Estoy a punto de obtener la gloria y mantener mi orgullo.
A Napoleón no le importó la muerte de un millón de soldados.
Tampoco a Luis XIV que murieran cuatrocientos mil canallas.
“¡Matad a todos los extranjeros!”, la emperatriz Tseu Hi, ordenaba.
Empero, Pericles proclamaba: “Ningún ateniense ha llevado nunca
luto por mi culpa”, y Marcos Aurelio, moribundo, murmuraba:
“¡Qué desgracia es tener que hacer la guerra!”.
“Me decían –apostillaba Albert Camus– que algunos muertos eran necesarios para obtener un mundo donde no se mataría más”.
Pero conquistadores y asesinos, ante el brutal exterminio
y orando a escondidas, la sabiduría que aprendieron ignoraron:
“Salvar una vida es salvar al mundo”, o el mandamiento “No matarás”.
Buscad, entonces, a los culpables sin límites y brutales en la demencia de un jinete que, convocado el rey Atila, mata por desprecio conmoviendo las piedras y sus cimientos: “¡Donde pisa mi caballo no crece más la yerba!”.
Total, “Por un montoncito de barro del tamaño de vuestro talón”, clamó Voltaire,
mientras Lamartine, al nuevo Hitler, increpaba:
“¡El asesinato por millares se llama una victoria!”.
Gloria y orgullo hasta la última atmósfera y raíz,
a pesar del pozo donde todos iremos a encontrarnos.