El hombre de la carreta

Haffe Serulle. Dibujo.

Olvidemos por un instante las notas subrayadas en las páginas de nuestros libros más viejos y los títulos  referentes a los primeros tratados sobre los derechos humanos.       Olvidemos las leyes y el cúmulo de acuerdos entre Estados, y, por qué no, la cronología de la historia tal como nos la han contado.

Olvidémonos de todo, si queremos, pero jamás dejemos de pensar en los gritos de la humanidad mezclados con la hierba.

Como la hierba es de la tierra, alivia el grito.

La hierba desaparece cuando el hombre intruso y ambicioso la pisotea de mala manera.  Entonces el grito se torna intenso y se escucha en los lugares más remotos del mundo, como un llamado de alerta a la unidad para enfrentar a quienes se regocijan del rápido proceso de extinción del planeta y de haber repartido el hambre por los distintos continentes, indiferentes al futuro de la humanidad.

Esos, los regocijados, conocerán inexorablemente los últimos días de destrucción de la vida y quizá los veamos con el terror sumido en los ojos. Ellos padecerán el infortunio creado por sus bienes mal habidos.

Dicho esto, casi a título de introito, me traslado a una imagen que impactó mi infancia: de ella vengo a hablarles. Ha pasado el tiempo y esa imagen sigue en mí como la primera vez que tocó mi vista.

Al día de hoy no sé cómo una mano cruzó mis ojos y le arrojó una moneda al hombre del canto, quien ante aquel gesto detuvo la carreta de un modo tan extraño que explicarlo ahora sería un ejercicio de magia.

Vivía yo con mis padres en una aldea cuando un día de diciembre, tal vez el 24, pasó por nuestro lado un anciano montado en una carreta destartalada, llena de hierba recién cortada para dársela de comer a una vaca que él criaba en el patio de su casa, según supimos luego.

Esa hierba, a diferencia de la del hombre intruso, había sido cortada con amor y respeto.

Era costumbre  del hombre de la carreta cantarle a la hierba antes de removerla de su sitio. A veces le rezaba o simplemente le pedía permiso. Su relación con la hierba era de confianza y respeto mutuo.

“Hija mía, tendré que quitarte una parte para alimentar a mi  vaca”, decía, postrado ante las raíces que salían del hierbajo y se extendían como brazos retorcidos por todas partes.

Nunca supe cómo el hombre de la carreta cortaba la hierba porque ese día que cruzó por nuestro lado lo vi sin brazos ni piernas, y ciego del ojo derecho. Sin embargo, tenía una voz tan encantadora que la gente salía a verlo cuando él le cantaba a la hierba.

Mis padres, sobre todo mi madre, le pedían al Divino que le diera fuerzas a ese hombre para que jamás dejara de cantar como lo hacía. No creo que el Divino interviniera en estas peticiones de mis padres, pero yo, de tanto oír cantar al inválido guardé en un punto intocable de mi cerebro versos creados por él, de los cuales permítanme transcribir algunos:

“La hierba fue primero

que el hombre,

y ha ido más lejos

que el tiempo.

La hierba nos sostiene

como reina y alimento”.

Al día de hoy no sé cómo una mano cruzó mis ojos y le arrojó una moneda al hombre del canto, quien ante aquel gesto detuvo la carreta de un modo tan extraño que explicarlo ahora sería un ejercicio de magia.

Yo estaba seguro de que esa no era la mano de mi padre, porque él no creía en la filantropía sino en que todo el mundo tuviera acceso a la educación y al trabajo, como fuentes connaturales al progreso.

La moneda había caído encima de los muslos del hombre de la carreta, que vio de refilón al protagonista de la acción. Tomó la moneda con sus labios y la escupió hacia arriba, posiblemente con la esperanza de que fuera absorbida por las nubes.

“Si usamos la moneda como instrumento de humillación, se volverá enemiga del hombre y de la hierba”, gritó el de la carreta.

 

Haffe Serulle en Acento.com.do