas décadas esta religión tecnolátrica se está desmoronando como un castillo de naipes, como una gigantomaquia que tiene los pies de barro.

(AM): Esa religión tecnológica basada en la cibernética y la inteligencia artificial, que se asume como dogma, entra en lo que nombro como ciberreligión. A diferencia del ciego que sabe que está ciego, el ciberreligioso a fe ciega no sabe que lo es, porque le falta esa sabiduría que proviene de la filosofía, la literatura y el pensamiento complejo y tecno-científico. Confunde la filosofía de la tecnología con la tecnología, la razón y el pensamiento con la razón instrumental centrada en la utilidad y la eficiencia. De ahí que no comprenda que pensar es cuestionar y criticar el cibermundo en que hoy nos encontramos, y no someterse a él pasivamente. ¿Cómo valoras los impactos que produce el cibermundo?

(AC: Hoy sabemos los enormes costes ambientales (energéticos, materiales e hídricos) de las tecnologías digitales y de los numerosos centros de datos que las sostienen, como han denunciado Jorge Riechmann y Adrian Almazán en Contra la doctrina del shock digital (2020). Según el reciente estudio de Steven González Monserrate “La nube es material: sobre los impactos ambientales de la computación y el almacenamiento de datos”, publicado por el MIT Schwarzman College of Computing, la “nube” tiene una huella de carbono mayor que toda la industria aérea y un solo centro de datos puede consumir la energía equivalente a una ciudad de 50.000 hogares. Además, sabemos cómo funciona lo que Shoshana Zuboff ha llamado el “capitalismo de la vigilancia” y Marta Peirano ha rebautizado como la “economía de la atención”, es decir, una nueva forma digitalizada de control social de la población y de mercantilización de los aspectos más íntimos de nuestra vida. Sabemos todas las adicciones, patologías mentales y trastornos de aprendizaje que se están generando en niños y adolescentes que permanecen varias horas diarias delante de las pantallas. Sabemos cómo se han creado burbujas de comunidades digitales cuyos miembros sólo se comunican entre sí y refuerzan de ese modo toda clase de prejuicios y hostilidades hacia el resto del mundo. Sabemos cómo las redes digitales se han convertido en el reino de la mentira, el bulo, la calumnia, la desinformación y las teorías conspirativas, hasta el punto de que la Organización Mundial de la Salud acuñó el concepto de “infodemia” durante la pandemia de covid-19. Sabemos que algunas grandes potencias promueven estrategias de desinformación en las redes digitales para generar malestar social y desestabilizar a los gobiernos de otros países. De hecho, la Unión Europea ya está adoptando medidas para poner límites al oligopolio de las grandes corporaciones digitales y para hacer frente a la desinformación promovida por algunas potencias extranjeras como la Rusia de Putin.

Finalmente, como ya hemos comentado, estamos asistiendo al desarrollo acelerado de la ciberguerra mediante grandes centros informáticos, redes de satélites artificiales que orbitan en torno a la Tierra, enjambres de drones militares y grupos de expertos dedicados al hackeo de redes informáticas estratégicas. Es decir, las tecnologías digitales y la inteligencia artificial se están utilizando en los sistemas de armas teledirigidas, en la vigilancia visual de los territorios y de las personas, en la interceptación de las comunicaciones orales y escritas, y en la modelación de la opinión pública mediante estrategias de propaganda en red. Lo estamos viendo hoy en la Ucrania invadida por Rusia, en donde un bando y otro recurren al uso masivo de drones; en el genocidio de la población palestina de Gaza, diseñado digitalmente por el ejército israelí; o en la vigilancia cibernética por parte de la agencia europea FRONTEX de los miles de migrantes que mueren cada año en las aguas del Mediterráneo y del Atlántico tratando de llegar a la fortificada Europa.

 (AM): En ese ensayo que escribiste sobre la humanidad terrestre y al que ya hice alusión, argumentas que entre los dones naturales que tiene la existencia humana, el primero es el de nuestro cuerpo vivido, singular y mortal, a partir del cual hemos de modelar nuestra propia subjetividad ética, y que, por eso, es tarea de la filosofía construir mapas simbólicos que nos permitan orientarnos en nuestra relación con el mundo biofísico, con nuestros semejantes y con nuestro cuerpo vivido.

Las reflexiones que sustentas van en parte por la línea de trabajo que vengo realizando, aunque me parece que ha entrado en crisis el viejo discurso humanista sobre la perfectibilidad espiritual y material del ser humano como centro del cosmos, lo que ha dado como resultado una nueva idea del sujeto, no ya como sustancia ni esencia, sino como un viviente que se ocupa de sí en el transcurso de toda su vida. Esto guarda relación con lo que plantea Foucault: el sujeto como una obra a realizar, como fruto de un trabajo consigo mismo, como alguien que ha de velar por sí mismo como sujeto “cibernético”, es decir, como un “piloto” que ha gobernarse a sí mismo y ocuparse también de los otros.

Mi tesis sobre el sujeto cibernético parte de la relación compleja entre lenguaje-cerebro-sujeto-discurso-lengua-cultura-poder-sociedad, pero todo ello atravesado por lo cibernético, lo virtual, lo digital y la inteligencia artificial, que son parte de las configuraciones que caracterizan al cibermundo.  ¿Cuál es tu valoración de esta cuestión?

(AC): Un viejo tema de la antropología y de la psicología social es el estudio de las relaciones entre la sociedad y el individuo, o entre lo que Ralph Linton denominó Cultura y personalidad (1941). Freud se había ocupado ya de este tema en Psicología de las masas y análisis del yo (1921) y en El malestar en la cultura (1930). Combinando la perspectiva histórico-política del marxismo y la perspectiva biográfico-familiar del psicoanálisis, los primeros miembros de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Fromm, etc.) investigaron sobre la relación entre los nuevos regímenes fascistas y la formación de la “personalidad autoritaria”. Wilhelm Reich, discípulo de Freud, amigo del antropólogo Bronislaw Malinowki y afín al marxismo, también había estudiado la relación entre la sociedad fascista y el psiquismo autoritario, y fue el primero en establecer un vínculo entre la revolución social y La revolución sexual (1936). En una línea paralela, el escritor francés Georges Bataille trató de conciliar a Marx con Freud y con Nietzsche, desde sus escritos de los años 30 hasta su original obra El erotismo (1957). El franfurktiano Herbert Marcuse, exiliado en Estados Unidos, publica allí Eros y civilización (1955), que tendrá un gran impacto en los movimientos estudiantiles de los años 60. Unos años antes, la filósofa francesa Simone de Beauvoir había publicado El segundo sexo (1949), que inmediatamente se convirtió en la obra fundacional de la segunda ola del movimiento feminista, para la que “lo personal es político”. Beauvoir puso de manifiesto los límites androcéntricos y heterocéntricos de la tradición filosófica occidental, incluidos los enfoques críticos aportados por el marxismo y el psicoanálisis. Por su parte, el psiquiatra suizo Ludwig Binswanger, amigo de Freud, fue el fundador de la llamada “psicología existencial”, pues trataba de conciliar el psicoanálisis con la fenomenología existencial de Husserl, Heidegger y Buber. En ese diálogo con el existencialismo hay que situar también al escocés Ronald Laing y al sudafricano David Cooper, fundadores de la llamada “antipsiquiatría”, cuyo principal referente filosófico fue el filósofo francés Jean-Paul Sartre.

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Simone de Beauvoir

Creo que es importante recordar todas estas líneas de pensamiento que recorren los dos primeros tercios del siglo XX para entender la innovadora obra de Michel Foucault. Desde Enfermedad mental y personalidad (1954) y su gran Historia de la locura (1961) hasta los cuatro volúmenes de Historia de la sexualidad (1976-2018), lo que Foucault nos propone es que comprendamos la subjetividad no como una “naturaleza humana” universal y constante, según la tradición filosófica dominante en Occidente, sino como una construcción histórica contingente y cambiante, resultado del entrecruzamiento que se ha dado desde la Grecia antigua entre las “relaciones de poder” vigentes en cada tiempo y lugar, las “formas de conocimiento” que objetivan a los seres humanos y les imponen tal o cual identidad, y las “tecnologías del yo” que los propios sujetos inventan para resistirse a esos poderes y saberes externos, y para constituirse a sí mismos por medio de una ethopoiesis, es decir, una “estética de la existencia”. En 2001, publiqué un libro sobre estas cuestiones titulado precisamente La invención del sujeto. Creo que los estudios de Foucault sobre la subjetividad como una invención histórica contingente y cambiante están conectados con tu propuesta sobre el “sujeto cibernético” contemporáneo.

Tras la muerte de Foucault en 1984, que coincide con el triunfo político del neoliberalismo (Thatcher, Reagan, etc.) y con los inicios de la revolución digital, hemos asistido a la construcción de lo que se ha denominado la “subjetividad neoliberal”, que es el resultado de una diversidad de procesos económicos, políticos, tecnológicos, ecológicos, culturales y, por supuesto, psicosomáticos. Javier Echeverría utiliza el concepto de “tecnopersonas” para referirse a estas nuevas formas de subjetividad, modeladas no sólo por el sistema tecno-económico del capitalismo neoliberal sino también por los nuevos saberes/poderes tecno-científicos: ingeniería genética, biomedicina, farmacología, cirugía estética, prótesis más o menos robóticas, conectividad digital, algoritmos automatizados, inteligencia artificial, etc. También hay que mencionar aquí todos los estudios críticos sobre el “presentismo” o el “aceleracionismo” como nuevo “régimen de historicidad” y como nueva forma de dominación impuesta por el capitalismo digital. Pienso en los trabajos de François Hartog, Manuel Cruz, Hartmut Rosa y Judy Wajcman, entre otros.

(AM): El libro La invención del sujeto que publicaste en 2001, concluye con un texto leído en enero de 2000 en una mesa redonda sobre “La identidad personal”, dentro de la IV Semana de Filosofía de la Región de Murcia, dedicada precisamente al tema de las “Identidades”.

Tú resaltas lo que es la constitución de la identidad personal mediante la articulación de las categorías parentales, que combinan las variables del sexo y de la edad; las categorías económicas, que ordenan la distribución diferencial de las tareas y las propiedades; las categorías políticas, que distinguen entre enemigos y amigos y que se mueven en el marco de las relaciones de poder, que pueden ser de igualdad o de autoridad y obediencia; y las categorías simbólicas, que distribuyen a los individuos entre el extremo del sabio y el necio, entre el héroe y el villano, entre el cuerdo y el loco, entre el experto y el ignorante.

Me interesa este enfoque por lo que tú mismo explicas más adelante en el texto, en cuanto a que las filosofías postestructuralistas, inspiradas en parte en el pensamiento de Nietzsche, así como la hermenéutica y la teoría crítica, son las que han llevado a la politización e historización de la identidad personal, pues consideran que el sujeto es, ante todo, una invención ética, inseparable de las relaciones sociales entre los seres humanos. Tales ideas, que desarrollas en La invención del sujeto, entran en lo que introduzco como sujeto cibernético.

Esto no deja a un lado la tesis planteada por ti y que constituye un aporte a la invención de sí mismo como sujeto libre y responsable. ¿Cómo has seguido reflexionando sobre esta “invención del sujeto”, después de más de dos décadas?

 (AC): En el actual contexto histórico del capitalismo digital, de la “subjetividad neoliberal” y de lo que tú llamas el “sujeto cibernético”, es muy significativo que se estén reeditando las obras de los antiguos filósofos estoicos y epicúreos, y sobre todo se estén reivindicando sus ideales éticos de autogobierno como una forma de resistencia política y de recuperación de una cierta autonomía personal. Mencionaré dos ejemplos recientes. Uno es la última película del director alemán Wim Winders, Perfect days (2023), de la que hice una reseña en el Diario.es. La película está rodada en Tokyo, la ciudad más poblada del mundo (40 millones de habitantes), y está protagonizada por el actor japonés Kōji Yakusho. Narra la vida cotidiana de Hirayama, un hombre maduro que trabaja limpiando los aseos públicos de la ciudad. El protagonista trata de llevar una vida austera, autónoma, respetuosa hacia los demás y “desconectada” del aceleracionismo neoliberal. El segundo ejemplo es el ensayo de Amador Férnandez-Savater, Capitalismo libidinal (2024), que tuve ocasión de presentar en la librería Libros Traperos de Murcia. Frente a los imperativos competitivos, consumistas, hiperconectados, acelerados, insatisfechos y depresivos del modo de vida neoliberal de los países ricos, Amador retoma las ideas de Marcuse para proponer una civilización basada en el amor y en los cuidados (hacia uno mismo, hacia los otros y hacia el conjunto de la biosfera terrestre).

(AM): A propósito, en Filosofía para tiempo transidos y cibernéticos, explico cómo en el mundo y cibermundo soplan vientos totalitarios y neopopulistas, cubiertos a nivel global de crisis de la democracia, de cambio climático, guerra económica, crisis de la seguridad alimentaria global; guerra y ciberguerra, de rearme y exhibiciones de ojivas nucleares y todo lo que tiene que ver con la falta de criterio ético. Lo que hace imprescindible atreverse a pensar de manera crítica la visión que Benjamin hizo a la concepción de la historia y al huracán llamado progreso. ¿Temas actuales que marcan nuestras vidas?

(AC): Ya hemos hablado de la crisis de la idea moderna de progreso, a la que dediqué mi primer ensayo de 1985, y que efectivamente fue cuestionada por Walter Benjamin en su profético texto “Sobre el concepto de historia” (1940). Pero coincido contigo en que durante las últimas décadas estamos sufriendo un gran retroceso civilizatorio en el que se suman y refuerzan entre sí múltiples crisis: la crisis ecológica de la biosfera (ya se han sobrepasado seis de los nueve límites planetarios), la nueva “guerra fría” entre las grandes potencias nucleares (que no sólo reactiva la amenaza de una guerra nuclear sino que también fomenta guerras locales y matanzas brutales como las de Palestina, Ucrania, Sudán, Yemen, etc.), las crisis alimentarias en muchos países del Sur global, las migraciones provocadas por la suma de todas estas crisis y la reacción xenófoba de los países ricos del Norte, que está provocando el auge de los partidos y gobiernos de ultraderecha, tanto en América como en Europa.

El resultado de todo ello es la crisis de la democracia y de los derechos humanos, dos grandes conquistas civilizatorias de la modernidad que se vieron fortalecidas tras el horror de la Segunda Guerra Mundial. En la década de los 90, tras el fin de la Guerra Fría, desaparecieron muchos regímenes autoritarios sostenidos por Estados Unidos o por la Unión Soviética, y la democracia se convirtió en el régimen político adoptado por la mayoría de países del mundo. Incluso China comenzó a presentarse como una democracia “a la china”. Como dijo el economista indio Amartya Sen, la democracia se había convertido en un “valor universal”. Pero, en las dos últimas décadas, ha tenido lugar un cambio de rumbo. La primera inflexión se produjo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la “guerra global contra el terrorismo” emprendida por Estados Unidos, lo que dio lugar a la invasión militar de Afganistán y de Irak, y a una progresiva militarización y “securitización” de las relaciones internacionales y de las políticas migratorias y de asilo. La segunda inflexión fue la crisis económica de 2008, que en Europa y en otras regiones del mundo condujo a durísimas políticas de “austeridad” y a un incremento de la desigualdad, la precariedad y la pobreza, lo que a su vez causó el descrédito de los regímenes democráticos y el auge de los partidos y gobiernos de ultraderecha. Lo más alarmante es que la agenda de la ultraderecha neofascista ha sido adoptada también por las derechas neoliberales: bajada de impuestos, privatización de servicios públicos, precarización del empleo, rechazo a los migrantes, reacción antifeminista, negacionismo climático, expolio de los ecosistemas, deshumanización de los adversarios políticos, etc. Basta recordar el éxito del Brexit y la proliferación de autócratas como Trump, Bolsonaro, Orbán, Meloni, Putin, Xi Jinping, Modi, Milei, Netanyahu, etc.

(AM): Estamos viviendo una crisis de las democracias, un retorno a regímenes autoritarios, una falta de efectividad en la solidaridad ante países que imponen a sus ciudadanos la bota militar y nulifican lo que son los sistemas democráticos. También hay un desencanto en algunos países por la petrificación de la democracia como sistema de participación y elección. ¿Se puede salvar la democracia, pero con más democracia?

(AC): Se han realizado ya muchos estudios sobre este nuevo fenómeno. En 2017 se publicó El gran retroceso, en el que diecisiete intelectuales alertaban sobre la involución de la democracia y de todos los ideales civilizatorios de la modernidad. El Instituto Variedades de Democracia (V-Dem Institute), de la Universidad de Gothenburg (Suecia), publica cada año un informe sobre la situación de los regímenes políticos en todo el mundo. Para ello, tiene en cuenta numerosos indicadores de calidad democrática y clasifica a los países en cuatro categorías: “autocracia cerrada”, “autocracia electoral”, “democracia electoral” y “democracia liberal”. Según el informe de 2023, los avances democráticos que se dieron tras el final de la Guerra Fría “se han esfumado”. El 72% de la población mundial vive bajo regímenes “autocráticos”, lo que nos devuelve cuarenta años atrás. Hoy hay más gente gobernada por “autocracias cerradas” (28%) que por “democracias liberales” (13%). Las “democracias liberales” han descendido de 44 en 2009 a 32 en 2022. Por el contrario, las “autocracias cerradas” han aumentado de 22 en 2012 a 33 en 2022. Además, ese año había 42 países en proceso de “autocratización”, entre ellos Estados Unidos, Brasil, Rusia, India, Hungría, Polonia, Grecia, El Salvador, Ghana, etc. En las últimas elecciones al Parlamento europeo, celebradas el 9 de junio de este 2024, los diferentes partidos de la ultraderecha han conseguido 205 diputados, es decir, el 28,47% de los 720 diputados de la Eurocámara.

El V-Dem Institute alerta sobre “la actual ola de autocratización en el mundo” y sobre el inicio de una nueva “guerra fría” en la que las “autocracias cerradas” y las “democracias liberales” compiten en el terreno económico y geopolítico para controlar no sólo a las poblaciones sino también los territorios en los que habitan y los recursos estratégicos del planeta como minerales, combustibles fósiles, tierras de cultivo, etc. Por tanto, el ciclo de avances y retrocesos de la democracia no afecta sólo a la organización interna de cada país sino también al orden internacional. Tras el fin de la Guerra Fría, parecía que la ONU iba a ejercer el liderazgo en la pacificación de las relaciones internacionales y en la organización de conferencias y tratados para afrontar de manera colaborativa los grandes retos globales. En cambio, hoy asistimos a una nueva confrontación geopolítica entre el bloque euro-atlántico liderado por Estados Unidos y el grupo BRICS liderado por China. Eso explica que estallen nuevas guerras como la de Rusia-Ucrania y se reactiven otras como la de Israel-Palestina. Y lo peor es que todo esto coincide con la aceleración del cambio climático y la urgente necesidad de planificar la descarbonización y el decrecimiento de la economía mundial. Sin una pacificación y una democratización de las relaciones internacionales, las probabilidades de un colapso ecológico y civilizatorio se incrementan exponencialmente.

(AM): En mi libro Cibermundo transido, enredos grises de pospandemia, guerra y ciberguerra (2023), trabajé algunas de esas reflexiones filosóficas y sociales desde la pandemia de 2020. En él dejo bien marcada la apuesta por la esperanza, con el vivir una vida con propósito, cargada de sentido, porque creo que no podemos perder la esperanza.

En ese momento en que escribía (encerrado por meses), reflexionaba sobre el riesgo global, la angustia, el miedo, la soledad y la compasión. No por eso dejé esa apuesta: “apostar por el ancla de la esperanza en el cibermundo (…) entra en una dimensión ética en valores a través de una conciencia planetaria que entienda que atravesamos un panorama sombrío y de crisis de civilización, en la que hay dos posibilidades: la destrucción o la reconstrucción social, ecológica, económica, educativa, cultural y política del híbrido mundo y cibermundo” (p. 73).

Esto va más allá de la concepción de la esperanza de corte religioso y místico que aborda Han en La tonalidad del pensamiento (2024a) y en el texto El espíritu de la esperanza (2024b), aunque coincido con algunos puntos en cuanto a que el aumento del miedo y del resentimiento provoca el embrutecimiento de toda la sociedad y, como tal, termina siendo una amenaza para la democracia. Aunque me reafirmo en la relación que la esperanza guarda con lo contemplativo, la escucha y el saber esperar, me sitúo un poco (sin dejarme atrapar) en el enfoque filosófico de André Comte-Sponville en La felicidad, desesperadamente (2001). Me encuentro en el cruce de sabiduría, felicidad y ancla de esperanza.

En fin, sin caer en una visión de la esperanza como espera y deseo pasivo, en la que lo concreto posible está ausente y es sustituido por un vivir lanzado al futuro sin mediar el aquí y ahora de manera ética y crítica. ¿Apuestas por esa esperanza que lanzo en el juego de la vida?

(AC): Como dice Jorge Riechmann, el siglo XXI es el Siglo de la Gran Prueba, porque la humanidad se enfrenta a un gran dilema existencial. Por un lado, están los que pretenden seguir manteniendo el mito moderno del progreso, el dogma del crecimiento ilimitado y la fe ciega en el poder prometeico de la tecnología. El caso más extremo es el de los “transhumanistas”, que están financiados por las grandes compañías tecnológicas y que prometen delirios como la superhumanidad, la inmortalidad y la colonización de otros planetas. Pero, sin llegar a esos extremos, las élites económicas y políticas globales siguen defendiendo el capitalismo depredador y las luchas geopolíticas por la hegemonía como si fuesen los únicos motores de la historia. Por otro lado, están los que consideran que esas élites globales, con su codicia, su ambición y su ceguera, nos están arrastrando a un colapso ecosocial global que acabará provocando el exterminio de la humanidad a lo largo del presente siglo.

Así que nos movemos entre la utopía de los ultramodernos que defienden el business as usual (seguir como siempre) y la distopía de los antimodernos que profetizan un colapso irremediable de la sociedad industrial global. En estas condiciones, creo que hemos de seguir el consejo de Gramsci cuando recomendaba combinar “el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad”. Hemos de reconocer de manera realista la gravedad extrema de los retos ecológicos, tecnológicos y sociales a los que nos enfrentamos, frente a las formas imperantes de negacionismo y de cinismo; pero, al mismo tiempo, hemos de pensar que el porvenir de la humanidad no está escrito de antemano, que la historia es el reino de la variación imprevisible, que nos queda un cierto margen de maniobra para luchar por un planeta habitable para todos, o, como dice Vandana Shiva, por una “democracia de la Tierra”.

Yo tengo dos nietas y un nieto que han nacido ya en este siglo XXI. Cuando pienso en ellos, cuando juego y converso con ellos, no puedo dejar de recordar una idea que solía repetir Hannah Arendt: la historia de la humanidad vuelve a comenzar cada vez que una nueva criatura viene al mundo. Mientras sigan naciendo nuevas criaturas humanas, podemos tener la esperanza de que surjan también nuevas formas de convivencia, más pacíficas y más justas, más democráticas y más respetuosas con nuestra común morada terrestre.

(Estaré de regreso con los diálogos filosóficos el primer domingo de octubre)

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Foto 1. Alemania, Berlín. Byung-Chul Han, en el Antiguo Cementerio de San Mateo, un lugar donde le gusta caminar y meditar. Foto de Ronald Patrick, periódico El País.
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Foto 2. Alemania, Berlín. Andrés Merejo, en el Antiguo Cementerio de San Mateo, un lugar donde le gusta caminar y meditar. Byung-Chul Han, septiembre 2024