1
Sus arrugas eran como grietas de tierra seca, pero su generosidad la hacía lucir una hermosa aura de juventud. Los niños hambrientos sabían de aquella virtud que expresaba al darles algo de comida y hasta cuando debía corretearlos para encestarle algún golpetazo. Incluso en aquellos momentos doña Fifa era particularmente amable. Siempre que cocinaba guardaba un plato de comida para darlo a esos niños de pies chamuscados; samurrados por correr con sus patas de palo imaginando que montaban a caballo. Algunos cabalgaban un palote de guayaba y lo arriaban con una soga amarrada en la punta mientras golpeaban la parte media. ¡Ija, Ija! gritaban, pero todo era imaginario, bastaba salpicar el polvo con los pies descalzos para creer que se trataba de un hermoso corcel.
Pero Marisela, nieta de doña Fifa, no vivió una etapa igual a la de esos niños, y ahora se tornaba ensimismada y sobrecogida a pesar de su perspicaz inteligencia. También era bella, muy bella, extremadamente bella para el entorno, tanto que doña Fifa tenía que cuidarla de los campesinos; esos viejos marchantes que no hacían otra cosa que vivir conforme a sus instintos más primarios. En realidad, en el campo todo era así, los años pasaban mientras generaciones replicaban la misma historia, sin cambiar de costumbres, de rutinas ni de convicciones. Claro que creían en Papá Dios, pero también en supersticiones alimentadas por cuentos entretejidos de realidad y capricho. Nadie era testigo directo de nada, pero el rumor de cada cosa se difundía como un susurro virulento dando paso a las leyendas. ¿Cómo era posible algo así? Bastaba con que todos lo dieran por cierto y que Chimbó, el gurú de aquellas tierras, lo refrendara.
Antes Marisela no solo era hermosa, sino también locuaz y parlanchina. Se reía de todo, y de tiempo en tiempo se la pasaba cantando. Era una chica que irradiaba claridad incluso en los días cuando la pobreza del campo se recrudecía. Sin embargo, todo en ella había cambiado tras la muerte de su madre. El fallecimiento de María, nombre de la madre, había sido un duro golpe para doña Fifa, pero no tanto como lo fue para Marisela. No dejaba de pensar en esa mañana cuando vio a Fifa agitar el cuerpo de su madre mientras la llamaba una y otra vez. ¡Hijita despierta!, clamaba con angustia, pero María no reaccionaba, antes permaneció tendida en la cama como una cosa inerte.
Tratando de entender lo que ocurría, se acercó lentamente al cuerpo que permanecía con una expresión indescriptible: Los ojos abiertos y el rostro pálido como el algodón. Después de percatarse de esos detalles Marisela lloró, lo hizo desconsoladamente. ¡Cómo era posible que la desgracia llegara tan de repente! ¿Cómo pudo ocurrir algo así? Nunca se supo a ciencia cierta lo que le había sucedido, ni las razones concretas de su deceso, ya que en esas tierras no existía ni el personal, ni mucho menos los procedimientos técnicos para dar con la causa de muerte. Cualquier explicación debía buscarse en Chimbó, y si éste no decía nada al respecto, entonces se estaba frente a un acontecimiento verdaderamente extraño.
Así sucedió con la muerte de María, nadie sabía nada y Chimbó nunca explicó las posibles razones a pesar de inspeccionar el cuerpo con un ramo mojado, el cual agitaba salpicando agua por toda la piel. Lo que todos rumoreaban era que en ese último año doña Fifa le había advertido a María que no saliera hasta tarde de la noche, ya que Chimbó había contado sobre un extraño suceso ocurrido frente a su rancho. Informó que mientras trataba de dormir escuchó un galope a toda velocidad, seguido de un ruido semejante a una larga cadena de acero. De inmediato supo que estaba presenciando un gran acontecimiento, puesto que a esas horas nadie monta a caballo y mucho menos arrastrando una cadena, sencillamente era algo inusual. Contó que se asomó a la ventana de madera, la cual conectaba con las afueras del campo, procuró circundar el área con la vista, pero no alcanzó a ver nada a pesar de que el sonido del galope perduraba frente a su casa.
María le prestó mucha atención a esa historia, pero evidentemente no estaba dispuesta a abandonar la costumbre de salir por las noches de agosto a contemplar el cielo estrellado. Fue después de una de esas noches que María volvió al rancho, se acostó cuando todos dormían y jamás volvió a levantarse. Después de ese día Marisela no volvió a ser la misma. La tristeza la consumía.
En la casa de doña Fifa se habían adoptado medidas preventivas. Conforme a las recomendaciones de Chimbó se debía poner en el umbral de la casa una sábila colgada de un hilo ensalmado, tirar granos de sal por encima del zinc dos veces al mes, y, sobre todo, evitar salir por las noches. Esto último aplicaba especialmente para doña Fifa y su nieta, ya que era evidente que un mal espíritu demandaba de ellas. Pero a María le importaba muy poco lo que dijera Chimbó, de hecho, no entendía el sentido de todos esos resguardos. Desde aquel triste día no tenía mente para nada que no fuera pensar en su madre y en la forma que partió.
2
Esa noche Marisela no podía dormir. Eran las dos de la mañana y hacía mucho frío a pesar que transcurría el mes agosto. Todo era silencio, lo único que se escuchaba era el rechinar de los bichos y la respiración pesada de doña Fifa. Como siempre recordó a su madre; en noches así ella se refugiaba en sus costillas para luego sentir las palmaditas de María previo a tender el brazo sobre su espalda. Se sentía consentida.
En un determinado momento Marisela se levantó de la cama y caminó alrededor de la casa. ¿Por qué la noche está tan fría? pensó. Siento que me congelo. Luego sintió la tentación de salir a ver el cielo tal como lo hacía su madre en ocasiones, pero la advertencia de Chimbó la detuvo. El curandero fue categórico en recomendar que se mantuvieran en las casas durante las noches de ese mes, al menos en ese año. ¿Qué tenía de especial el año? Siguió pensando; mi mamá pudo haber muerto por cualquier cosa, concluyó. Ese era el tipo de cuestionamientos que llevaba a doña Fifa a decir que María era como una joven de ciudad, se negaba a aceptar esas verdades trascendentales que Chimbó enseñaba, y eso no conducía a nada bueno.
Después de meditar en esas cosas y movida por la tristeza, decidió salir hacia las afueras del rancho. La noche era azul y le surcaba un resplandor plateado. Desde afuera ya no se escuchaba a los bichos, sino que el aire silbaba indeterminadamente. Comenzó a caminar reclinando sus pasos sobre el suelo pedregoso y, conducida por la noche, parecía levitar. Se alejó varios metros buscando un lugar donde estar, un lugar donde sentarse a ver las estrellas. ¡Era hermoso! A esas horas las estrellas parecen escarchas. Eran como infinitos puntos luminosos que parpadeaban constantemente. De repente el aire se paró y el silbido fue sustituido por el sonido de unos pasos fantasmales. Era como un galopeo, algo así como coces huecas que golpeaban la tierra. Eran pasos lentos, muy lentos, y provenían de la nada.
Marisela miró a todas partes y no podía distinguir el origen de aquellos pasos, pero era innegable, definitivamente alguien se acercaba a caballo, Pero ¿quién era? ¿De dónde viene? se preguntaba. A esas horas nadie galopea, sencillamente era imposible. Sin embargo, era real, alguien proseguía galopando hacia ella, solo que no lo podía ver. Buenas noches, escuchó entonces una voz provenir desde su lado izquierdo, tornándose en esa dirección en fracciones de segundos. Lo que vio al momento fue espectacular, se trataba de un majestuoso corcel negro muy distinto a cualquier ejemplar que haya visto jamás, y quien lo montaba era aún más imponente: Un hombre elegante, vestido de traje impecable con sobrero negro. ¿Pero quien era este señor? Se preguntó Marisela, y pasados apenas unos segundos, trató de huir. ¡No te vayas! Increpó el hombre del corcel negro al notar las intenciones de escapar. Conozco a tu madre y vine hacerte una pregunta. Esto último la detuvo de salir despavorida. Volvió a mirar al hombre sin decir nada, como esperando que éste prosiguiera. ¿Te gusta la noche? Preguntó el caballero con una voz hueca. Sí… respondió Marisela, como hipnotizada. ¡Un momento! arguyó agitándose, ¿Quién es usted y cómo conoce a mi mamá?
Eso no tiene importancia, todos aquí me conocen. Al decir eso la voz del extraño hombre se transformó, ahora parecía la de Chimbó. En aquel instante trató de acercarse más para ver el rostro del personaje con quien hablaba, pero el corcel reclinó hacia la derecha y en apenas tres pasos de galope se escuchó un terrible sonido de cadena arrastrarse. Marisela torció hacia su espalda para ver las cadenas, pero no había nada, y en segundos direccionó nueva vez su atención al hombre que montaba el corcel, pero éste ya se había esfumado.
Marisela salió corriendo de regreso a su casa logrando desplazarse largos metros que luego se convirtieron en kilómetros, y esos kilómetros en días y aquellos días en años. Con angustia no entendía por qué no llegaba a su hogar, después de todo ella no se había alejado tanto, había salido apenas a escasa distancia de su casa. Pero seguía corriendo, corriendo a lo largo de un sendero interminable, escuchando el silbar del aire y conducida por la fría tranquilidad de la noche.
A la mañana siguiente estaba doña Fifa, agitando el cuerpo de Marisela, llamándola una y otra vez, tratando de despertarla con desesperación. Sin embargo, la joven no era más que una cosa inerte tendida en la cama, con una expresión indescriptible, los ojos abiertos y el rostro pálido como el algodón.
Juan A. Liranzo
02 octubre, 2010