A comienzos del 2020 la humanidad se enfrentó a uno de los sacudones más fuertes de cuantos la han afectado en los últimos siglos: el COVID-19. Sin avisos, la llegada de este virus nos llenó a todos de miedo, desesperanza e incertidumbre, y nos impuso tiempos de cuarentena cuyos efectos no sabemos si permanecen o se fueron. Sus efectos pusieron al mundo de rodillas, mientras el inmenso número de víctimas, nunca bien ponderado, nos hizo ver que, como escribió y cantaba Milanés: la vida no vale nada. La explicación real de las causas que le dieron origen es una deuda que permanecerá por mucho tiempo en el renglón de cuentas por pagar. De todos modos, los poderosos que acusan y los que alegan inocencia, por el motor que mueve sus actos, tienen la misma responsabilidad. Que no los absuelva la historia.

El tiempo de la cuarentena cambió la dinámica de la sociedad y de sus componentes en sentido particular; unos lograron superarla con rapidez y otros a menor velocidad. En el segundo caso, entre muchos, aplican los educadores que se mantuvieron alejados de las aulas por sentirse cómodos en los entornos virtuales de aprendizaje, por razones de edad o por salud. Afortunadamente, en el caso de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, el ritmo se acelera y somos más los que hemos regresado a las aulas para sumar entusiasmo y alimentar el compromiso con la patria. Anunciando la superación de las limitaciones dejadas por el virus en referencia, han vuelto las horas del cara a cara con los estudiantes, los minutos exquisitos de reencuentros académicos y amistosos en los pasillos, estacionamientos y en los salones de profesores. Este aliento humanístico nos llena de un calor distinto y reafirma sin reservas la esencia de la verdadera universidad. Que siga siendo lo demás, suma y complemento de las herramientas que impone este tiempo para facilitar el logro de las grandes metas por la calidad, el pensamiento crítico y por la integridad.