Edgar Allan Poe poeta y narrador de EEUU horizontal

Hay un texto que Edgar Allan Poe [1809-1849)] escribió entre 1848 y 1849, titulado “El principio poético” (“The Poetic Principle”) y que fue publicado en 1850, es decir, un año después de su muerte. En ese texto, Poe favorece el poema corto en detrimento del largo, proclama la primacía de la belleza en la poesía, condena el didactismo y propugna por “el poema escrito únicamente por el bien del poema” (“the poem written solely for the poem’s sake”).

Ante este postulado, que resume otro de amplia resonancia en todo el mundo a partir de su expresión francesa (“l’art pour l’art”, o el “arte por el arte”), cabe preguntarse cuáles eran, en su contexto, las implicaciones de este mandato proferido por el poeta norteamericano y cuáles pueden haber sido sus “resultados de acción práctica”, para emplear aquí una expresión muy querida de otro poeta, el francés André Breton.

Durante la última mitad del siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo XX, un fantasma persiguió a poetas, artistas y críticos en todo el mundo occidental: el fantasma de la originalidad, obligándolos a evidenciar, muchas veces falsificándolas, las vías por las cuales sus textos se insertaban en una determinada tradición de escritura.

Cabe recordar que aquella “originalidad” decimonónica era (y sigue siendo) una herencia del Romanticismo perpetuada por poetas y escritores como George Gordon Byron, mejor conocido como Lord Byron [1788-1824], quien fue, a todas luces, el más “globalizado” de los poetas románticos ingleses, John Keats [1795-1821], William Wordsworth [1770-1850] y Samuel Taylor Coleridge [1772-1834], uno de los principales instigadores de la utopía “pantisocrática” (concepción de una sociedad imaginaria en la que todos sus miembros tendrían igual autoridad), entre otros.

En su ensayo citado, Poe reaccionaba contra el didactismo y la tendencia a escribir poemas interminables que marcaron las obras respectivas de casi todos los poetas ingleses que acabo de mencionar. En buena medida, el Romanticismo es el período en que predomina, históricamente, el postureo del poeta como “sabio”, “genio” u “oráculo” portador de un mensaje que la sociedad debía escuchar si quería enmendar sus errores. El mensaje poético del poeta romántico hundía sus raíces en la historia (nacional, inter-nacional e incluso trans-nacional, como en el caso del extenso poema de Byron titulado “Las peregrinaciones de Childe Harold”).

Importa señalar el carácter eminentemente subjetivo de la historia evocada en las producciones textuales de los artistas y escritores románticos, ya que la principal premisa de las mismas no era la “verdad” (“Cualquier cosa capaz de ser creída constituye una imagen de la verdad”, escribió otro poeta romántico, el inglés William Blake [1757-1827]), por lo menos, no la verdad histórica, sino aquello que se corresponde con lo que los juristas llaman la “íntima convicción” del poeta, esto es, su verdad más íntima, elaborada a partir de sus percepciones, desencantos, aspiraciones e intuiciones sociales y políticas.

Esta fue una de las razones por las que muchos poetas y escritores románticos, desde Byron hasta Victor Hugo, asumieron posiciones político-ideológicas de gran compromiso con las causas de su época, incluso a costa de sus intereses personales. Por esa misma vía resulta posible entender, si se toma en cuenta la preponderancia de la ideología romántica en su época, tanto en la Europa como en los EE.UU., la triste suerte que le tocó correr al autor de “The Raven” y a muchos otros poetas que quedaron atrapados entre dos fuerzas gravitacionales antagónicas: la que propulsaba el desarrollo del capitalismo industrial, de corte liberal, y la que propugnaba por la perpetuación del imperialismo neo-colonial, de corte radicalmente conservador.

En efecto, yerran quienes pretenden reducir los conflictos que se producen en el campo literario o artístico al estatuto de un simple “choque de criterios”, sin intentar ver aunque sea de modo somero, el trasfondo social, político y económico en el que se producen dichos conflictos.

En ese sentido, una de las principales características del campo de los productores literarios y artísticos europeos y norteamericanos en el período romántico (esto es, entre el final del siglo XVIII y las primeras cinco décadas del siglo XIX, por más que la vigencia de este movimiento haya seguido manifestándose en las obras de sus más prolíficos y longevos exponentes como fue el caso de Víctor Hugo [1802-1885] fue la distancia en que los escritores se mantuvieron respecto al público durante la mayor parte de su época heroica.

Una de las causas principales de esta distancia fue, por una parte, el escaso desarrollo de la instrucción pública en aquellos países donde el Romanticismo se manifestó primero. Dos factores permitieron reducir la extensión de esa distancia: el primero fue el progresivo desarrollo de la instrucción pública bajo el impulso, si no de las ideas, por lo menos de la ideología en países como Francia, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos de América; el segundo fue el desarrollo de la prensa, el cual impulsó la creación de una comunidad de opinión en torno a los principales temas del momento.

Sin embargo, luego del desenlace de la guerra de Crimea (primer conflicto cubierto de modo fotográfico), en la cual se enfrentaron, entre 1853 y 1856, el Imperio ruso, regido por la dinastía de los Románov, y la alianza del Reino Unido, el Segundo Imperio francés, el Imperio otomano (al que apoyaban para evitar su hundimiento y el excesivo crecimiento de Rusia) y el Reino de Cerdeña, quedó claro cuál sería la suerte que correrían las distintas potencias europeas, las cuales dejaron de actuar conjuntamente en contra el liberalismo y se concentraron en sus propias ambiciones territoriales (triunfo del neo-colonialismo).

El ambiente de ideas que produjo en toda Europa esta derrota del liberalismo condujo a numerosos intelectuales, artistas y escritores a replantearse su filiación con la ideología estética, social y política del Romanticismo. Es en ese período cuando, impulsada por el incesante desarrollo de la prensa y el relativamente reciente auge de un mercado de lectores a escala continental (producto de las políticas de instrucción pública que el positivismo inspiró en los principales países europeos como contrapartida al desarrollo del capitalismo industrial de producción) resurge con fuerza una nueva tendencia artístico-literaria a la que cierta crítica venía conociendo como “realismo”.

Se ha repetido con demasiada frecuencia que el realismo fue una reacción de algunos artistas y escritores en contra de la estética y los valores románticos. Sin embargo, de la misma manera que el Romanticismo fue mucho más que una simple reacción contra el arte y la estética neoclásica, el realismo, fue mucho más que una simple reacción contra el subjetivismo romántico.

En gran medida, en efecto, la profunda moralización de las relaciones sociales que se observa en las grandes obras del realismo habrían sido inconcebibles sin la serie de cambios en la ética, la moral y las costumbres que impuso el largo período de vigencia [1831-1901] del régimen que instauró la reina Victoria, cambios que escoltaron el avance y afianzamiento de los nuevos regímenes burgueses surgidos a partir del estallido de las revoluciones en los Estados Unidos de Norteamérica y en Francia.

Para entender cabalmente el ambiente de ideas que sirvió de caldo de cultivo al realismo literario europeo conviene tener presente que su “nacimiento” no data precisamente de mediados del siglo XIX: su tradición se remonta a la época de Cervantes y prospera diseminando una larga lista de hitos en las obras de Daniel Defoe, Henry Fielding, Samuel Richardson, tres autores del siglo XVIII inglés.

Por otra parte, si bien es cierto que es a mediados del siglo XIX cuando el realismo sienta sus reales en el gusto de los lectores europeos, cabe recordar que los franceses Honoré de Balzac [1790-1850] y Henri Beyle (Stendhal) [1783-1842] desarrollaron en sus obras respectivas los principales rasgos de las dos tendencias que posteriormente serían consideradas como “reacciones” adversas al Romanticismo.

Una de estas tendencias consistía en la intención común de describir la realidad social de la burguesía de la manera más honesta posible, esto es, sin prejuicios ni miradas glamorosas. La otra tendencia consistía en el intento de conciliar (superándolos) tanto al Romanticismo como al Realismo.

Llevada a su extremo, la primera tendencia desembocaría en ese realismo radical y patológico, por excesivo, que fue el Naturalismo, mientras que la segunda no tardaría en conducir al Simbolismo, el cual asumió múltiples nombres y formas que van desde el Parnasianismo, el Decadentismo, el esteticismo y el espiritualismo en Francia hasta las obras de la Hermandad prerrafaelita en Inglaterra, la Modernidad de Austria y Viena y el Modernismo en Hispanoamérica y en España.

Las principales consecuencias de esta serie de cambios tardarían en manifestarse en Hispanoamérica debido a que su período de vigencia coincidió con el de las independencias y posterior afianzamiento de nuestras nuevas repúblicas. Esto explica tanto la inconsistencia e inmadurez de nuestro Romanticismo como el rotundo esplendor de nuestro Modernismo, pero también la relativa dificultad con que tuvieron que enfrentarse los escritores en la mayoría de nuestros países hasta logar la aclimatación de otras formas alternativas de realismo aparte de las formas más convencionales de este último, que son el histórico y el social.