Ella estuvo en la hora equivocada del día,

ella estuvo en el sitio que nunca debió estar,

ella tomó veneno sin saber que bebía,

y se quemó las alas aprendiendo a volar.

Dice llamarse Karen, pero no sé si es así como se escribe su nombre, sus labios maltratados y la dentadura incompleta, no deja que mi pobre oído para el inglés nativo, adivine como se deletrea el nombre que ella da para ser nombrada.  Hace mucho tiempo, cuando yo era ilegal y trabajaba como lavaplatos en un restaurante italiano de la parte norte de Andover, la vi revolotear como mariposa sobre la llama, entre las mesas que atendía, con su delantal impecable, su sonrisa como argumento contra la tristeza y unos 20 años adorablemente hermosos.

Ella ya sospechaba que la noche es inmensa,

pero no sabía cuánto dura el mundo en girar,

ella sabía que el diablo tiene rostro de artista,

pero nadie le dijo que la podía besar.

Su mundo se ha reducido. Su reinado cimentado en las bisuterías de un sueño, ha desembocado en una trinchera de telúrico desgarramiento, en unas cuantas esquinas, dos o tres andenes, unos tanques de basura, las aceras que van desde Altamira Marquet hasta la estación Lawrence Interstate y cuando está más sobria, le alcanza el viaje para llegar hasta el restaurant Cedar Crest, atravesar los linderos de la universidad  Northen Essex y de nuevo claudicar en frente de la bodega, justo debajo del rótulo que anuncia el boulevard de un héroe caribeño.

Y hoy arrastra la muerte disfrazada en la pena,

pues perdió la sonrisa en la mesa de un bar,

hoy alquila su pecho y se llena las venas,

aunque sepa en el fondo que es inútil volar.

La necesidad le ha regalado algunos vocablos de un español insular, que apenas le alcanza para comprar una parte del viaje hacia otra muerte. Comienza el día pidiendo dos dólares, llegado el medio día, se da cuenta que no hay donantes para su trasfusión quimérica y termina la tarde rogando 25 centavos, que a veces la caridad que intenta comprar sitio en la gloria, regala no sin antes maldecir al destino, y vanagloriarse de saber que quien muere en esa tragedia es el otro, y no el que está buscando en el fondo de la bolsa la limosna que lo evidencia como cristiano auténtico.

Cuando el sol la despierta una mano asesina,

le arrebata el ensueño y se pone a llorar,

de su noble castillo sólo queda una esquina,

pues pasó a ser esclava sin llegar a reinar.

Algunos dicen conocerla y que vivió en el vecindario exclusivo que colinda con Reading, al sur de la ruta 28. Que su padre fue funcionario de Corte de Justicia de Boston, que su madre fue maestra de escuela, que sus hermanos estudiaron en Havard, que quien la vio y la ve no la conoce. Otros dicen que vino desde Georgia, que en una fiesta le dieron de la que envicia, que un buitre le dio de la que “enchula”, que la prostituyó, que la vendió en los modernos mercados de esclavos y que todavía no encuentra la salida.  Otras se conduelen del género y le dan los 10 centavos, no sin antes afirmar que “así dejan a veces los hombres a las débiles”, “que el que se enamora primero pierde”, que “por eso yo los trato con la punta del pie”.

Alguien le dio la muerte en un beso febril,

prometiéndole el mundo que quisiera alcanzar,

ella sabe que es falso que dejó de ser reina,

cuando llenó sus venas con espuma de mar. 

Pero algunos han ido más lejos. Han alquilado lo que queda de su cuerpo, han martirizado lo que sobrevive de su alma, han puesto sus besos de vinagre en las llagas inexorable de su ruina, y luego han dicho que mientras ellos se arriesgan sobre el filo de un orgasmo comprado, ella balbucea fragmentos de Hojas de Hierba, de un Witman que ronda su cerebro, que canta a Bod Dylan, mientras le exprimen las carnes masacradas por el fragor de la batalla diaria. Hay quienes dicen que ella, cuando acompaña sin fingir el éxtasis tanto ajeno como propio, entre gemidos puros va diciendo con Dante: “…A ti que vas a entrar abandonad aquí toda esperanza…”