En vista de que, según parece, ya no hace falta aportar más pruebas de la «vieja enemistad» entre los libros y la realidad que estableció en 1985 el filólogo alemán Hans Blumenberg, en el inicio del segundo capítulo de su obra La legibilidad del mundo (Blumenberg, H., 2000), lo más sensato sería comenzar a imaginar, ahora que todavía nadie nos cobra por respirar, nuevos vicios que puedan entretener la mente humana para así tener con qué mantenernos ocupados hasta que por fin venga a recogernos la última guagua.

Cuando hablo de libros me refiero, por supuesto, al enmohecido saber de la literatura, el cual parece haber perdido su atractivo a los ojos de las nuevas generaciones que hoy buscarían “otra cosa” que los zumbe de manera más directa e inmediata al mismo centro de la intrascendencia por medio de una serie de experiencias de naturaleza distinta a las que produce la lectura.

Aunque en el resto del mundo occidental la situación ya cuenta con varias décadas, en la mayoría de nuestros países caribeños, esta expulsión del hábito de consumir literatura del campo de la importancia social es un fenómeno relativamente reciente que, según parece, se vincula de alguna manera con las transformaciones tecnológicas, sociales y culturales de eso a lo que el pensador italiano Raffaele Simone llamaba en 2000 la «Tercera fase». Según Simone: “En la actualidad el sentido mismo de la palabra leer es mucho más amplio que hace veinte años: ya no se leen solo cosas escritas. Es más, la lectura de cosas escritas en el sentido usual del término no es ni el único ni el principal canal que utilizamos para adquirir conocimiento e información” (Simone, R., 2000).

Por muy atractiva que parezca esta línea de reflexión, el peligro de asumirla como buena y válida reside en el sospechoso carácter de “universalidad” con que se pretende hacernos creer que en el período contemporáneo asistimos a la “desaparición” de algo que en todas partes existía de manera igual o parecida, lo cual no solo es falso, sino también, sumamente ingenuo.

Es probable incluso que lo contrario tenga más posibilidades de ser verdad, pues nunca antes ha habido tanto interés por la producción (aunque no por el consumo) de literatura entre el mismo tipo de personas —consideradas desde el punto de vista de su rango sociocultural—, a las que, en otras épocas no muy lejanas, prácticamente nada habría empujado a intentar escribir, salvo tal vez un desencanto amoroso o una de esas catástrofes existenciales de las que antes casi nadie quería hablar.

Recuérdese, por ejemplo, aquella reflexión con la que Jean-Paul Sartre intentaba, en 1947, responder a la pregunta ¿Qué es la literatura?, partiendo de una caracterización de tipo clasista del sujeto escritor francés al afirmar que: “En Francia, donde el bachillerato es un certificado de burguesía, no se admite que alguien se proponga escribir sin ser al menos bachiller” (Sartre, J.-P., 2003). Análogamente, hasta no hace mucho, en casi todas las sociedades existían parámetros que permitían establecer distinciones más o menos precisas, aunque usualmente tácitas, entre aquellos a quienes les estaba permitido aspirar a ser considerados escritores y aquellos a quienes simplemente se les toleraban sus devaneos literarios.

Esta situación comenzó a modificarse a partir del cambio de paradigma que se produce en todo el mundo occidental en los primeros años de la década de 1980.  En el caso dominicano, bastaría darle un simple vistazo a la composición social del sector de los productores de nuestras letras contemporáneas para comprobar la extraordinaria movilidad de muchos de los agentes que componen nuestro campo literario en particular, y artístico en general. Tradicionalmente, esa movilidad había estado vinculada al hecho, históricamente verificable, de que la inmensa mayoría de nuestros escritores y poetas surgidos a partir de los primeros años de vida republicana habían estado más o menos vinculados con el campo de la política.

Es por eso que no sorprende que la política haya sido y siga siendo el principal factor de promoción o de ocultación de autores y obras, lo cual confiere un carácter prácticamente axiomático a la siguiente afirmación de Fernando Valerio-Holguín: “En la República Dominicana, a partir de criterios políticos, no solo son canonizados los libros sino también los autores. El prestigio social del autor se transfiere metonímicamente a la obra. En otras palabras, el ‘campo estético’ se confunde con el ‘campo político’ ” (Valerio-Holguín, F., 2021).

Descrita en esos términos, salta a la vista la relación entre el fenómeno que describe Valerio-Holguín y la situación de eso a lo que Alain Finkielkraut llamó la posliteratura  (L’après littérature) y que no concierne solamente las virtualidades puramente formales o enunciativas de esa “poética mutante” a la que se refería Adolfo R. Posada en un artículo de 2020 (Posada, A.R., 2020), sino que pone en evidencia una transformación de la antigua (y mítica) plataforma sobre la cual se levantaban los valores forjados por el humanismo.

Por suerte o por desgracia, en nuestros países caribeños es muy poco lo que hay que lamentar respecto a la desaparición de la ilusión humanista. En efecto, es tan grande eso a lo que Carlos Fuentes llamaba “el hambre de espacio” que desgarra el alma de las sociedades caribeñas insulares que, quitando los nombres de cinco o seis (por tratarse de usted, estoy dispuesto a dejárselo en diez o veinte) próceres de las humanidades, en nuestros respectivos países solo muy pocos estarían dispuestos a reconocer el valor del trabajo intelectual realizado por nuestros compatriotas.

En efecto, desde que alcanza la edad de la razón, cada sujeto caribeño descubre que, como decía Sloterdjik: “El fantasma comunitario que está en la base de todos los humanismos podría remontarse al modelo de una sociedad literaria cuyos miembros descubren por medio de lecturas canónicas su común devoción hacia los remitentes que les inspiran. En el núcleo del humanismo así entendido descubrimos una fantasía sectaria o de club: el sueño de una solidaridad predestinada entre aquellos pocos elegidos que saben leer” (Sloterdijk, 2006).

Y si eso no lo protege de caer en las trampas que su propia frivolidad le tiende al empujarlo a confundir el “prestigio” social con la “calidad” literaria es porque ya tiene de todas maneras el corazón carcomido por la vanidad, las carencias que impone la necesidad, la voluntad de poder o por un cóctel de esas tres pestes combinadas en cualquier proporción.

Así, al igual que esos políticos conducidos “por arrastre” a posiciones aventajadas en la administración pública, a menudo, los signos del “prestigio social” o, por decirlo en palabras de Bourdieu, las “marcas de la distinción” de las obras y los autores “canonizados” son el resultado de una campaña de mediatización diseñada para construir la “doxa” o la imagen del valor colectivo de la persona del autor o de su obra.

Siendo así las cosas, se comprende que una gran cantidad de literatos dominicanos —poetas, cuentistas o novelistas— se vean obligados a producir sus obras en medio de la más prosaica de las condiciones, que es la de una total indiferencia colectiva respecto a su hacer estético. Y por eso, quienes buscan la poesía en el período contemporáneo no tardan en estrellarse súbitamente contra los farallones de la más abyecta forma de la prosa del mundo.