Muy buenas noches, señoras y señores:

El señor Enegildo Peña, director y fundador del Taller Literario Virgilio Díaz Grullón, el cual celebra este año el trigésimo aniversario de su fundación, me ha pedido que pronuncie algunas palabras de agradecimiento a nombre de quienes hemos sido seleccionados para este homenaje en el que también se conmemora el centenario de ese insigne escritor y ser humano que fue don Virgilio Díaz Grullón. Por esa razón, me adelanto a  manifestar mi más sincero agradecimiento, con la segura esperanza de que mi sentimiento lo compartirán todas y cada una de las personalidades a quienes esta noche se rinde homenaje.

Quienes me conocen saben que nunca he pertenecido a un taller literario y que es muy poco el interés que ha despertado en mí el activismo cultural. Sin embargo, como siempre me he cuidado de confundir aquello que creo con la realidad, estimo y valoro la importancia que reviste para cualquier comunidad el hecho de que un taller literario haya alcanzado los treinta años de actividad ininterrumpida. Me basta, para comprenderlo, imaginar lo que habría sucedido de no haber sido así, de la misma manera en que me bastaría con imaginar qué habría pasado con la literatura dominicana contemporánea si hubiésemos llegado a esta época sin la labor tesonera que realizaron otros talleres que huelga enumerar aquí pero de cuyas filas han egresado la mayor parte de los autores que hoy son los mejores exponentes de nuestra actividad literaria.

La nuestra es una época de profundas transformaciones y de precipitados cambios de paradigmas. La misma idea de literatura con la que varios de los aquí presentes nos formamos en distintos momentos del siglo pasado y a la que hemos dedicado lo más claro de nuestro tiempo ha terminado prácticamente convertida en su propia negación. Sin embargo, nunca antes como en nuestra época ha parecido tan necesario insistir acerca de la importancia que tiene el trabajo consciente de la literatura para la vida cultural de una nación.

En efecto, ninguna otra forma de expresión artística es capaz de proporcionarle a la sociedad una manera de conectarse activamente con las tres dimensiones de su existencia histórica como lo hace la literatura. Esas tres dimensiones son, recordémoslo, el Pasado, como temporalidad donde se aquilatan tanto la tradición como el acervo de valores éticos y símbolos lingüístico-culturales; el Presente, es decir, esa temporalidad en la que chocan y se entretejen los diferentes sentidos de la vida social, cultural, histórica, antropológica y política de las naciones, y el Futuro, o sea, la dimensión sobre la cual se proyectan, como puras potencialidades, las distintas maneras en que una sociedad determinada podría Verse, Decirse, Pensarse, Hacerse y Saberse a sí misma en un determinado punto de su historia.

Manuel García Cartagena.

Es por eso que cualquier intento de suprimir, minimizar o silenciar a la literatura en la vida de las personas es equivalente a un atentado contra el espíritu humano, y por tanto, a una violación del pacto social. Y es también por eso que, contrariamente a lo que se tiende a pensar en esta época, la enseñanza de la Literatura está muy lejos de constituir una pérdida de tiempo. Si pudiera comparar sus efectos con algo cuya importancia todos ustedes comprenderán, diría que, sobre todo en el período contemporáneo, tanto el estudio como la práctica de la Literatura operan cada uno a su manera una suerte de diálisis a través de la cual nuestro sistema cultural se hace capaz de transformar en sangre limpia todas aquellas toxinas que buscan envenenarlo. Y una vez limpia, esa sangre renovada pasa a irrigar el conjunto completo de canales por donde circulan los valores que contribuyen a resaltar los aspectos que definen a cada una de las naciones.

Esto es así porque la literatura nunca ha constituido un dominio particular “separado” de la realidad. La filosofía contemporánea, en particular la que deriva de los desarrollos del pragmatismo y de eso a lo que Richard Rorty llamó el “giro lingüístico”, permite comprender la relación entre lo real y lo imaginario como una relación de mutua producción simultánea: lo real es aquello que produce lo imaginario y lo imaginario es aquello que produce lo real. Cualquier escritor que haya alcanzado una compenetración profunda con su oficio podría dar ejemplos acerca de esto.

Comprender esto, no obstante, nos permite también comprender por qué, en toda la historia de la Humanidad, no ha existido nunca un sólo autor literario que haya podido escribir una sola línea en absoluta desconexión respecto a la tradición a la que pertenece. No sólo porque, como decía el portentoso argentino Jorge Luis Borges: “La lengua es un sistema de citas”, sino porque la misma literatura, como arte de la comunicación humana, sería impensable sin presuponerle en su origen, al menos teóricamente, una intención de tipo dialógico entre una persona real llamada autor y otra persona real llamada lector a través de una serie de instancias virtuales que pueden llamarse signos, símbolos, personajes, actantes o como sea.

Como actividad humana, este diálogo es tanto más valioso e interesante cuanto que constantemente nos plantea la posibilidad de que una de las dos personas reales que intervienen en el espacio literario ya no se encuentre entre nosotros. En ese caso, la lectura podría concebirse como una vía de comunicación entre una persona viva y esa variante del espíritu que recibe distintos nombres: el pensamiento, la creatividad e incluso el “alma” de los autores fallecidos. Se trata de una experiencia antropológica: nos descubrimos humanos cuando comprendemos que los vínculos que nos unen a las personas del pasado no son simples “ideas” teóricas, y que, de la misma manera, nuestros pies hoy pisan el suelo que otras personas pisarán cuando ya no estemos de este lado de la cortina de las apariencias.

Los personajes literarios comparten con las personas ya fallecidas y con aquellas que aún no han nacido la misma falta de operatividad que nos impide estrechar sus manos o abrazarlos, en caso de que sean merecedores de nuestro afecto, o castigarlos y encerrarlos en caso de que sus actos nos induzcan a asignarles nuestro desprecio. Por eso, aun en nuestra época hiper tecnologizada podemos encontrar secuelas de aquella vieja noción perteneciente al arsenal que nos legó el Romanticismo y que tuvo gran vigencia en el siglo XIX. Me refiero a la idea según la cual los escritores somos una especie de “médiums” o incluso “videntes”, puesto que trabajamos con sombras que nadie más aparte de nosotros puede ver hasta que lee nuestros escritos.

La imaginación, sin embargo, no es una prerrogativa exclusiva de los escritores. A juzgar por mi experiencia personal, diría que es más bien lo contrario: son los lectores los verdaderos responsables de la grandeza literaria. Así como el escritor se nutre de los datos de la realidad para forjar mundos imaginarios, el lector parte de lo escrito para penetrar en ese dominio donde manda únicamente su propia imaginación, es decir su capacidad personal de reaccionar ética, racional, y emotivamente ante los símbolos, situaciones y conflictos que va encontrando en lo leído y sobre todo, su capacidad de conectar esos símbolos con los hechos, situaciones y circunstancias de su vida personal. Y es por eso que la creencia de que un libro es capaz de cambiar una vida puede entenderse de muchas maneras, pero en ningún caso como una metáfora o mentira, y mucho menos, como una hipérbole o exageración, puesto que, sin duda alguna, hay que ser más artista para leer que para escribir.

¿Qué nos queda, pues, a nosotros, los pobres escritores que, además, en la mayoría de los casos, somos también, por decisión o por terquedad, escritores pobres? Una lista no exhaustiva de nuestras facultades podría incluir, entre muchos otros aspectos, la capacidad de darle forma a ese caos de sentidos que es lo real por medio de la activación de un lenguaje rítmico y pletórico de símbolos; la posibilidad de intuir vínculos verbales entre los datos sensoriales y los que dictan nuestras emociones; la sensación de vértigo que nos empuja a lanzarnos una y otra vez a la tortuosa aventura de vivir literaria, y a veces también literalmente al pelo, convencidos de que es esta la única manera de encontrar ese mensaje que solamente nosotros podríamos comunicar.

En ese sentido, tal vez aún no se haya dicho con la fuerza suficiente que fue el santiaguero Virgilio Díaz Grullón (1924-2001) el autor dominicano que descodificó el genoma de nuestra narrativa breve moderna. En efecto, si Juan Bosch definió y deslindó el corpus social y telúrico de esa narrativa, Díaz Grullón la enseñó a andar y a temer, a soñar y a amar, a odiar y a explorar las calles de la ciudad. Y es por eso que honrar su memoria este año en que se cumple el primer centenario de su nacimiento es algo que no puede resumirse en un simple acto de homenaje, sino que debe implicar necesariamente la lectura de al menos uno de los relatos que nos legó este autor entrañable a quien tuve la suerte de conocer y saludar personalmente en mi juventud.

Deseo también manifestar que es doble mi regocijo al participar en este homenaje que se le rinde a Virgilio Díaz Grullón. Esto se debe fundamentalmente al hecho, nada casual, de que fue mi ilustre tía abuela, Aida Cartagena Portalatín, quien editó en 1981 el tomo que reunió por primera vez los cuentos completos de este autor bajo el curioso título De niños, hombres y fantasmas, para publicarlo en la “Colección Montesinos” que ella dirigía. Está de más decir que fue esta edición la que nos permitió a los entonces jóvenes miembros de la Generación de los 80, a la cual pertenezco cronológicamente, entrar en contacto con los relatos y cuentos de don Virgilio.

Tampoco puedo dejar de mencionar aquí la estrecha amistad que unió durante décadas a mi tía abuela Aida Cartagena Portalatín y a su tocaya, es decir, la bella y talentosa esposa de don Virgilio, doña Aída Bonelly de Díaz. Evidentemente, por razones de edad, yo sólo pude recibir las visiones lejanas de aquella amistad, pero como hoy se sabe gracias a los avances de las neurociencias, es con los hilos de las emociones como cada uno de nosotros va tejiendo los senderos de nuestras razones y por eso, a medida que envejecemos, en ocasiones nos cuesta trabajo determinar de manera precisa en qué se diferencia algo que recordamos de algo que hemos soñado.

Dicho esto, y a pesar de que me siento muy a gusto en compañía de ustedes, creo haber abusado ya lo suficiente de su paciencia, por lo cual quisiera despedirme agradeciendo nuevamente por este hermoso acto al Taller Literario Virgilio Díaz Grullón, en mi nombre y en el de las instituciones, personalidades  y amigos a quienes esta noche se les rinde homenaje. Y a todos ustedes, por la ecuánime longanimidad e imperturbable generosidad de las que han hecho gala al dispensarme su atención, les dirijo simplemente la que para mí es la más hermosa frase de nuestra lengua española: Muchas gracias.