Poetas, dioses y hierbas

Haffe Serulle. Discapacidad. Óleo sobre madera

Como el hombre de la carreta estaba desnudo de la cintura para arriba, el bolso de tela se confundía con un tótem, y quizá por esa razón mi mente se llenó de símbolos y emblemas colectivos: vi hombres y mujeres que corrían alegres por valles y lomas, y reían y cantaban. Concluidas sus correrías, se refrescaban en los ríos más limpios.

Al recordar estas imágenes (en verdad les digo que ocuparon gran parte de mi infancia) mi mente se va lejos y asumo como experiencia de vida personal las vidas de aquellos primeros humanos que honraron el nacimiento y expansión de la hierba. Veo junto a ellos al hombre de la carreta. Y vaya sorpresa: pongo en su boca algunos versos que escribiera Tito Lucrecio Caro (poeta nacido en Roma, año 95 a.n.e.) en el Libro V de su obra DE LA NATURALEZA DE LAS COSAS, y provoco que los grite a todo pulmón porque quiero que la posteridad escuche y reproduzca esos versos:

Al principio la tierra produjo el género de las hierbas

y el esplendor verde en torno a las colinas y en todas partes.

Por los campos resplandecieron las floridas praderas de verdeante color,

y hubo un gran certamen entre los diversos árboles,

para elevarse por los aires con las riendas flojas.

A modo de paréntesis he de confesar que no sé al día de hoy de cuáles medios se valió nuestro personaje para desmontarse de la carreta y entrar en casa de mis padres con aquel bolso de tela colgado del cuello. Le he dado vueltas a este dilema y no ha habido manera de que encuentre la imagen apropiada de cómo lo hizo. Tal vez voló y le ofreció su cuerpo al aire, y el aire, compasivo, lo cargó en sus alas invisibles, pero fuertes y largas, y lo colocó, cual pieza venerada, junto a nosotros.

Tampoco sé por qué él ocupa el centro de atención en estas apariciones de seres primitivos que crean dioses, y los adoran y adornan con hierbas de variadas formas y colores, y después danzan alrededor de ellos, y él, nuestro personaje, ese hombre sin piernas ni brazos es capaz de moverse rítmicamente. Asombrados, los concurrentes y los bailadores saltan sobre él, y en cada salto lo alzan y lo disparan al aire.

Aquellas danzas, que eran colectivas, conducían al éxtasis, a la liberación del cuerpo y del espíritu, y a la sanación del alma. Los danzantes se entregaban al simbolismo y a lo desconocido: de ahí el misterio expresado en el torso y en la pelvis.

Como es bien sabido, el baile fue una de las múltiples formas de expresión social y ritual religioso: los practicantes se entregaban al movimiento para ganarse los favores de los dioses, quienes les proporcionaban alimentos, refugio, salud, protección y seguridad.

Aquel ritual era, en esencia, un encuentro con notas musicales provenientes del sacro sonido de la naturaleza, por entonces libre de la contaminación ambiental que conoceríamos siglos después y que hoy atenta contra la existencia del planeta.

Lamentablemente, con el paso del tiempo y de los diferentes sistemas económicos inhumanos, el lenguaje expresivo de las danzas primitivas fue sustituido por elementos adversos a la comunicación. Este revés marcó tal distanciamiento con los símbolos propios de la energía danzaria que ahora se nos hace difícil recuperarlos.

No sé si el hombre de la carreta danzó alguna vez, porque tampoco supe nunca las causas de su estado físico, pero tenía algo en la cara que lo asemejaba con aquellos hombres primitivos, como si él fuera bendecido por dioses justos y prudentes ya desaparecidos. Me refiero a aquellos dioses que ayudaban al hombre a superar cualquier tipo de desgracia: tormentas, mareas, tempestades, sequías prolongadas, y, sobre todo, a vivir en paz.

A modo de honrar a esos dioses justos y prudentes, permítanme mencionar los nombres de al menos cuatro de ellos, que aún reposan en mi memoria: Mecat, antiguo Egipto; Shamash, cultura mesopotánica; Themis, Grecia clásica (en Roma lo adoptaron como divinidad que encontraba el derecho divino de la Ley); Itztlacoliuhqui, cultura Mexica, dios sumamente alegre y compasivo.

Así, entre estas asociaciones de imágenes y recuerdos, oigo la voz del hombre de la carreta cuando tras llegar a casa de mis padres y sacar la hierba contentiva en el bolso de tela, vocifera, jubiloso:

Esta hierba se volverá olor

en la espesura de sus manos,

y el olor entrará en su sangre

y se refugiará en el misterio del hogar.

Ese día, el hombre de la carreta no hizo otra cosa que entregarle el puñado de hierba a mis padres y decir las palabras que he transcrito, de las cuales “misterio” se quedó grabada para siempre en mi mente, y ya sabremos por qué.

 

Haffe Serulle en Acento.com.do